sábado, 17 de marzo de 2018
El insulto
El monopolio del daño. En muchas confrontaciones, sean individuales o colectivas, una de las cuestiones fundamentales en disputa es el monopolio del daño. Los actos, las reacciones, se justifican fundamentadas en un sentimiento de agravio o de ultraje. Según su perspectiva, en ese escenario dramático, o dramatizado, el otro, la otra facción, carece de esa justificación. Aunque en muchos casos, ese otro, esa otra facción, justifica sus actos, sus reacciones, en el mismo sentimiento, como si fuera un reflejo en el espejo que ignora su condición de reflejo. Por eso, la lid por la posesión del papel de víctima en ese escenario de contienda nutre la pervivencia de esa beligerancia por ambas partes. En nuestro mismo país hay algún ejemplo de esos escenarios de disputa por cuestión de identidades nacionales (ese accesorio que, como buen espejismo, evita la confrontación con el hecho de que sustancialmente más bien estamos repetidos como los cromos, dejando de lado alguna singularidad como excepción a la regla). Otro es el que refleja la producción libanesa El insulto (2017), de Ziad Doueiri. El escenario específico de contienda es la pugna por ese monopolio del daño entre los cristianos libaneses y los refugiados palestinos.
La concreta lid que adquirirá esa condición emblemática tiene que ver con un propósito de intervención, que desde otra perspectiva es intrusión, en un espacio privado. Yasser (Kamel El Basha), palestino a cargo de las obras en una calle, solicita a un vecino, Tony (Adel Karam), cristiano libanés, permiso para modificar unas tuberías instaladas de modo incorrecto en su balcón. Pero Tony les niega acceso a su hogar. Por lo que Yasser, justificado en la incuestionable evidencia de la inapropiada instalación, decide realizar la necesaria modificación, lo que suscita la reacción iracunda de Tony, que destruye la nueva tubería instalada. Ante tal desaforada reacción Yasser responde con el insulto. Y a partir de ahí una minucia se va transformando en una gran bola de nieve que necesitará dirimirse en los tribunales de justicia, en donde la contienda individual transciende a la colectiva, como representantes de unas inquinas y unos sentimientos de agravio que se arrastran desde décadas atrás.
La narración se estructura a través de los reajustes de las perspectivas sobre el escenario de esa contienda, a medida que se revelan capas o niveles emocionales en las motivaciones. Del mismo modo que, en cierto momento, como emblema retórico, se revela el vínculo afectivo o sanguíneo entre el fiscal y la abogada defensora. El dato amplifica la comprensión sobre las implicaciones de uno y otra en ese juicio (en particular por qué ella decidió defender al acusado). Si en primera instancia se enfoca sobre lo que parece una desorbitada reacción en quien porta de modo permanente un severo y colérico gesto de agraviado, Tony, y se abunda en las persecuciones o incomprensiones que sufren los refugiados palestinos, posteriormente, en su desarrollo dramatúrgico, de modo figurado, se abrirá encuadre, como si se realizara un movimiento de cámara que retrocede para ofrecer una más precisa visión de conjunto. Y la motivación personal entra en escena, el sufrimiento por el padecimiento de una intervención violenta que irrumpió y desfiguró un escenario íntimo, lo que posibilitará el enfoque preciso sobre el por qué de esa reacción airada, que parecía tan excesiva, de Tony. De este modo, la obra, con su sinuoso recorrido, y sus variaciones y ampliaciones de ángulos, conjuga ambas perspectivas, como quien desanuda una maraña, y así ambos sentimientos de agravio convergen para evidenciar que ni uno ni otro detentan el monopolio del daño. Unos sufrieron el Septiembre negro y los otros la masacre de Damour. La comprensión del sufrimiento del otro, equiparable al propio, es lo que posibilita y propulsa la mirada conciliadora.
El insulto recurre a las convenciones del subgénero de los dramas de películas de juicios, porque parece que el escenario de un proceso judicial se revela idóneo para un litigio o una contienda de ideas con resonancias emblemáticas que atañen a un conjunto social . En el 2014 se estrenó otra película de esas latitudes, la sugerente producción israelí Gett: El divorcio de Viviane Ansalem, de Ronit y Schlomi Elkabetz, en la que se ponía en cuestión que la petición de divorcio realizada por una mujer necesite el consentimiento del marido y que tenga más peso la determinación de los rabinos que de los tribunales (es decir, el peso o quiste de una tradición). Si los modos expresivos de la película israelí son más bien austeros, como su mismo despojamiento escénico, El insulto opta por un dinamismo de montaje, incluido uso de la música, característico de cierta ortodoxia narrativa y dramatúrgica de producciones estadounidenses definidas por el propósito bienintencionado. Por eso, deriva en una catarsis dramática, con el consiguiente parlamento ante el tribunal, con flashback incluido, que modifica y amplia la comprensión de la motivación de los implicados, y una resolución que apuntala, como dirección necesaria, un escenario a través de dos miradas que se sonríen. Es decir, está más cerca de obras como Philadelphia (1993), de Jonathan Demme, o Algunos hombres buenos (1992), de Rob Reiner, que de la rugosidad dramática, y sus lacerantes sombras, de Veredicto final (1982), de Sidney Lumet, o el irónico juego sobre la difusa, y huidiza, condición de la verdad, y la primacía de la puesta en escena como dinámica de realidad, de Anatomía de un asesinato (1959), de Otto Preminger. Este es un cine de direcciones predeterminadas, de opciones delimitadas en sus contornos, por la necesidad. Por ello, se articula a través del eficiente uso de convenciones narrativas asimiladas como vaselina que facilite el acceso a la consecución de una finalidad que esterilice un virus demasiado extendido: inocular la necesidad de conciliación sustentada en la comprensión del sufrimiento del otro como reflejo del propio. El daño carece de monopolios.
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