domingo, 27 de mayo de 2018
Disobedience
Libertad de decisión. Disobedience (2017), de Sebastian Lelio, adaptación de una novela de Naomi Alderman, es una de esas películas que podría haberse dejado arrastrar por el canto de sirenas del tema que trata, la libertad de decisión, y naufragar con las buenas intenciones. Se trazan con precisión los componentes del conflicto: un entorno o modo de vida rígidamente reglamentado, subordinado a una ritualización y la observación de unas conductas y hábitos (en este caso, la comunidad judía ortodoxa en Londres), la fotógrafa Ronit (Rachel Weisz), el cuerpo extraño que optó por otro modo de vida, e incluso se trasladó a Nueva York, otra ciudad en otro continente, y que retorna, de modo provisional, de ese afuera, por la muerte de su padre, y el cuerpo insatisfecho dentro de esas coordenadas o cuadrículas de vida, Esti (excelente Rachel McAdams). Pero Lelio sortea cualquier tentación de solemnidad o afectación discursiva con la afinada atención a las sensaciones y emociones, a los estados que sienten, viven, sus personajes. La amortiguada patina de la iluminación y los colores tenues, en sus refinadas composiciones en formato ancho, transmite esa conjugación de emociones contrapuestas en forcejeo, las emociones sofocadas por un modo de vida, y las emociones necesitadas de hacerse piel. Una tensión en suspensión que se despliega en forma de delicado deslizamiento narrativo, modulado por las puntuales pinceladas ingrávidas de la música, como la respiración que va recuperándose gradualmente.
Queda ya brillantemente delineado en las primeras secuencias. Un rabino sufre un colapso durante la celebración de una liturgia, en la que aludía a la desobediencia, a la libertad de decisión. Ronit recibe una llamada telefónica mientras realiza fotografías a un hombre de avanzada edad que tiene su torso y abdomen completamente cubiertos por tatuajes. Se eliptiza la conversación telefónica, y se escancia una sucesión de planos que son diferentes escenas, un montaje secuencial que refleja la consternación que siente Ronit. Primero el estado emocional, y después el por qué: la notificación de la muerte de su padre, el rabino que había sufrido el colapso en la secuencia introductoria, un rabino admirado en la comunidad ortodoxa judía de Londres. En la recepción se reencontrará con familiares y con los que fueron sus dos mejores amigos antes de que rompiera con esa vida, Dovid (Alessandro Nivola) y Esti, que para su sorpresa son matrimonio. Pero antes de que se precise el por qué de esa sorpresa, Lelio define, de nuevo, en primer lugar, con escasos y precisos planos, el estado de emocional de Esti, cómo se siente con respecto a su circunstancia de vida: Con expresíón abstraída, y envuelta en penumbras, observa cómo cae el agua del grifo del fregadero; un primerísimo plano sobre su rostro muestra un forcejeo de emociones encontradas; observa a su marido cómo se revuelve en la cama; se aproxima a él, encuadrados ahora desde otro ángulo, el opuesto, y le incita a que hagan el amor. Hay penumbras que necesita que se hagan cuerpo, deseo que se percibe que es más bien transferencia de lo que contiene en ese forcejeo, sentimientos que necesita liberar como agua que por fin fluya. Esos que se despliegan, en la casa donde vivió el padre de Ronit, ya sin muebles, como una vida que se reemplaza, quizá por lo que se truncó, precisamente, debido a ese restrictivo modo de vida que representaba el padre de Ronit, quien esperaba que ciertos deseos, los lésbicos, se curaran con el matrimonio. Ronit y Esti escuchan Lovesong de The cure (Whenever I'm alone with you You make me feel like I am home again/Whenever I'm alone with you You make me feel like I am whole again/Cuando sea que estoy a solas contigo me haces sentir que estoy en casa/Cuando sea que estoy a solas contigo me haces sentir que estoy completa de nueva), y el pasado se reanima en sus cuerpos, y despliega de nuevo el deseo que quedó interrumpido entonces.
El Torá prohíbe los tatuajes. Se Considera que dañan el cuerpo, porque no respetan la creación de la voluntad de Dios, como una injerencia que degrada. Por eso, quien se convierte al judaísmo, si tiene tatuajes, se los borra. De ahí el detalle de que presente a quien se ha apartado de esa comunidad, Ronit, porque no comparte sus creencias, fotografiando a un hombre tatuado. El contraste entre cuerpo que despierta y muerte en vida vertebra la narración. Ese contraste entre ese cuerpo en proceso de deterioro completamente tatuado, o la vida que dota el color de la imaginación y la singularidad de las propias historias (el yo que no se deja escribir, tatuar su mente, por un dogma instituido), y la tumba de su padre fallecido, que Ronit fotografía al final, emblema de una vida que enclaustra y obtura la vivencia de los sentidos y las emociones: las mujeres portan pelucas (como si las borraran, o cosificaran en la uniformización postiza), o las parejas realizan el acto sexual, como si fueran engranajes con alarma en su despertador, cada viernes. El escenario social, el escenario de la observación de una tradición, la vida postiza, prevalece. Los cuerpos son envases que portan los actores de una representación, de un ritual que se extiende en los actos de su vida cotidiana, como si esta fuera la sucesión de episodios de una liturgia que abarca, y comprime, todos ellos. Por ello, la ironía pertinente que subyace en el ocurrente detalle de que el amor que se oculta sea sorprendido en una cancha de juego, en una pista de tenis.
Lelio orquesta una narración de medida concentración, en la que los rostros y las emociones son la médula espinal de una obra que propulsa el molde del melodrama (estructuración rígida del escenario social, emociones en conflicto con un entorno, sujetos en colisión desde fuera y desde dentro, los residuos de un pasado interrumpido) con una vibración genuina, como si lo redescubriera, desprendiéndose de cualquier inercia de convenciones, precisamente, a través de esa potenciación de lo concreto, los cuerpos, los rostros, las miradas: los rostros de Ronit y Esti cabeceando al son de la música de The cure, mientras sus miradas escarban en las caricias compartidas del pasado; la saliva que Ronit escupe en la boca de Esti, como la antimateria de una ostia sagrada; el primerísmo plano sobre el rostro desesperado de Dovid, como un prisionero que forcejea con los quistes de su tradición, cuando subordina el despecho de sus propias emociones a la justicia del acto razonable; la mirada de Ronit, conmocionada, como si se dotara de la vida que no creía ya posible, cuando un beso le hace sentir que una despedida no es sino una interrupción que, en esta ocasión, no será indefinida, sino simplemente pasajera. Tatuarán el cuerpo de sus sentimiento con su libertad de decisión.
La hermosa canción Lovesong de The Cure
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