miércoles, 8 de agosto de 2018
Buenos vecinos
Hacemos daño, luego somos humanos. En uno de los más hermosos planos finales que ha dado el audiovisual en este siglo, el de la excelente miniserie The night of (2016), creada por Richard Price y Steve Zaillian, la presencia de un gato evidenciaba cómo la capacidad empática sí puede superar las alergias y fobias, las aprensiones y renuencias, que definen el ensimismamiento predominante en nuestra sociedad. Las alergias del discernimiento generan lugares comunes, juicios vagos, la inclinación a mantenerse al margen. En el magnífico plano final de Buenos vecinos (Undir trenu, 2017), de Hafsteinn Gunnar Sigurosson, la mordacidad sangra. Esa distancia que define el plano, un plano general, y la mirada de su contraplano, la revelación que supone una demolición de la inconsecuencia de quien mira pero no veía sino que proyectaba (el recelo compuesto de amargura, inquina y frustración), nos plantea que la primera pregunta que hay que hacerse no es cuál es el sentido de la vida o, la que más probablemente se haga un habitante de este planeta, cómo lograré sobrevivir sin sufrir agonías cada fin de mes, sino por qué el ser humano se siente tan inclinado a hacer daño a sus congéneres.
En la secuencia inicial Attil (Steinbor Hróar Steinbórsson) se levanta de la cama que comparte con su esposa, Agnes (Lára Jóhanna Jónsdóttir), para revisar unos videos sexuales que grabó con una pareja anterior. Agnes le sorprende cuando amaga el gesto de comenzar a masturbarse. Una situación así podría suscitar la pregunta de por qué, interrogarse si evidencia un distanciamiento en la relación, sea pasajero o reflejo de algún deterioro más sustancial. Pero la reacción, despechada, transfigura el escenario en contienda. Agnes quiere que Attil salga de su vida, y muestra incluso impedimentos para que Attil pueda ver cuando quiera a su pequeña hija. Attil encuentra refugio en el hogar de sus padres, Inga (Edda Björgvinsdóttir) y Baldvin (Sigurour Sigurjónsson), quienes viven su particular contienda con sus vecinos, Konrad (Borsteinn Bachmann) y Eybjorg (Selma Björnsdóttir). La petición de estos de que poden un árbol, en el jardín de los primeros, porque sienten que hace demasiada sombra en el suyo, germina las hostilidades, sobre todo en el componente más susceptible y amargado, Inga. Amargura vital contenida en su consideración de que Konrad no había protestado hasta que se casó de nuevo con una mujer más joven. Hay, por tanto, otras sombras interiores que pesan en Inga, y las proyecta con el ácido de sus palabras y acciones.
El título original, Undir trinu, se traduce como Bajo el árbol. En el cine islandés es recurrente el contraste entre el entorno natural y la desconexión o desajuste interior de los habitantes de esa isla. La acción de Buenos vecinos acontece en un entorno urbano, pero el árbol adquiere tanta relevancia dramática como metafórica. Planos sobre la nervadura de las hojas del árbol, o la figura de este perfilada por el resplandeciente sol, puntúan como transiciones. Su armonía contrasta con el desquiciamiento, cada vez más acusado, que define las conductas humanas. La relación marital en conflicto se enmaraña con lo que se torna más pulso que intento ya no de conciliación sino de comprensión. El sentimiento de agravio supera al intento de entender al otro o qué revela de la relación un hecho que se siente como una discordancia. Se siente como una agresión y se reacciona con la inflexibilidad que brota como pus del despecho. Del mismo modo, la relación entre los vecinos se enmaraña, en especial en Inga, cuando la susceptibilidad se desquicia como afrenta.
Es un convención en las películas que si alguien que sufre en su hogar la amenaza o acoso de otro tiene algún tipo de mascota esta sea la inevitable primera víctima. Se supone que somos superiores, así que la escabechina comienza con quien se supone que importa menos. Si unos vecinos en progresiva animosidad tienen sus particulares mascotas, una gata y un perro, extensiones de su territorio y voluntad, es fácil prever que, de un modo u otro, la agresividad, cuando supere la fase de daño a los objetos que representan a la propiedad, se enfoque hacia los animales. El detonante que dispara las hostilidades es la desaparición de la gata. Si es la extensión de alguien que sufre ciertas carencias que se han enquistado en creciente amargura, por el deterioro de su cuerpo que ya no es joven como el de la vecina, se abre la veda para que descargue, y proyecte, sus insatisfacciones en quien, como reflejo, la confronta con lo que no logra asimilar de sí misma, por lo que la responsabilizará de esa desaparición. Sigurosson, en su opera prima, conjuga con admirable precisión ambas tramas, o ambos conflictos, en progresivo desquiciamiento, que modula como una capa subterránea que van empapando el sintético trayecto narrativo. Empapa y se hace filo. Mordacidad que hace sangre, como ese plano final que deja en evidencia el desquiciamiento que tan fácil nos puede dominar para infligir daño con cualquier mínima justificación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario