jueves, 11 de enero de 2018
Tres anuncios en las afueras
Tumores y heridas de un país. Hay una herida, o un tumor, como un cuerpo abrasado al que se viola mientras agoniza, que se propaga por un país como una segunda piel encubierta, como si fuera relegada a las afueras donde nadie prefiere transitar, las afueras de lo que se prefiere ignorar, o no se quiere afrontar, las afueras donde se apilan muebles arrumbados como quien oculta la corrupción asimilada y maquillada como normalidad, las afueras del grito de protesta que se amordaza, por miedo o falta de determinación. Hasta que alguien dice no. Unas heridas o tumores que se extienden más allá de las fronteras de ese país, allí donde quiere imponer su voluntad, allí donde maquilla sus intereses codiciosos con cruzadas morales. Pero las guerras no sólo se dirimen fuera, como espita conveniente, sino en el interior: la negación del otro no sólo se realiza en y contra el exterior, con el que califican de rival o posible invasor, sino en el interior, sea por diferencia étnica o tendencia sexual u otra cuestión identitaria. En 'Tres anuncios en las afueras' (2017), de Martin McDonagh, Willoughby (espléndido Woody Harrelson), el sheriff de la pequeña población de Missouri, Ebbing, dice en cierto momento que si despidiera a cualquier subordinado que fuera racista, se quedaría sólo con tres, que seguramente serían homofóbicos. Las fobias son parte consustancial de un entramado social que establece cercados no visibles, pero bien manifiestos en las actitudes.
Hay una mujer que raramente sonríe, Mildred (extraordinaria Frances McDormand), que decide hacer visible su disconformidad. Las afueras se abren como un abismo y dejan entrever las entrañas podridas de un país, y hasta donde se extienden. Mildred contrata tres vallas publicitarias en un tramo de carretera escasamente transitado, en los márgenes de la misma periferia. No son anuncios sino una denuncia, en forma de tres frases, por la falta de resultados en el esclarecimiento de la muerte de su hija adolescente, quemada viva y violada mientras agonizaba siete meses atrás. La herida aún abierta de su dolor no se resigna a convertirse en margen e impotencia, por lo que se subleva ante esa falta de resolución, sea por incompetencia o por negligencia. Aunque quizá lo sea porque la corrupción está tan extendida que cómo se va a reconocer la gota infectada en un océano contaminado. La falta de pruebas o testigos convierte al país en un semillero de posibles sospechosos. Y la conexión con actividades brutales, violaciones de características semejantes, que realizaron algunos soldados en la guerra de Irak señaliza no sólo las aberrantes consecuencias de esta en las mentes de los que participaron sino el mismo absurdo inconsecuente y corrupto de su motivación. El hecho de que Willoughby padezca un tumor maligno refleja cómo se mancilla cualquier atisbo de integridad, o aboca esta a la impotencia, por cuanto Willoughby se corporeiza como la actitud cabal y ecuánime que se ve desbordada por las circunstancias, su cuerpo y su mismo entorno. Ese entorno que gesta mentes cerriles como el oficial de policía Dixon (Sam Rockwell), mentes que quizá desperdician sus potenciales porque se dejan modelar por un entorno que convierte a sus habitantes en resortes de una misma mentalidad, esa que alienta la xenofobia o la virilidad chulesca que se afirma en la expresión de la violencia, sea en el entorno doméstico o frente a lo que considera un rival (por etnia, nacionalidad o inclinación sexual).
McDonagh, como en sus dos anteriores obras 'Escondidos en Brujas' (2008) y 'Siete psicópatas' (2012), sabe modular la narración sobre la alternancia o confluencia de diversos registros, el grotesco y el cáustico, el lírico y el siniestro, a veces en la misma secuencia, lo que propulsa el contraste, la mirada mordaz del extrañamiento que desestima la comodidad de los fáciles asideros en la consideración de cada uno de los personajes, porque propicia mirar a cada uno desde diversos ángulos, esos que se trazan sobre las paradojas o contradicciones, o sobre la posibilidad de la modificación o transformación de actitudes (no somos entidades rígidas). Empatizamos con el dolor de Mildred, pero no se deja de sugerir la amargura que la nutre, por la frustración de un matrimonio con un hombre que la maltrataba y que la ha abandonado por una chica de edad parecida a la de su hija, así como por los remordimientos por las fricciones que tenía con esta. En su misma actitud se dirime esa difusa frontera entre la insurgente reclamación de una justicia y la necesidad de un resarcimiento, más que una curación, que proporciona, sea como sea, la venganza. Dixon, por su parte, se revela como alguien capaz de transformar su actitud, más que por una cuestión ética, por una afirmación personal en sus capacidades desaprovechadas. En este sentido, como proceso de transformación alquímica, destaca la presencia del fuego. Un cadáver abrasado representa la abrasión de un agravio, pero aún más, de un dolor aún palpitante; las llamas que atentan contra los anuncios reflejan la suficiencia de una mentalidad dominante que no acepta la voz disconforme ni por extensión la sublevación ante un mismo sistema de vida; el incendio de la institución que no actúa acorde a unas necesidades es la expresión de un dolor que se torna en furia ciega; las quemaduras que sufre el cuerpo de la mente atascada en su sus impulsos más rudimentarios propicia la modificación interior de una actitud. McDonagh construye secuencias de hermoso lirismo, como el encuentro de Mildred con un corzo, o demuestra su capacidad de construcción narrativa con la confluencia y sucesión de registros, a veces contrapuestos (del doliente pasando por el grotesco, vía canción de Abba, al siniestro de la expeditiva acción violenta) en el montaje secuencial configurado sobre la lectura de la carta de (última) despedida que deja un personaje. Un muñeco de peluche en la orilla de un río condensa la integridad herida de un país.
Carter Burwell compone otra gran banda sonora con su característico estilo
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