viernes, 2 de febrero de 2018
Al margen de la vida
Carne e ilusión, es la traducción de esta muy sugerente obra compuesta por tres relatos, de cautivadora atmósfera fantástica, entre lo tenebroso y un fronterizo romanticismo, ‘Al margen de la vida’ (Flesh and fantasy, 1943), de Julien Duvivier. Cómo distinguir la carne de la ilusión, cómo diferenciar el rostro de la máscara, cómo podemos discernir en qué medida el destino está predeterminado o es nuestra voluntad y decisión la que puede determinar los acontecimientos. Entre la carne y la ilusión, se enrosca la maraña de la sugestión. La realidad se convierte en un movedizo pasaje en el que los signos flotan sin que podamos sentir o tener la certeza de su sentido, y el discernimiento se precipita en una espiral en la que la especulación se enmaraña en un abismo de posibilidades, que deriva en la enajenación, en la mirada ofuscada que ya sólo proyecta las interferencias que le dominan. Lo que puede parecer el gesto amenazador de la muerte, no era sino la sorpresa de verte en otro lugar diferente a donde estabas destinado a morir, precisamente el lugar al que huyes de la muerte. ¿Hay signos premonitorios? ¿Sueños o adivinaciones y presagios que nos marcan a fuego vivo de modo ineluctable sin que podamos intervenir en el desarrollo de los acontecimientos?
En el relato inspirado en ‘El crimen de Lord Arthur Savile’ de Oscar Wilde, Tyler (Edward G Robinson) pierde el paso en su vida cuando Podgers (Thomas Mitchell) lee en su mano que va a realizar un asesinato. Tyler se obsesiona, como si esa adivinación fuera algo ineludible de la que no puede escapar, aunque no pueda imaginarse a quien entre las personas que conoce pueda matar y por qué. Esa enajenación está admirablemente expuesta, en las expresionistas y dislocadas composiciones visuales, y, en particular, en el diálogo que tiene consigo mismo, con su reflejo, el cual aparece en espejos, cristales de las gafas o farolas, o sombra, como cuando esta se reclina sobre él, sentado en un sofá. Es la escisión mental resultante de quien piensa que no puede dejarse sugestionar y a la vez desespera porque está obsesionado por el control. Tal premonición se convierte en una fisura perturbadora en la pantalla de su vida, como una espada de Damocles que pende sobre él, exasperantemente incierta, así que para contrarrestar esa agónica incertidumbre ¿por qué no pensar en quién matar para adelantarse a lo que piensa que es inevitable? Tyler se va extraviando en las brumas de su mente ( y así la resolución tiene lugar entre las brumas, y en un puente, para alguien que ya no sabe qué dirección tomar, cómo diferenciar lo real de la consideración generada por la sugestión o enajenación.
El gran Gaspar (Charles Boyer), es un artista de la cuerda floja en un circo que una noche tiene un sueño en el que se precipita en el vacío en uno de sus números sobre la cuerda, tras escuchar el grito de una mujer entre el público, a la que casualmente conocerá en un transalántico, Joan (Barbara Stanwyck) ¿Eso indica que se va a realizar lo que ha soñado? Por añadidura se siente atraído por esa mujer, se enamora de alguien que se comporta de modo escurridizo, como si huyera de algo o alguien. La realidad se manifiesta como un abismo en el que te desenvuelves sobre una cuerda floja, sin saber si llegarás al destino, aunque ¿cuál es éste? La voluntad se puede mantener firme y no dejarse sugestionar por unos miedos, pero siempre hay un resquicio que no se puede controlar, ese espacio movedizo en el que transitan las voluntades de los otros, las otras singladuras. En el fragmento que sirve de introducción, y de enlace, Doakes (Robert Benchley) comparte con otro socio del club sus dudas sobre qué hacer, ya que alguien ha realizado una predicción sobre su futuro y en cambio en un sueño ese futuro se presentaba de modo opuesto. ¿Qué decisión tomar?. Este fragmento se añadió cuando el estudio cortó otro relato, con el que se comenzaba la obra, en el que un asesino fugado encontraba refugio en una montaña, en la que vivía una mujer ciega con su padre, y que finalizaba con una persecución del hombre a la mujer en medio de una tormenta (el fragmento se ampliaría en una obra que dirigiría Reginald LeBorg en 1944, ‘Destiny`). Este fragmento breve añadido contrasta con el resto de las tres historias, ya que su tono es más distendido, burlón, y explicita una pauta en la narración.
Aunque el substrato, más allá de cuestiones de sueños y adivinaciones, está en el extraordinario primer relato, que ahonda en la sugestión como reflejo de nuestras propias carencias o frustraciones, que convertimos en amargura, una insatisfacción con nosotros mismos, que transferimos, como ácido, en forma de agresividad en el trato a los demás. De algún modo es como si hubiéramos creado una máscara que se ha hecho nuestra carne. Es lo que le sucede a Henrietta (Betty Field), que se siente fea, por lo que ‘es’ fea (magnífico cómo expresa esa sensación de fealdad a través de las contraluces; como si ya no emanara luz de ella; prodigioso el trabajo fotográfico tenebrista de Stanley Cortez y Paul Ivano en todos los relatos), y su forma de actuar con los demás es como si escupiera un reproche al mundo por ser así (aunque sea más por sentirse así). Es el relato que apuesta de modo más manifiesto por la ambigüedad de lo sobrenatural. Lo que se evidencia ya en su fabulosa introducción tenebrosa, como un tajo entre lo real y el sueño, en la que unos enmascarados, que festejan el carnaval, encuentran un cadáver en el río.
En tal movedizo extrañamiento de lo real, que alienta lo posible, puede irrumpir una enigmática figura, el dueño de una tienda de máscaras, que parece saber mucho sobre las frustraciones (la carne) y los sueños de Henrietta, cómo ama a Michael (Robert Cummings) desde la distancia, como un imposible. Ese singular hombre, una 'aparición' (como esos fuegos artificiales que surcan en el cielo cuando la alude en la orilla del río donde han encontrado el cadáver, como si ahora se pudiera posibilitar una ‘resurrección’ de Henrietta), le plantea que use una de las máscaras, pero sólo hasta medianoche, y que actúe no pensando en ella sino en los otros, y así la transfiguración se ‘realizará’. Son bellísimas las secuencias que comparte en ese carnaval con Michael, alguien que también se siente cansado, frustrado, y ha decidido romper con todo, marchándose, porque no cree posible que sus ilusiones se realicen. Henrietta, tras la máscara, se debate entre dejarse llevar por lo que siente o preocuparse de alentar, de apoyar, aunque implique no satisfacer su sueño; el amor genuino actúa sin esperar la correspondencia. ¿De qué nos enamoramos, de una máscara, de un rostro que entrevemos entre los resquicios de la máscara? ¿Dónde se da el encuentro entre los reflejos, ese que supone la fusión de las carnes, de dos miradas que se exponen?
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