sábado, 3 de febrero de 2018
Alto, bajo, frágil
En ‘Alto, bajo, frágil’ (Haut, bas, fragile, 1995), de Jacques Rivette, Ida (Laurence Cote), no sabe quien es, aunque a los demás les recuerda siempre a alguien. Mira hacia atrás, pero no ve nada, sólo un agujero negro, en el que sus piernas no tienen pies. Delante tiene un espejo, un mundo en el que transita, intentando encontrarse entre la maleza de reflejos, intentando encontrar a su madre, intentando averiguar quién cantaba una canción cuya melodía se ha engarfiado en su mente. Intenta dotar de una melodía definida a su vida. Ida no es de las tres protagonistas quien más tiempo ocupe en pantalla, pero de algún modo, esquivo, como un enigma que nunca dejará de estirarse en las sombras, es su aliento, la interrogante que quiere hacerse danza, el escenario que quiere ser realidad, como un verbo que al fin logra conjugarse. Máscaras, reflejos, identidad. Lo real es relacional.
Hay un bar en el que canta Sarah (Anna Karina), que se llama Backstage (bastidores), y Roland (Andre Marcon) tiene un negocio que implica suministrar atrezzo para los escenarios teatrales. Habilita, convierte en habitables, en apariencia de habitable, los decorados vacíos, como los fantasmas los de la vida, los de la mente, ese vaho que se intenta condensar para precisar quiénes somos en esa extraña trama que es la vida, de callejones sin salida o hendiduras imprevistas. De un cajón, en la empresa donde trabaja como mensajera, extrae Ninon (Natalie Richard) un dinero. En otro, secreto, hay unos papeles fundamentales que pueden desvelar los negocios sucios del padre de Louise (Marianne Denicourt).
Louise ha salido del hospital hace poco, ha recobrado su cuerpo tras estar un tiempo en coma. Debe habilitar el decorado vacío de su vida, un reinicio. Ninon nos es presentada como un cuerpo que danza, que le gusta desplazarse, agitarse. Es testigo de un crimen, huye, cambia de escenario, se convierte en otra. Es un cuerpo que se modifica, que busca el cambio, que se transforma, que quiere dejar de ser fantasma, de ser clandestina; no quiere ocultarse, le gusta exponerse, quiere ser ‘descubierta’ por la mirada que la reconozca como pareja de baile, no como testigo de una muerte.
En un momento dado, los personajes comienzan a cantar, y bailar. Mientras Ida intenta averiguar a quien pertenece aquella canción que no logra identificar, las conexiones, sus tanteos y exploraciones, que se gestan entre Louise y Ninon, o Ninon y Rolando, o más tarde entre Louise y Lucien (Bruno Todeschini), se manifiestan en canciones y bailes. Anhelamos ser cuerpos, danza, canción. Lucien seguía a Louise. Alguien sigue a alguien porque le vigila, como ángel protector, o porque le acecha, quizá porque se ha quedado prendado, y persigue una obsesión. Ambas razones son ciertas con respecto a Lucien, aunque en principio fuera la primera, pero, imprevistamente, se dio la segunda. Se hacen cartografías, previsiones, planes, pero el azar, lo imprevisto, también juega. ¿Quiénes somos? ¿Quiénes parecemos? La identidad es algo extraño, sin duda frágil, más cuando se hace evidente que nos desplazamos entre escenarios, intentando descifrar lo que se hila entre bastidores. Buscamos dar nombre, pero sobre todo cuerpo, a esa melodía que perseguimos y que quizá nos haga sentir presencia, música y danza. O quizás la encontremos, y prefiramos salir corriendo. Podemos ser altos, o bajos, pero en la caja que nos porta en la vida nunca dejará de poner ‘Frágil’.
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