domingo, 14 de octubre de 2018
La sombra de la ley
La brigada del sombrero. Cuatro hombres con gabán, sombrero de fieltro, y gesto torvo, caminan acompasados hacia cámara. Todos fuman pero, alternados, dos se llevan el cigarrillo a la boca, para rubricar la composición, o su condición icónica. Es una imagen que remite a otras, a un genero, el de los gangsters, a un territorio imaginario, el de cualquier género de acción en el que cuatro hombres se encaminan con determinación, sea para un duelo, o simplemente como gesto declarativo de lo que son y representan. De modo más específico, a alguna película, como La brigada del sombrero (1996), de Lee Tamahori. Los cuatro hombres de La sombra de la ley, de Dani de la Torre, son también policías. Integran la Brigada de información de Barcelona, en concreto, en 1921, dos años antes de que Primo de Rivera impusiera su dictadura (y no es detalle irrelevante, todo lo contrario: de hecho, esa imagen es un paseillo que la anuncia). Son policías, pero más bien son matones con placa. Transitan sin escrúpulos esa zona de sombras en la que hacen valer su posición de poder con extorsiones o alianzas, es decir, tratos convenientes con delincuentes como El barón (Manolo Solo), quien rige el garito La Pulga, su tapadera de deslumbrantes apariencias, en el que sus bailarinas animan con su palmito a la clientela ( y son utilizadas, también sin escrúpulo alguno, da igual la edad que tengan, como mercancía). Escenarios y mercancías que le sirven para alcanzar sus aspiraciones de ser aceptado, integrado, en otro privilegiado escenario de las apariencias, ese que representa el Club del que son socios los representantes del poder de la ciudad, como el empresario cuya fábrica se encuentra en situación delicada por la huelga planteada por sus trabajadores. Entre estos unos optan por la resistencia, o presión pacífica, y otros abogan por la acción violenta, en connivencia con las facciones anarquistas. Difusas fronteras, colisiones, conflictos, sombras, muchas sombras en un entramado, o más bien espesura, en donde resulta difícil discernir las estratagemas disimuladas tras cortinas de humo, los intereses velados, y hasta la catadura real de unos y otros. En suma, qué les distingue, si algo les distingue.
La sombra de la ley se inicia, precisamente, con una sombra, o una figura que no se perfila con nitidez. Una sombra que prende un fuego. Es la estratagema para provocar que un tren se detenta, un tren del ejercito que asaltarán para sustraer su cargamento de armas. ¿Han sido los anarquistas como se piensa? El tapiz puede parecer con contornos claros pero la narración, progresivamente, revelará que los trazos reales se distorsionan con estratagemas o maniobras de distracción, fuegos que generan sombras escurridizas o equívocas. Las interrogantes, que se irán ampliando por esa enrevesada realidad de trama y apariencia difusa, y ambigua, se condensan en Anibal Uriarte (Luís Tosar), un policía de Madrid que se une a la Brigada de información. En principio, su gesto granítico parece acompasarse a la catadura bien transparente de sus tres compañeros que no ocultan su regusto en la brutalidad y la corrupción. En su retrato inicial se pueden advertir contrastes que desconciertan por suscitar más interrogantes que esclarecer: la cicatriz que surca su hombro, los sonidos de la guerra que le atormentan, la figura de alambre de un escorpión. Entre el granito y las heridas insinuadas resulta difícil enfocar con precisión.
La narración fluctúa entre lo icónico y referencial y la búsqueda de la propia imagen que brote de la carne dramática, la singularidad dentro del patrón. La secuencia inicial citada, por el uso iluminación ( y del tren y una figura en sombras que provoca que se detenga), puede recordar a la de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), de Andrew Dominik., que hurgaba en las difusas sombras de lo que representaban ambas figuras. Y el tratamiento cromático, en general, puede evocar el exquisito realizado por Lloyd Aherne en El último hombre (1996), de Walter Hill. En la primera mitad, por cómo se desenvuelve Anibal entre los diferentes bandos, a un lado u otro de la ley, puede evocar al John Smith que encarnaba Bruce Willis. También por su contundencia en el ejercicio de la violencia física, en su caso con los puños. Pero ¿qué es lo que le mueve?¿Cuál es su posicionamiento y cuál su propósito, si tiene alguno?¿Quién, o cómo es, realmente, más allá de cómo se presenta a los demás? Dice que fue un idealista, como si fuera un velo del que se hubiera desprendido, pero apostilla, en otro momento, que le gustan los idealistas. En el trazado de la evolución de su personaje se condensan las virtudes de esta obra, su naturaleza. El enfoque preciso sobre una singularidad se acompasa al de un conjunto. Como en la anterior obra de Dani de la Torre, de parecidas cualidades, El desconocido (2015), como si se abriera foco desde la peripecia individual, se densifica progresivamente el trayecto narrativo con el esclarecimiento de un contexto (o el perfil de un conjunto disimulado entre cortinas de humo y marañas que abocará a una dictadura). En la anterior se destripaba, a través del lance dramático sostenido con los arneses del género del thriller, los desmanes abusivos de la banca en nuestros días. Y en La sombra de la ley, cómo las instituciones del poder generan sombras equívocas, convenientes, para su propio interés, ese que deriva en dictaduras como la de Primo de Rivera (o la corporativa que hoy día sufrimos).
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