domingo, 4 de marzo de 2018
Gorrión rojo
La coreografía de la vida y sus zancadillas. La coreografía de la vida tiene sus reglas básicas: a cada paso de baile le corresponde una zancadilla. Sea en el escenario que sea, sea el de una representación, un trabajo o el amor, sobre cualquier paso de baile pende la amenaza de una zancadilla. Puede parecer un accidente, pero no será sino una escenificación que disimule lo que realmente es, un avieso intento de complicar o dañar la vida de otra persona. En 'Gorrión rojo' (2017), de Francis Lawrence, Dominika (Jennifer Lawrence) es una bailarina que sufre un accidente en pleno escenario que la imposibilitará de por vida para la danza. Pero lo que parece un accidente fue intencional, y la traición es doble, porque su compañero de baile, también su pareja fuera del escenario, mantenía una relación con otra bailarina. Es decir, más allá del escenario hay otro que no aparenta ser un escenario pero lo es. Violencia, daño, rivalidad, competitividad, pulso de poder. La realidad precaria, sin recursos, esa que deja al desnudo, en la intemperie, cualquier escenario, en la que queda expuesta Dominika, quien tiene que mantener además a su madre impedida, determina decisiones desesperadas, decisiones que implican subordinarse a otras voluntades, sea la de alguien, un tío, Ivan (Matthias Schoenaerts), o un Estado o Patria, que vienen a ser ingredientes del mismo escenario de imposición y abuso.
Dominika se convierte en una agente gubernamental, cuya voluntad, cuyo cuerpo, está al servicio de esas decisiones ajenas, por lo que puede ser penetrada por cualquiera, humillada de cualquier forma, porque, como le indican en la instrucción que recibe como 'Gorrión rojo', aprendiz en el sistema del servicio secreto ruso, sus emociones son irrelevantes, como su voluntad es una página en blanco que debe ser redactada, ordenada, por quienes dictan su realidad, que ya es cumplir las misiones que le sean encomendadas. Es un peón que puede servir para matar a quien resulta molesto para las instancias del poder, o para lograr averiguar, a través de un agente extranjero, el estadounidense Nate (Joel Edgerton), el nombre de un 'topo' en las altas instancias del poder. Su cuerpo puede sufrir las vejaciones que sean, para aprender que es nada, o para resistir los embates de las torturas que pretenden extraer de ella la información que puede portar. Todo es una cuestión de poder, y ella debe asumir que se encuentra en la posición más baja del tablero, esa en la que cumple su función de subordinada, de cuerpo que puede ser utilizado para conseguir la información necesaria, como si fuera un cuenco hueco, meramente funcional, sin sentimientos propios. Por ello, en un escenario en el que resulta complicado discernir cuál es la posición real de cada uno en el tablero, qué intenciones reales disimulan, qué estrategias y tácticas urden para conseguir propósitos difusos, quizá sea conveniente adaptarse, para utilizar los mismos ardides. No ser un cuerpo sino una máscara flexible que sabe disimular las zancadillas tras los aparentes pasos de baile que parecen seguir una coreografía predeterminada.
Por su sobria planificación, la larga duración de los planos, por su enmarañada dramaturgia de apariencias en abismo, responde al patrón de ciertas obras del subgénero de espías de la década de los sesenta o setenta, digamos, por ejemplo, 'Funeral en Berlín' (1966), de Guy Hamilton. Pero si ésta, revisada hoy, mantiene su aguda mordacidad, incluso sobre las mismas convenciones genéricas, las convenciones pesan como una patina desgastada en 'Gorrión rojo'. Aunque la acción transcurra en nuestros días se adhiere en la retina la sensación de visitar un mausoleo de convenciones escasamente ventiladas, incluido, como en la reciente 'Atómica' (2017), de David Leitch, con la que también comparte rival escénico ruso y protagonista femenina, un reajuste final, a modo de capas de muñeca rusa, nunca mejor dicho, de la perspectiva sobre el relato desde lo omitido o insinuado de modo parcial. 'Gorrión rojo', a diferencia de la febrilidad percutante por la que opta la obra de Leitch, intenta ser más seca y cortante, como esas penumbras recurrentes en tantas composiciones, pero la gravedad no logra evitar la sensación de que falta precisamente cuerpo dramático. La nuclear relación entre Dominika y Nate se diluye en la indefinición, incapaz de dotarla de la necesaria turbiedad ambivalente, esa en la que parecen oscilar, o flotar, unos personajes que esconden sus propósitos e intenciones entre máscaras difusas. Su sobriedad estilística no se revela como una epidermis que contiene la turbulencia que se agita, como los cuerpos y las emociones que una y otra vez se degradan. Parece más un papel de celofán con figuras adheridas. Hay un personaje que desuella la piel, hasta llegar al hueso, como forma de tortura, pero es lo que le falta transmitir a una narración demasiado comedida, como si hubiera neutralizado la convulsión de las heridas.
Otra cuestión aparte, ahora que coincidirá en cartelera con 'La muerte de Stalin' (2017), de Armand Ianucci, es la recuperación del escenario ruso como tablero de juego de confrontación. En cierto momento, Matron (Charlotte Rampling), la instructora de los 'gorriones rojos', señala que la Guerra fría realmente no terminó sino que simplemente se diseminó en múltiples añicos. Y hay algún gerifalte que apunta que en las acciones indagatorias, en busca del 'topo', hay que procurar no contrariar a Estados Unidos, para evitar conflictos directos. Por otro lado, de nuevo, el escenario ruso es el epítome de la anulación del individuo, convertido en un mero envase que ni siquiera es cuerpo, sino función que soporta cualquier degradación ya que es un mero peón que cumple su cometido. Ante el estreno de 'La muerte de Stalin, las instancias del poder político, pero también cultural, ruso han mostrado su indignación por una distorsión que consideran intencionada, parte de un complot para desacreditar a Rusia en el escenario geopolítico. Ciertamente, obras como las últimas, y excelentes, obras de las sagas de James Bond y 'Misión imposible' han destripado y puesto en cuestión las inconsistencias y corrupciones de las instancias del poder occidental. Aunque las acciones de los servicios secretos estadounidenses, en 'Gorrión rojo', se definan por la torpeza llama la atención esta recuperación del escenario ruso como expresión de las más pérfidas abyecciones y crueldades. Quizá mero recurso de convenciones desgastadas a las que se recurre, valga la paradoja, como renovación de escenarios de confrontación. Quizá mera casualidad, por lo que, como con 'La muerte de Stalin', no haya que enfocar en lo concreto, en el contexto, sino en su dimensión abstracta. Por eso, simplemente, quizá haya que ver, o sea más sustancioso afrontar, 'Gorrión rojo' como un reflejo de la anulación de las voluntades, aprovechándose de su precariedad e indefensión, por los poderes fácticos.
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