domingo, 18 de marzo de 2018
El jardín del diablo
'El jardín del diablo' (Garden of evil, 1954), de Henry Hathaway, con guión de Frank Fenton, es un western extraño, o en el que alienta cierto sutil extrañamiento, como si se cruzara otro mundo (y en el que es capital la partitura de Bernard Herrmann). Se conjuga una vena fantástica que no acabara de brotar del todo, y hacerse manifiesta, con la inmediatez que transpira la concisa narración que imprime Hathaway, que no está exenta de un enrarecido distanciamiento, como si se mantuviera en permanente contención. Ya su inicio, con esos acordes de la música de Herrmann que evocan venideros del 'Vértigo' (1958) de Alfred Hitchcock, nos sitúan en una situación anómala, en el mismo género, y para los personajes. Tres hombres desembarcan en un poblado mejicano porque el barco en el que viajaban hacia California (en busca de oro) ha sufrido una avería, que además parece indefinida (un estado de indefinición, de suspensión en el tiempo y en el espacio, que se extiende a la propia narración). Parecen encallados en tierra de nadie, en un mundo extraño para ellos. Un trayecto se interrumpe, y propicia la toma de un desvío.
Los personajes quedan ya definidos en su misma presentación, por sus reacciones a la imprevista situación. Luke (Cameron Mitchell) evidencia su temperamento colérico, tenso y susceptible: inquieto interpela al capitán del barco por una respuesta no aproximada sino más concreta que determine cuánto va a durar su situación, que ya se percibe le exaspera por su incertidumbre e inmovilidad; Fiske (Richard Widmark) revela su talante irónico, y más templado, de jugador, ante una situación de incertidumbre, que tantea y escruta para disponer de una perspectiva precisa; Hooker (Gary Cooper), con desapego, igual de flemático, por lo que pronto conecta con Fiske, asume que se van a dedicar a hacer nada en ese mes que parece tienen que permanecer en 'espera'; a su vez, resulta más escurridizo, como el jugador que sabe disimular qué juego lleva (por cómo elude las preguntas curiosas de Fiske sobre su pasado).
En territorio extraño, irrumpirá pronto lo imprevisto, lo extraño, que quiebra esa suspensión, o que parece ofrecer la elusión de ese 'encallamiento' que implica desperdicio de tiempo y anhelos (en hombres con un ansía, que les había puesto en movimiento: la codicia de conseguir oro). Una mujer irrumpe en el bar en el que se encuentra. 'Aparece', para proponer que le ayuden a rescatar a su marido, que ha quedado atrapado en una mina en la que intentaba extraer, precisamente, oro. Claro que implica varios días de viaje, y además en un territorio peligroso, en el que pende la amenaza de un probable ataque los indios (que lograron expulsar a aquellos que quisieron asentarse en su territorio). Es como si el destino hubiera realizado un cambio de escenario y trastocado la línea recta (el viaje en barco) hacia la consecución de sus deseos por la línea sinuosa y accidentada. Como si se tornara en un viaje en el que se enfrentaran con la propia naturaleza, con el propio instinto, con la codicia visceral que define al ser humano en su condición primitiva. Como extensión, el deseo hacia la mujer. Del mismo modo que con el oro que codician, el deseo les puede obnubilar, o 'raptar', ya sea para conducirse de modo atropellado, como Luke, o incluso para inspirar la inclinación sacrificial, por muy flemático que se sea, como es el caso de Fiske. Es el propio sujeto el que se enmaraña él sólo en sus acciones. El oro o la mujer son las pantallas que detonan sus reacciones. Y cada uno lo hace de un modo distinto.
La naturaleza, los espacios, cobrarán una presencia fundamental (propulsado por las exquisitas composiciones, habituales en Hathaway, y el gran trabajo de dirección de fotografía de Milton Krasner): una inmensidad en la que los personajes son gotas minúsculas, como lo es la arrogancia de la codicia humana (como el ser humano parece minúsculo ante los instintos, deseos o las emociones que les superan). Son espacios a cruzar, y superar, espacios en los que siempre pende la amenaza: ese desfiladero que cruzan como umbral de acceso a ese otro mundo, ese abismo que hay que evitar: admirable el momento en el que saltan con su caballo uno tras otro sobre una grieta en el saliente, y al último se le cae una sartén, que todos contemplan como el abismo en el que pueden caer en cualquier momento; al respecto, cómo Hathaway planifica con contrapicados los planos sobre los jinetes, que hace más presente, físico, el vacío en el que pueden precipitarse. Hay monasterios en ruinas, abandonados, o campanarios que asoman entre la lava que sepultó a la iglesia y al poblado entero. Vestigios de una humanidad que fue desterrada, pues este espacio que parece deshabitado, en su sentido amplio, como si fuera el de otro universo o dimensión, es el mundo que hubiera sido arrasado por la codicia, que implica desprecio al otro, y en el que la generosidad o el sacrificio, la preocupación por el otro, se convierte en un cuerpo extraño. Es lo que expresa Hooker en los planos finales ante el crepúsculo, como quien escupe, después de haber sido testigo de un hermoso gesto sacrificial: si la tierra hubiera sido de oro, los humanos se hubieran destrozado entre ellos por un trozo de tierra.
Dos composiciones de la excepcional banda sonora de Bernard Herrmann.
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