viernes, 19 de enero de 2018
120 pulsaciones por minuto
Cuando las palabras son cuerpos que no quieren dejar de serlo. En 'La resurrección de los muertos' (2003), la opera prima de Robin Campillo, que inspiraría años después una más afinada versión televisiva, 'Les revenants' (2012-15), creada por Fabrice Gobert, 70 millones de muertos durante los diez años previos retornaban a la vida, 13.000 de ellos en la localidad francesa en la que se centra la acción dramática. La adaptación implicaba la recuperación de relaciones interrumpidas, aunque tal posibilidad estuviera empañada por el extrañamiento del desconcierto. Además, lo que se añora, o lo que se perdió, ¿cómo vuelve?¿qué relación hay entre lo que fue y lo que puede ser años después si a los vivos sí les afecta la posibilidad del cambio?¿Qué permanece, en suma?. En su tercera obra, '120 pulsaciones por minuto' (2017), unos vivos forcejean para intentar no ser los muertos anunciados por la contracción del virus que ha contaminado y afectado su cuerpo, el VIH. Dos décadas después retorna a las pantallas un acontecimiento que entre los ochenta y los noventa fue centro de atención mediática y sombra de opresiva influencia en la vida cotidiana, en particular, en la sexual (y que ya durante este siglo ha sido orillada, o relegada al olvido mediático, porque su pervivencia o amenaza acontece principalmente en Africa). Un acontecimiento, por otro lado, que implicó, en principio, que la homosexualidad se encontrara en el centro escénico del huracán, no sólo como víctima física sino como víctima del estigma de transmisor, como si fuera el exclusivo coto de propagación y padecimiento (cuando en Africa, por ejemplo, la predominante vía de transmisión ha sido heterosexual: es decir, en un caso u otro, por la no utilización de protección sexual).
La narración de '120 pulsaciones por minuto' se centra en el grupo activista gay ACT UP (AIDS Coalition to Unleash Power/Coalición del sida para desatar el poder), que se gestó en Francia en 1989, dos años después que en Nueva York, y del que formaron parte el propio director, y el coguionista. Philippe Mangeot. Su propósito: sacudir la indiferencia y paliar la ignorancia de instituciones y sociedad, para que se tomara consciencia de la real condición de la enfermedad (los diferentes modos de transmisión y sus principales afectados), se le dedicara la atención necesaria, se ejecutaran las pertinentes medidas de prevención, y se aplicara el adecuado tratamiento: al respecto, principalmente, combatieron el que consideraban erróneo o negligente enfoque de las empresas farmacéuticas (así como reclamaban que se reconociera a los enfermos como interlocutores legítimos).
Sus reuniones y debates, así como sus manifestaciones y actividades de protesta, se ven puntuadas por transiciones en las que sus integrantes bailan en la penumbra de luces estroboscópicas de una pista de baile, como cuerpos que no quisieran dejar de latir, que quisieran seguir siendo cuerpos en movimiento, como si sus contorsiones de baile fueran los espasmos de quienes, por ser seropositivos, sienten que su vida está amenazada por una muerte anunciada. Sus palabras y propósitos, reflejo de una condición colectiva, que no es sino el sublevado y rabioso, pero también desesperado, intento de contener la amenaza de una muerte que puede ser inminente, como una espada de Damocles que se cierne sobre ellos, encuentra su reflejo específico, singularizado, en una relación que se gesta y se consolida, y que se verá truncada precisamente cuando uno de ellos muere por la enfermedad. Dos cuerpos que entre sí contrastan, el bullicioso Nathan (Arnaud Valois) y el calmo Sean (Nahuel Pérez Biscayart). Sus cuerpos entregados al sexo se tornarán cuerpo sustraído de energía y dominado por las llagas y pústulas, cuerpo sin aliento al que el otro cuerpo, abatido por el lamento, viste por última vez, como lo hizo el propio Campillo con un novio.
Se podría considerar '120 pulsaciones por minutos' como un ejemplo de cine asambleario, ya que buena parte de su metraje se centra en los debates del grupo activista. Aunque estilísticamente, más que de la rutinaria y desmañada 'Tierra y libertad' (1995), de Ken Loach, esté más cerca de una obra de la que Campillo fue guionista, 'La clase' (2008), de Laurent Cantet, por su vivaz montaje, que intenta causar la impresión de realidad captada al vuelo, como si no fueran personajes sino personas cualquiera, y a la vez representativas, por eso no se ahonda particularmente en la caracterización de los personajes. Resulta más una narración arquetípica, en la que se dota más relevancia al conjunto, a la condición de colectivo, en el que las singularidades adquieren una puntual condición emblemática (el primero cuya enfermedad se agrava, y fallece; la relación sentimental entre dos de los componentes). En este sentido, ante todo, son sombras indiferenciadas, como las que bailan en la oscuridad, entre luces espasmódicas, que a su vez conforman un cuerpo, miembros de un conjunto. Claro que la cohesión narrativa se resiente de ese delicado equilibrio entre conjunto y singularidad, dando como resultado una narración descompensada e irregular, que se espesa en el bucle de la reiteración, aunque se propulse, de modo pasajero, sea con las mismas transiciones (valga la paradoja) o con la intensidad que sí brota en los pasajes finales de convalecencia y muerte, como si fuera el electrochoque que reanimara una narración cortocircuitada por una excesiva duración que propicia que deje en evidencia unas costuras de construcción narrativa y dramática no tan firmes y sí más bien redundantes.
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