lunes, 15 de octubre de 2018
La novia era él
Existe un mundo paralelo dentro del género de la comedia, sin duda una de sus más insignes e ingeniosos cimas, y no es otro que la comedia hawksiana. La fiera de mi niña (1938), Luna nueva (1940), La novia era él (1949), Me siento rejuvenecer (1952) o Su juego favorito (1964) son una preclara muestra. El absurdo quintaesenciado expresado con la cara de poker de una apariencia de realismo; el pulso entre los géneros, sepan o no que lo mantienen, en ese enmarañado entramado de impulsos y estrategias, de equívocos y ofuscaciones; la infantilización de las conductas o cómo no dejamos de ser niños bajo nuestra presunción de adultos (más bien ridículos en la impostada seriedad o imagen que queremos dar de nosotros); la imposibilidad del completo control cuando las emociones entran en juego, lo que da paso a una cadena de torpezas y accidentes; o la irónica desvirilización de los atributos masculinos son algunas de sus constante.Y aunque zarandee a sus personajes en una montaña rusa de situaciones donde no deja de quedar en evidencia su lado irrisorio, encuentra ese punto funambulista en el que no pierdan su dimensión como seres emocionales. Sabe hasta donde apurar la cuerda para no caer en el patetismo o en una excesivo regodeo en su irrisoriedad. Por eso, es tan afinado en su irreverente mirada sobre esa criatura llamada humana
En La novia era él (I was a male war bride, 1949), cuyo accidentado rodaje duró ocho meses por la urticaria que sufrió el director, la neumonía de Ann Sheridan y, sobre todo, la hepatitis de Cary Grant (que adelgazó 30 kilos), seguimos el trayecto, más que de desvirilización, de equiparación (de saber estar en la piel de la otra), que experimenta Henri Rochard (Cary Grant), un capitán francés, que en las primeras secuencias va a devolver unas pertenencias a una oficial norteamericana, Catherine (Ann Sheridan), delante de sus compañeros. Un gesto que tiene algo de despechado, para dejarla en evidencia, y hacer pensar a los demás lo que no es, ya que ella no ha cedido a sus encantos. Él se siente agraviado por su rechazo, porque piensa que ella no siente nada por él, y ella no ha cedido porque piensa que es una más para él, y ese rechazo provisional no es más que una prueba, así que lo que para uno supone agravio para la otra implica arrogancia: la eterna historia que se repite una y otra vez: Ya estamos en el terreno del equívoco, o de no saber ver con la mirada del otro.
Aunque uno y otro desconfíen del otro, ambos se sienten irremisiblemente atraídos. Y hasta que lleguen a esa conclusión, dejándose de complicar la vida mutuamente, habrá que esperar al ecuador de la película. Hasta entonces, en el desarrollo de una misión conjunta para desmontar una organización del mercado negro, Henri no dejará de sufrir un via crucis durante el que tendrá que asumir, ya de entrada, que él no puede conducir la moto del sidecar (como no lleva el control de la situación); se queda suspendido sobre las barreras del tren y se pringará de pintura al encaramarse a un poste, durante una lluviosa noche cerrada, para cerciorarse de si siguen la dirección adecuada (desde luego no es él quien marca la dirección en la relación); se quedará encerrado en la habitación de ella, porque se le cae la manilla, y tiene que dormir en una silla ( en una de las secuencias más antológicas del género, hay que ver el dominio de la expresión corporal y gestual de Grant buscando una postura adecuada, pero siempre se enfrenta a la pieza desajustada: siempre un brazo queda extendido o fuera de sitio como, al fin y al cabo él mismo durante ese viaje; posteriormente se repetirá la circunstancia pero dentro de una bañera); se verá detenido en una redada cuando de incógnito se introduzca en el lugar donde se mercadea, pasando una noche en la cárcel (como remate de la condena que siente); se chocará contra un pajar de heno cuando se declara, con los ojos cerrados, sin darse cuenta de que ella no conduce la moto, ya que unos niños la han puesto en funcionamiento (sus sentimientos y discernimiento han ido, hasta ese momento, desajustados). Hasta que al fin ambos tienen que reconocerse que se gustan. Y se casan, hasta tres veces ( en frances, inglés, y por lo civil).
Y ¿Colorin colorado, el cuento se ha acabado?. Pues no. Todo no acaba aquí, ya que aún le queda otro via crucis. Ese que explica el título de la película, y de la biografía adaptada, I Was an Alien Spouse of Female Military Personnel Enroute to the United States Under Public Law 271 of the Congress, escrita por Henri Rochard, un belga que vivió este peculiar trance tras casarse con una enfermera estadounidense. Por unos ridículos protocolos ( o ese absurdo kafkiano de la burocracia) no está contemplado el consorte masculino en el ejercito norteamericano, y dado que ella debe volver a Estados unidos (orden presurosa que, de entrada, interrumpe y frustra su noche de miel), deben buscar la correspondiente triquiñuela para que él la pueda acompañar. Y no es otra que él sea la novia. Eso implica confrontarse con una suma de contrariedades: Es oficialmente la novia pero eso no le posibilita encontrar un lugar donde alojarse, ya que no es una mujer: la noche anterior a su marcha sufre un via crucis en busca de alojamiento, errando cual alma en pena sin encontrar ningún sitio donde encajar ya que su identidad no se adapta a ninguna normativa. No encaja, una vez más desajustado. Ya el último paso es supondrá disfrazarse de mujer, con una imposible peluca hecha con crin de caballo, para lograr sortear la última obtusa aduana que no aceptaba la primera vez que pase, aunque sus papeles estén en regla, sólo porque es un hombre (aunque sea novia). Si al comienzo dejaba las prendas de Catherine delante de todos, despechado, para dejarla en evidencia, acaba, irónicamente, ya equiparado, portando unas prendas femeninas para poder culminar un matrimonio, y coito, hasta entonces pospuesto e impedido, primero por sus irrisorios rifirrafes de orgullos y, posteriormente, por el absurdo de unas reglamentaciones más confusas que las propias emociones. Hay que ver qué fácilmente lo complicamos todo.
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