lunes, 28 de mayo de 2018
Misión de audaces
Uno de los planos más destacados, y analizados, de la obra de John Ford es aquel dilatado plano de la conversación de Richard Widmark y James Stewart en la orilla del río, en Dos cabalgan juntos (1961), sin recurrir a recursos de estilo más ortodoxos, es decir, al montaje externo ( a los cortes de plano, que la convención consideraba como adecuada manera de dinamizar la narración). Bien admirado es aquel otro plano, más breve, de Centauros del desierto (1956), en el que a Ethan (John Wayne), le entrega el capote su nuera, un gesto que contiene el pálpito de un pretérito y los tiempos alternativos que podían haber tenido unas vidas, mientras el reverendo que encarna Ward Bond mantiene la mirada en la distancia ( pero bien consciente del gesto, y sus implicaciones), un proverbial ejemplo de elocuente montaje interno (en un sólo plano reverveberan múltiples tiempos, las que no fueron y las posibles y la que ha sido). En Misión de audaces (Horse soldiers, 1959), la cual me sigue pareciendo, a cada nuevo visionado, una de las más grandes obras de Ford, hay otro portentoso largo plano (fijo), no tan extenso como el de Dos cabalgan juntos, que mantiene su tensión , hasta que el momento en que se produce el, tan significativo como efectivo dramáticamente, corte de plano, cuando se descarga la tensión contenida durante lo que ha durado el plano, que además refleja un umbral o cesura en la narración, en especial para quien protagoniza ese momento, el coronel Marlowe (John Wayne).
Me refiero al instante, en el bar del hotel que se ha convertido en improvisado hospital, tras la batalla contra los sudistas comandados por el oficial manco, el coronel Miles (Carleton Young), en el que Marlowe comparte con Hannah (Constance Towers), mientras bebe un vaso de whisky tras otro, su hartazgo y furia ( acaba de lanzar al suelo a un soldado que ha entrado a caballo celebrando el número de raíles que han destruido), y por fin revela el por qué de su amargura, el por qué de su hostilidad hacia el comandante Kendall (William Holden), el médico que le han obligado a llevar, pese a su reticencia, en su incursión en territorio enemigo. Por un lado, comparte con desesperación que no quería ni buscaba ese derramamiento de sangre, y acentúa su impotencia y frustración el hecho de que él, ingeniero de ferrocarril en la vida civil tenga que haber realizado esta misión cuyo objetivo era destruir la vía férrea. Parece destinado sólo a destruir, o a sufrir, en su propia vida, la destrucción. Por ello, es el momento en que libera lo que ha estado rasgándole sus entrañas durante todo el relato, raíz de su enfrentamiento permanente con Kendall, más bien por lo que él representa, porque como comparte ahora con Hannah (y es también relevante que lo haga con ella, con la que, por otro lado, se ha creado una cierta atracción que ambos niegan, o reprimen, por pertenecer a bandos distintos) achaca a la ineptitud de los médicos el que su esposa muriera años atrás en la mesa de operaciones, cuando realmente no padecía nada, no el tumor que se suponía que debían extraerle. La operación fue inútil, por lo que, desde entonces, considera inútiles a los médicos. Aunque en ese momento sea él quien más se considera inútil (mano de destrucción y muerte), mientras Kendall se desvive con todos los heridos (y además Marlowe acaba de ser testigo de cómo ha muerto un muy joven soldado). Por eso, y es lo que recoge el corte de plano, lanza su vaso contra una torre de vasos (en primer término en el encuadre).
También la secuencia es la demostración de qué gran actor era John Wayne (al que creo sus ideas personales han interferido en que algunos reconocieran su talento como debiera ser; desde luego en el set de rodaje fue causa de continuos enfrentamientos con Holden, de ideas opuestas, que decidió no volver a trabajar con él nunca más; por otro lado, Holden también mantuvo continuas divergencias con el propio Ford). Aquí Wayne interpreta otro personaje complejo y contradictorio, como su Ethan Edwards en Centauros del desierto, otro personaje en desplazamiento u odisea, superando pruebas en los distintos episodios o pasajes, enfrentándose a sus propios límites, o las cercas que se ha creado en su interior. Marlowe cruza una cerca que separa el territorio del norte del sur, cuando inicia su incursión en zona enemiga, y durante el trayecto de cumplimiento de la misión superará sus cercas interiores. Su personaje de Escrito en el sol (1957), también superaba otras pruebas, aunque su odisea tuviera lugar en la inmovilidad, cuando se queda paralizado al caerse por la escaleras. Su exuberancia, no exenta de cierta arrogancia e inconsciencia (un Ulises que prefiere seguir volando, y envuelto en lides, peleas y batallas, que volver al hogar, como si este fuera amenaza de inmovilidad vital) se ve transfigurada en la asunción de su fragilidad y vulnerabilidad (postrado, no puede huir ya ni de sí mismo). Son héroes poco convencionales, en conflicto, como el que interpreta en El hombre que mató a Liberty Valance (1962), que deriva en espectro, en trágica figura, que no consigue ni el amor de la mujer que ama, pese a que resuelva, desde las sombras, resolver el conflicto ( aunque el héroe oficial sea otro: él quedará difuminado en las sombras, fuera del escenario).
Misión de audaces adapta la novela homónima de Harold Sinclair, inspirada en la incursión del coronel Benjamin Griegson en la zona del Mississipi en 1863, aunque en realidad en la vida civil no era ingeniero sino profesor de música, una de las notorias variaciones del guión con respecto a novela o hechos: por ejemplo, el personaje de Hannah, o el pasaje relacionado con los niños de la escuela militar, son pura invención (en el segundo caso, directamente del mismo Ford). No faltaron discordancias y vicisitudes durante el rodaje: Althea Gibson, ganadora de Wimbledon, en su única interpretación cinematográfica, reclamó a Ford que modificaran los diálogos de su personaje, Kaye, porque le parecían ofensivos ya que abundaban en el estereotipo de negra; Ford, que no solía ser receptivo a las demandas de los actores, accedió. Al respecto, en la comunidad sureña suscitó ciertos picores que Ford se asegurara de que los extras afroamericanos cobraran lo mismo que los blancos. El médico ordenó a Ford que se abstuviera de beber porque peligraba su vida seriamente. La esposa de Wayne era adicta a los barbitúricos pero el actor se mostraba remiso a ingresarla: la trajo consigo, pero durante el rodaje ella sufría alucinaciones lo que la llevó a cortarse las muñecas, hecho que determinó que Wayne tomara consciencia de la seriedad de lo que padecía y se decidiera a ingresarla. En la secuencia de la batalla final, Fred Kennedy, un especialista que había trabajado desde hacía tiempo con Ford sufríó una fatal caída en la que se rompió el cuello. Ford quedó tan devastado que decidió no rodar la secuencia final triunfal en la que llegan a Baton Rouge.
La obra es un portento de armonía y equilibrio, sostenido sobre dos pulsos, o dos tensiones, entre Marlowe y Hannah, y especialmente esa continua tirantez entre dos actitudes tan contrastadas como Marlowe y Kendall (condensada en un singular plano: ese que encuadra ambos a través de la maleza). Kendall es alguien templado, agudo y mordaz, entregado a los demás, y no superado por la visceralidad, por las agitaciones de su ego, de ahí su mirada clara, despejada, consecuente, atenta (como cuando es consciente de que Hannah, cuando los invita a cenar en su mansión, es pura representación escénica: Kendall es quien se percata de que escucha desde su habitación, a través de los conductos de las estufas, los planes que Marlowe comenta con sus oficiales en otra sala) hasta el momento que no resiste más desprecios por parte de Marlowe y le desafía a una pelea, interrumpida, con afilada ironía, por el 'ataque', de los niños de la escuela militar: una ingeniosa manera de reflejar la puerilidad de esa animosidad hacia el médico por parte de Marlowe.
Ford delinea de nuevo afinadamente su portentosa capacidad para alternar tonalidades, de lo grotesco, como cuando se encuentran con los dos desertores sudistas (antecedentes de los que uno de los actores, Strother Martin, interpretaría por partida doble, junto a LQ Jones, para Peckinpah, en Grupo salvaje y La balada de Cable Hogue), a lo desoladamente trágico, como la citada carga de los sudistas comandadas por el coronel manco en las calles de Newton, la muerte de Kaye, o cuando Kendall tiene que cortar la pierna a uno de los exploradores porque no ha seguido correctamente sus instrucciones de tratamiento. O cómo combina absurdo con el lirismo de la extrañeza en la citada secuencia del enfrentamiento con el destacamento de niños. No podía faltar el explícito sarcasmo fordiano, con respecto al oficial con aspiraciones políticas que interpreta Willis Bouchey (al que adjudicó personajes aún más antipáticos en El último hurra o Dos cabalgan juntos) ni tampoco la implícita ironía fordiana: el titán que poco a poco se va transfigurando en hombre, a medida que se enfrenta a sus propias sombras, acaba en la mesa operatoria, tras ser herido en el tobillo, en manos de Kendall. Del mismo modo, la ofuscación de su ciega hostilidad ahora se ha transformado en lúcida comprensión, en apertura a los otros, y así, en paralelo, deshabilita su coraza defensiva y posibilita la expresión de su amor con Hannah: en la odisea se ha vuelto a recuperar a sí mismo.
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