jueves, 2 de noviembre de 2017
La trilogia sadiana: Horror en el museo negro, Circo de los horrores y El fotógrafo del pánico
Una mirada atravesada por las agujas que surgen de unos prismáticos. Una mirada que contempla en el espejo su rostro desfigurado, el resultado de una fracasada operación de cirugía estética. Una mirada, un ojo aislado, sin contexto, de expresión enajenada, que observa a través del visor de su cámara a una prostituta, a la que inmediatamente asesinará. Las dos primeras miradas corresponden a mujeres, la tercera a un hombre. Las dos primeras ejemplifican la pantalla, la consecuencia de la acción de unos artífices, de unos directores de puesta en escena, cuya mirada se representa en la del tercero. Padecen una infección que se podría denominar mirada escénica. Se caracteriza por la enajenación, la tortuosidad y una relación mediatizada con la realidad, como si fuera un escenario, el cual pretenden configurar, modelar, controlar.. A este respecto, la mujer corporeiza la condición representativa de campo de batalla en el que dilucidar la ilusión de dominio sobre la realidad. Las secuencias citadas corresponden a tres obras británicas de la productora Anglo amalgamated, regida por Nat Cohen. Horror en el museo negro (Horrors in the black museum, 1959), de Arthur Crabtree, Circo de los horrores (Circus of horrors, 1960), de Sidney Hayers, y El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960), de Michael Powell fueron calificadas por el crítico David Pririe, en su libro An heritage of horror (1971) , como integrantes de una trilogía sadiana, por su enfoque en el sadismo, la crueldad y la violencia con implicaciones sexuales.
Bancroft (Michael Gough), en Horror en el museo negro, es un periodista que convierte los asesinatos que urde en escenificaciones que reflejan su despecho. En su sótano dispone de una réplica del museo negro de Scotland yard. Para él las piezas expuestas en ese museo son los residuos de quienes fracasaron en sus actividades criminales, ya que fueron detenidos. Su particular museo representa su voluntad de desafiar a la autoridad de la realidad, de dominarla, convertir su infracción en éxito mediante la resolución efectiva de unos crímenes que no logren ser esclarecidos. Por tanto, la constatación de su superioridad y autoridad. Rossiter (Anton Driffing), en Circus of horrors, es cirujano estético y director de pista de circo (que denomina El templo de la belleza). Faceta y escenario se equiparan. Su pretensión es que la realidad, un rostro, un decorado, sean modelados y regidos por su voluntad. Mark (Carl Boehm), en El fotógrafo del pánico, es foquista en rodajes, fotógrafo de estudio y cineasta aficionado. Mark necesita la cámara como si fuera una extensión de sí mismo. Se siente desprovisto y expuesto sin ella, porque debe rodar, mirar a través del objetivo de una cámara, lo que llama su atención en el mundo. La realidad es un espacio de posibles, aunque siempre ajustada a lo que su mirada/encuadre destaque, seleccione. Pero su mente, su mirada interior, está desenfocada. Los tres son, a la vez, artífices y espectadores. Los tres comparten ambas posiciones o perspectivas, reflejo de su ensimismamiento. El mundo gira alrededor de ellos, cual escenario móvil. El mundo es una atracción de feria, una película o una pista de circo que dirigen, y los destinatarios son ellos mismos. Confeccionan, urden, gestan, para satisfacerse a sí mismos. Son obsesos o compulsivos del control y dominio de la pista, escenario o encuadre de la realidad, en la que no aceptan las fugas o contingencias, el rechazo o desprecio, o el reflejo de la propia distorsión o incapacidad.
La mirada escénica. El espejo, el prismático, el visor de una cámara: Reflejos, interposiciones. La mirada escénica vive entre reflejos: la realidad son esos reflejos: la realidad es un escenario sobre el que pretende e intenta ejercer la cirugía estética: el modelado y la reificación de lo deseable, el ajuste de la realidad a su voluntad. El escenario o pantalla de la realidad debe adaptarse a sus necesidades y requerimientos. Es una mirada distante, una mirada que interpone, una mirada que se relaciona con representaciones, una mirada enajenada, una mirada impositiva. No ve al otro, no le preocupa su deseo o voluntad, ya que es una representación, una pantalla que debe corresponder a su deseo, ilusión o capricho. El contraplano de la realidad, de esa pantalla deseada, debe realizar la réplica adecuada al plano, acorde a la voluntad de la mirada escénica. El contraplano debe constituirse en el reflejo demandado. La mirada del que aspira a ser director de puesta en escena de la realidad es tan arrogante como ajena. Se autoafirma en la imposición de su voluntad sobre la configuración o el desarrollo dramático de la realidad. Es una necesidad inflexible. No concibe limitaciones para el influjo. La realidad es un escenario que configura (y desfigura), que manipula y conforma, o más bien deforma (con la deformidad sensible y ética de su abyecta mirada). Por lo que la realidad, o pantalla deseada, que no complace, que no se adapta a su deseo o voluntad, será castigada, eliminada. Ese desquiciamiento, que fuerza la realidad mediante la violencia, evidencia la vertiente siniestra en la obcecada necesidad de controlar y modelar la relación con la realidad. Esa necesidad deviene infección, por cuanto el sujeto padece la compulsión de constituirse en artífice de un escenario en el que las pantallas deseadas son intérpretes que deben complacer. La enajenada mirada escénica, por tanto, revela la monstruosidad inherente a su condición de director de escena (de atrocidades y crueldades).
Espectadores en relación a su obra. Bancroft urde una serie de crímenes que aterrorizan la ciudad de Londres, y que suscitan el desconcierto de los investigadores de la policía, ya que no se deduce un patrón, una motivación, en la serie de crímenes brutales. Bancroft encuentra un estímulo en la afirmación de su inteligencia superior con respecto a los representantes de la ley de Scotland Yard. La posibilidad de acceso a la investigación, como periodista, le convierte en espectador de primera mano de ese desconcierto. Bancroft disfruta tanto como artífice como espectador. Su placer se amplia, más allá del logro de la escenificación (la urdimbre de un crimen se convierte en un escenario en el que manipula a los actores e influye en los hechos), en la congratulación de despreciar la incompetencia de los policías para esclarecer los crímenes. Rossiter admira el resultado de su creación en su templo de belleza, la pista del circo que él rige. Las mujeres, las artistas que actúan en ese escenario que controla, son muñecas que representan su logro, la consecución de una modelación que desafía a la realidad, a la naturaleza. Mark proyecta las imágenes rodadas durante los asesinatos, buscando en las imágenes distorsionadas de los rostros aterrorizados, esa expresión, esa imagen, que también impida que siga realizando los crímenes, como si buscara esa mirada definitiva, la mirada que se corresponda con la propia, la mirada, o encuadre, que refleje el horror que sufrió y del que aún no se ha desprendido. Quiere verse para al fin olvidarse, dejar de ser esa mirada huérfana, aterrorizada y desamparada. Pero no deja de sentirse insatisfecho porque la cura compensatoria de cada crimen resulta provisional, por tanto, insuficiente. No encuentra su reflejo por correspondencia.
Los tres comparten miradas tortuosas con respecto a las mujeres, reflejo de su mirada agraviada y acomplejada (Bancroft), de su siniestra idealización (Rossiter) y de su incapacidad de crear una relación armónica (Mark). Las mujeres son abstracciones. El campo de batalla en el que dilucidan su relación con la realidad, la ilusión de dominio sobre esta. El reflejo que les confronta con su deformidad interior, con la distorsión de su mirada. La expresión violenta del crimen refleja el desquiciamiento del desencuentro con la pantalla que constituye el cuerpo o la figura femenina, por lo tanto, con la realidad escénica. La crueldad y brutalidad de los asesinatos refleja la furia del despecho y la soberbia o la tortuosidad de la desesperación e impotencia. El crimen es un instrumento para apuntalar y remarcar su posición de poder, una negación. Si el contraplano no responde, es extirpado. A Bancroft le moviliza el despecho. Rossiter no acepta la sublevación de la voluntad que pretende sea complaciente: desea modelar las voluntades del mismo modo que modela los rostros. Mientras ambos personajes pretenden dominar el escenario de la realidad, Mark, en cambio, sí es un personaje en conflicto consigo mismo: busca la imagen que devuelva el reflejo de su herida interior y se siente imposibilitado para lograr articular un reflejo armónico. Esa tendencia de buscar en el otro el reflejo en el que reconocerse en el espejo, y crear la conexión excepcional, el enfoque privilegiado, como suele ser la idealización del amor, él la encuentra en la distorsión, en el reflejo deforme. Cuando se da la posibilidad de materializar una conexión con un reflejo armónico, sin distorsiones, colisiona con la imposición de su herida o trauma, que impide su realización. En correspondencia con la deformidad interior de los tres personajes, es recurrente la presencia de la deformidad física: cojera, rostros con cicatrices, o distorsionados en sus reflejos. Lo repulsivo y lo siniestro en la pantalla, materia, y en la mirada, actitud.
Horror en el museo negro. La idea de Horror en el museo negro corresponde al productor Herman Cohen, quien había leído varios artículos sobre el Museo negro de Scotland Yard. Escribió un tratamiento con Adam Kendell, y propuso dirigir la película a Arthur Crabtree por la obra de ciencia ficción que este acababa de realizar, Fiend without a friend (1958), y porque le consideraba un adecuado ejecutor de sus ideas. Claro que, durante el rodaje, el director no ocultó su hartazgo por la continua injerencia del productor, aunque tuviera que asumir quién tomaba las decisiones últimas, fuera en el color de las pared de los decorados o incluso en matices de la interpretación de los actores. Cohen quería a Vincent Price u Orson Welles para el protagonista, pero una de las dos productoras, Anglo-amalgamated, quería un actor inglés como protagonista ( y se percibe que Gough intenta, infructuosamente, transitar el histrionismo mayestático de Vincent Price). Cohen quedó tan satisfecho con la interpretación de Gough que requirió sus servicios actorales en cuatro ocasiones más. Incluso, en dos de ellas recreando el mismo tipo de interpretación o personaje que en esta. Para la coproductora, America International Pictures, fue su primera producción en cinemascope.
El periodista Bancroft recopila, en los sótanos de su hogar, una serie de instrumentos de tortura o asesinatos que configuran una variante del museo negro de Scotland Yard. Pero su particular instrumento, que él mismo ha generado, es el que considera su mayor logro, ya que utiliza a otro humano, su ayudante Rick (Graham Curnow), mediante la combinación de la hipnosis con los efectos de una poción que lo transforma en una criatura monstruosa, encarnación de la dualidad de el doctor Jekyll y Mr Hyde (Hide: lo oculto). Si ese museo es un espacio privado para la propia satisfacción, un espacio en el que no se permite espectadores ya que se considerarían intrusos (es el espacio íntimo, la afirmación del yo), ha urdido una dramaturgia que traspasa el umbral del deseo o de la simulación escénica. Urde una serie de crímenes que aterrorizan la ciudad de Londres.Bancroft se siente, por un lado, director de una atracción de feria que cautiva al espectador, que le mantiene en vilo y sobrecoge (por la retorcida concepción de sus crímenes). Y, por otro, se siente demiurgo, incluso taumaturgo, que domina el escenario de la realidad, tanto desde la distancia de la urdimbre como desde la proximidad de la ejecución. Controla tanto la planificación como la improvisación. Utiliza a otro para efectuar los asesinatos, como él mismo también es capaz de ejecutar el crimen pertinente. Con respecto a la improvisación, demuestra su diligente capacidad para resolver cualquier molesta eventualidad. No hay vacilación frente a la intrusión o interferencia de quienes deducen que él puede ser la mente urdidora tras los crímenes, sea cuando Aggie (Beatrice Varley), la dueña de la tienda de antigüedades, le chantajea porque ha advertido su marca en uno de los objetos utilizados para un crimen, o cuando su psicólogo, el doctor Ballan (Gerald Anderson), le amenaza con denunciarle a la policía, porque ha deducido por sus estados alterados, unos intensos temblores, tras los crímenes, que está involucrado en los mismos.
En la retorcida concepción cruel de los asesinatos que trama se refleja su tortuosidad, su cojera interior. De hecho, con los crímenes intenta también contrarrestar la amargura de sus frustraciones derivadas de su condición impedida (su cojera), por la que es objeto de irrisión y desprecio por parte de Joan (June Cunninghman), quien, como es de prever, será asesinada por la extensión instrumental de Bancroft, su transformado ayudante. Bancroft no quiere que le miren, en especial las mujeres, con repulsión ni desdén, sino con admiración. En esas despectivas miradas ajenas se siente impedido. Con sus crímenes demostrará su poder. No deja de ser significativo que el primer asesinato sea el de una mujer cuyos ojos son perforados por unas cuchillas que brotan como resortes de unos prismáticos: la mirada que le niega. Y que la segunda muerte, la de Joan, sea mediante el uso de una guillotina: el menosprecio verbalizado. Por eso, el último crimen que ordena realizar a su ayudante tiene lugar en la atracción de El túnel del amor, donde Rick apuñala a su novia, según las ordenes de Bancroft, por cometer la infracción de haberle mostrado su museo privado, su espacio íntimo, sin permiso. Rick es su extensión, un cuerpo que domina, y las mujeres representan la intrusión que desestabiliza ese orden que ha configurado y con el que orquesta la ilusión de que domina la realidad. Aunque, a veces, la rueda de la fortuna, en forma de noria, pueda devolverle, como el círculo que se encalla en su propio ensimismamiento, la revuelta del monstruo que había creado. Su monstruosidad radicaba en su seco corazón, en sus emociones impedidas y enturbiadas. De ahí que, significativamente, Bancroft muera por la puñalada que le asesta en su corazón su extensión desfigurada, el reflejo de su deformidad interior, el monstruo que había generado, su ayudante, o instrumento de crímenes, que salta desde la noria para apuñalarle certeramente en el corazón.
Resulta elocuente que el escenario de las atracciones de feria haga su aparición en la secuencia del desenlace. La visibilización de este escenario corresponde a la visibilización de su condición de monstruo. Bancroft, hasta entonces guarecido entre las sombras de su pérfida condición de artífice, se confronta con su desfigurado reflejo en el espejo. Es la culminación de un trayecto dramático que evidencia, y desmonta, un escenario, la dotación de cuerpo, y espacio, de su condición de monstruo de mente abyecta con ínfulas de dominio. Supone la confrontación sin retorno con una enajenación, la máscara desvelada en el mismo espacio que la evidencia, como si fuera la correspondencia con un espacio interior, con la representación de una mirada (en cuanto definición y proyección), la mirada escénica o ferial sobre la realidad, la distorsión que implica y ejerce esa mirada escénica. Porque Bancroft se relacionaba con el mundo como si rigiera una atracción de feria macabra y sangrienta que difumina y supera los límites entre escenario y realidad.
En esa significativa utilización estructural del escenario ferial como espacio conclusivo en el que se resuelve el conflicto entre aparentes opuestos que son complementarios y reflejos (distorsionados) se puede apreciar concomitancias con el desenlace de Extraños en un tren (Strangers on a train, 1950), de Alfred Hitchcock. El enfrentamiento final tiene lugar en otra atracción ferial circular, un tiovivo Durante su trayecto narrativo también cobra relevancia, en un pasaje crucial, un túnel del amor como espacio preámbulo del asesinato de una mujer. En la obra de Crabtree, la figura del monstruo físico posee la condición de instrumento, con lo cual no hay una tensión, hasta el desenlace, entre las voluntades de ambos personajes, entre artífice y criatura, sino sometimiento (una voluntad que se pliega a la otra, una voluntad que ejecuta lo que la otra desea). En Extraños en un tren sí se genera pronto una tensión en el forcejeo moral y emocional entre ambas voluntades, entre la voluntad del que reprime su deseo, el tenista Guy (Farley Granger) y la ejecución de ese deseo reprimido a través del desbocamiento del Otro, Bruno (Robert Walker), quien materializa su deseo como instrumento no requerido, como voluntad siniestra sublevada, la ejecución del inconsciente (como quien no afirma pero tampoco niega, como quien asiente a un loco que desvaría, Guy acepta la propuesta de Bruno de matar a sus mutuos incordios, la esposa que complica el proceso de divorcio y el padre, respectivamente). Y ese forcejeo moral y emocional adquiere la dimensión física, por tanto encuentra su resolución, en el enfrentamiento final en el interior del tiovivo desenfrenado. Su explosión es la correspondencia con esa implosión del conflicto interno de Guy (frenarse cuando se desea fervientemente acelerar), ese debate interior de deseos violentos que había materializado Bruno cuando asesinó a la mujer que suscitaba los enrabietados y despechados sentimientos que Guy reprimía.
El escenario ferial no deja de ser reflejo, también, de la puerilidad de ambos personajes (más aparente en la condición de niño rico consentido de Bruno, como denota la relación con sus padres). Así como reflejo de unas emociones no asumidas, amordazadas por unas máscaras sociales desnaturalizadas, como quien aún oscila, desequilibrado, entre el ser escénico y el ser natural, y por ello, escindido, otra variante del doctor Jekyll y Mr Hyde, entre el ser social y el ser oculto/congestionado. Al fin y al cabo, Guy destaca en otro escenario, el terreno de juego de una cancha de tenis en la que es jugador de élite, mientras que en la vida real, en el intercambio de pelotas del partido de tenis de una relación sentimental, pierde, lo que provoca en Guy (en lo que se asemeja a Bancroft) una reacción despechada, como niño no acostumbrado a perder o a que la realidad le contraríe, pero contiene su furia, esa furia desbocada que se hará cuerpo, o llama, en Bruno (no deja de ser significativo que Bruno use el mechero de Guy para hacerle chantaje), su monstruosidad manifiesta. Las sombras y la distorsión también se asocian con lo ferial (Bruno es su sombra, el reflejo de su distorsión interior): las sombras de la esposa de Guy, y la del acechante Bruno, se superponen en la atracción de feria del túnel del amor; el encuadre, de proporciones distorsionadas, del asesinato de Bruno sobre la esposa de Guy a través de las gafas caídas de ella (la mirada desenfocada, el instinto ofuscado, de Guy).
Circo de los horrores. Anglo amalgamated y American International Pictures unieron de nuevo fuerzas financieras tras el éxito de Horror en el museo negro. El autor del guión de Circo de los horrores es Charles Baxt, que había ejercido como dialoguista sin acreditar en La venganza de Frankenstein (1958), de Terence Fisher, y luego firmaría los guiones de El hotel del horror (city of dead, 1960) y Strangler's web (1965), ambas de John Moxey, o The shadow of the cat (1961), de John Gilling. Herman Cohen, guionista y productor de Horror en el museo negro, ejerció como productor ejecutivo, aunque no constara como tal. Según relató a Tom Weaver en Attacks of the movie monsters makers (1994), respetaba mucho a quien está acreditado como productor, Julian Wintle, pero consideraba que no tenía mucho conocimiento del género de terror. Fue Herman Cohen quien sugirió al actor alemán Anton Driffing como protagonista, encarnando a Rossiter, un cirujano plástico que se convertirá en director de un circo. La cirugía estética y la dirección de una pista de circo se equiparan en cuanto dominio y control de la realidad (El rostro del Otro y la realidad, pantalla y escenario). Tal faceta y tal escenario son regidos por Rossiter, o Schule cuando adopta la identidad de director de circo. Siente una atracción fetichista con los rostros desfigurados de las mujeres, deformados por las cicatrices o las señales de los estragos del ácido. Los remodela. Restituye su belleza, su apariencia intacta. Y esos rostros, esos cuerpos, adquieren la condición de creaciones, más que recreaciones, como si los gestara, como si fueran sus criaturas, extensión de su mirada. Son el encuadre con el que define la realidad. Pero si las mujeres optan por abandonar ese encuadre, esa pista de circo que domina, deberán ser eliminadas.
Rossiter nos es presentado como un cirujano plástico que huye de la persecución de ley tras el fracaso de una operación. La secuencia inicial muestra la hecatombe resultante de su trabajo de remodelación en el rostro de una mujer a la que ha operado, un rostro desfigurado, que parece derretirse como cera. Las combinación de circunstancias y azares propician la posibilidad de que se apropie del control de un circo, mediante previa eliminación del anterior dueño. Al circo lo denomina El templo de la belleza. Rossiter/Schule controla o domina la realidad/arregla los rostros femeninos o restituye su belleza/rige la pista de circo y consigue que predomine la belleza, lo apolíneo, o ese es su propósito o ansía, por encima del caos o lo accidental. La relación de Rossiter con la realidad, y por extensión, con las mujeres, no deja de ser abstracta. El cuerpo, en este caso más concreto, el rostro, es un espacio escénico que modelar. Definido como templo, evidencia que es un escenario ideal, por tanto, el que pretende cincelar, y la figura femenina su componente fundamental. No es una sublimación en cuanto anhelo de fusión o ruptura de límites en la unión amorosa. Sublima un escenario, anhela sobre todo la complacencia de su dominio. El templo más bien se consagra a él mismo a través de las figuras femeninas, según su configuración y posición en el escenario, siempre dependientes de él, réplicas que deben ajustarse, como entidades actuantes, a su escenario, representado en la pista del circo.
Si la mirada de la realidad, de la mujer, se enfoca hacia otro centro, hacia otra distancia, por lo que deja de ser complaciente, deberá ser eliminada (como Bancrofft en Horror en el museo negro: extirpar la mirada que me niega/guillotinar la mente que me desprecia). Por eso, no podrá asumir que las mujeres no acepten convertirse en extensión de su voluntad, como si además de su rostro esperara también modelar su espacio interior. Su declaración de abandono, o de buscar otras direcciones en la vida no dependientes de él, determinará su muerte. Si no puede poseer la belleza, prefiere destruirla, no que sea del mundo o de otros. De ahí que, reflejo de su relación escénica con la realidad, las ejecuciones, las muertes de esas mujeres, acaecerán en la misma pista del circo, como si no se evadieran de su pista o escenario mental. Es en estas secuencias donde refulge sobremanera la narración, en particular en la secuencia en que Rossiter/Schule provoca que fallezca la acróbata, Magda (Vanda Hudson), durante el número de lanzamiento de cuchillos.
Por otro lado, Rossiter/Schule dispone de dos ayudantes, hermanos, Martin (Kenneth Griffith) y Angela (Martha Hylton), que le veneran, o que cumplen su voluntad. El primero ejerce esa función de voluntad servil de modo equiparable a la de Renfield con Dracula o Igor con El barón Frankenstein. Ella, en cambio, actúa como cierta voz de la conciencia, pero amortiguada por el hecho de que está enamorada de un hombre que ignora y desestima su amor porque su mirada está (des)enfocada en los rostros deformados y heridos a los que puede restituir su belleza. La bestia, el instinto ciego que reacciona con su resorte y responde con despecho cuando la realidad, o la mujer, que además ha modelado, no complace, acaba superando a la razón manipuladora (reflejado en la pelea con el gorila en la secuencia del desenlace), equiparable en cuanto confrontación a la rebelión de la bestia/el ayudante de Bancroft. . El círculo se cierra: en la secuencia inicial huye en su coche tras realizar una operación quirúrgica que ha dejado desfigurada a una paciente. En la secuencia final esa mujer es quien le atropella con su coche. Su cadáver queda postrado bajo el letrero de El templo de la belleza.
En relación a Circo de los horrores y a Horror en el museo negro se puede considerar como una intersección otra producción de Herman Cohen, El circo del crimen (Berserk, 1967), de Jim O'Connolly. Con respecto a la primera, el escenario, y en cuanto a la segunda, la correspondencia entre la actitud o mirada cínica (la mirada que dejó de ver a los otros) y la proyección siniestra en un asesino (que parece generado por su falta), aunque en este caso en una protagonista femenina,. Cohen escribe de nuevo el guión, como en Horror en el museo negro, junto a Aben Kandel. En este caso, el entramado es más bien el del relato de intriga, un whodunit (¿quién lo ha hecho?), porque se prefiere jugar con la ambigüedad, con el reflejo de una monstruosidad interior. Se producen varios crímenes en el circo, y las principales sospechas se dirigen hacia la directora del circo, Monica Rivers (Joan Crawford), alguien que rige un escenario como si fueran piezas de un engranaje, alguien que mantiene las distancias e interpone obstáculos en el territorio de los sentimientos. Apuntala de ese modo su pulsión de control sobre la realidad. Por tanto, su falta de empatía, la facilidad con la que prioriza en ella la empresaria con respecto a la compañera (o integrante de equipo), su notoria falta de compasión, ya manifiesta cuando acaece la muerte del funambulista en la secuencia inicial, sedimentan la impresión y propician la sospecha. incluso entre el resto de la troupe, de que pueda realizar un asesinato sin vacilación.
Alienta también esa suspicacia generalizada que la primera muerte favorezca el incremento de beneficio de un circo en crisis, y que las muertes posteriores también resulten convenientes para ella de un modo u otro: primero, su socio, y amante, Dorando (Michael Gough), quien cuestionaba su insensibilidad y había amenazado con romper la sociedad y la relación. Después, Matilda (Diana Dors), cortada en dos en el número de magia de La mujer aserrada, quien no había dejado de manifestar abiertamente que sospechaba de ella como la autora de los crímenes, y, por último, Hawkins (Ty Hardin), el nuevo funambulista, y nuevo amante, el cual la había presionado, o más bien chantajeado, para ser su nuevo socio. Es la idónea sospechosa, por tanto, considerando su forma de ser o de sentir, la imagen que proyecta, como lo podía ser el iracundo protagonista de Frenesí (Frenzy, 1972), de Alfred Hitchcock, aunque en la obra de O'Connolly/Cohen se juegue con la ambigüedad hasta la conclusión del relato.
Desafortunadamente, la resolución acontece con demasiada precipitación, y señala a un personaje que ha entrado en escena en el último tercio, la hija, Angela (Judy Geeson). Aunque no deja de tener su mordaz significación: su criatura le devuelve el reflejo de su monstruosidad (como el ayudante a Bancroft y la desfigurada operada a Rossiter), la monstruosidad que genera con su insensibilidad, esa insensibilidad que interpone distancia con los demás. Para Monica es una coraza: cuando Hawkins demanda dar un paso adelante en el compromiso de su relación, ella pone el freno, señalando que hace tiempo perdió la capacidad de amar. Monica se ha convertido en una directora de escena que se desprendió de sus emociones y sentimientos, una mera figura escénica para quien la realidad está habitada por intérpretes y empleados, voluntades subordinadas, figuras que cumplen una función y que ejecutan un papel dentro de una representación. El ayudante de Bancroft en Horror en el museo negro era el reflejo distorsionado, la extensión del deterioro y enajenación interior de Bancroft; la hija de Mónica, del interior vaciado de esta, una mera máscara con vestuario de directora de pista de circo. Una mujer que optó por un funambulismo actoral, funcional, sin preocuparse de cuántos, a su alrededor, caían o no, por causa directa o indirecta de su vaciado emocional. La revelación de su hija como autora de los asesinatos no deja de ser el empujón que la precipite en el vacío. En este sentido, el abrupto final tras la revelación sí resulta efectivo. Figuras en la noche bajo la lluvia, la madre observa el cadáver de su hija electrocutada por un relámpago, como electrocutó su vida con su insensibilidad, tanto que había querido vengarse.
El fotógrafo del pánico. Anglo-amalgamated se encargo de la mayor parte de la financiación, con parcial aportación de fondos de National Film Finance Corporation. El productor Nat Cohen quería a Dirk Bogarde para el papel protagonista, pero la Rank Organisation, que le tenía bajo contrato, no quiso cedérselo. Una segunda opción fue Laurence Harvey, pero se descabalgó del proyecto en la fase de pre-producción. El Fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960), de Michael Powell, fue una obra que causó auténtica conmoción en su momento. Suscitó un notorio rechazo en Gran Bretaña, lo que determinó que Powell perdiera crédito en la industria. Fue despreciada ampliamente por la crítica. Derek Hill, del Tribune, sugirió que fuera arrojada directamente a una alcantarilla. Len Morley, del Daily Express, la consideró más nauseabunda y deprimente que una colonia de leprosos en el Este de Pakistán, los callejones de Bombay o los canales de Calcuta. Quizá esta magnifica película, de sutil atmósfera, tocaba teclas demasiado incómodas e inquietantes. Ese mismo año, Alfred Hitchcock realizó Psicosis, sobre otro mórbido voyeur, que traspasaba la línea del crimen. Powell, de hecho, al inicio de su carrera había trabajado como encargado de la foto fija, entre otras tareas, en varias producciones de Hitchcock. Y ambos mantuvieron mantuvieron amistad durante décadas.
Mark trabaja de foquista en un rodaje. Un psicólogo, presente, apunta que sus tareas se asemejan, en cuanto un psicólogo es un foquista de la mente que intenta definir, clarificar, propiciar una perspectiva diáfana, sin las interferencias de los desenfoques de los miedos o inseguridades. Mark busca en él la posibilidad de una cura. Mark padece una mórbida obsesión con el voyeurismo, que le califica como Peeping Tom. Pero el médico señala que implicaría un proceso de cura de largo recorrido mediante un tratamiento de dos años. La deformación o desenfoque de Mark es emocional. Cuando era niño fue utilizado por su padre (encarnado por el propio Powell), biólogo, como cobaya de sus experimentos sobre las reacciones de miedo en los infantes. Pruebas o ensayos, desquiciando su sueño con reflejos de luz sobre sus ojos o lanzándole arañas o reptiles en su cama como aterrador despertar, que eran grabados por una cámara. Su terror tuvo el contraplano recurrente de una cámara. La realidad le dominaba, y oprimía a través del ojo de una cámara. Su infancia estuvo condicionada por esa mirada mediatizada, la mirada neutra, gélida, que buscaba registrar su desamparo e indefensión, su vulnerabilidad, su terror. Eso determinó un desenfoque con respecto a la realidad, aún más remarcado con respecto a las mujeres, a la dinámica de la atracción y la pasión, por cuánto el deseo y sentimiento abocan al estado en el que nos sentimos más expuestos y vulnerables. Y en su caso abre una herida no cerrada, una indefensa exposición que no cejó de ampliarse, y que la atracción y la pasión reavivan, en vez de armonizar como equilibrador.
Como refleja la planificación de la primera secuencia hay una separación o fisura, una interposición, entre él y las mujeres, entre la mirada y la pantalla. La mirada está aislada, un ojo de expresión enajenada, como si habitara una cámara comprimida. Interpone una cámara. La distorsión está enquistada en su mirada. Mira a través de un visor, lo que señala que más que discernir o percibir, proyecta. Por lo tanto, su mirada está desenfocada por su propia proyección. Mark no es propiamente un fotógrafo cuando quiere retratar ese pánico, ya que lo que utiliza en esas sesiones privadas es una cámara cinematográfica. Las mujeres son figuras en la distancia, cuerpos con los que no se involucra, cuerpos que ve como representación (a través de un visor, como resalta el encuadre en esa primera secuencia). Incapaz de establecer una relación afectiva, de articular emociones de modo constructivo, torpe y tímido como un niño que más bien busca la mano en la oscuridad, tiende a buscar en ellas ese gesto de terror, un terror generado por contemplar su rostro deformado en el momento de ser perforadas por la cuchilla que surge de la cámara de cine con que graba Mark el momento de su muerte. Ese terror en sus rostros invierte su vivencia infantil: no es él ya el aterrorizado por la realidad, sino él quien aterroriza la realidad representada, como agente corporal, en la mujer, la cual le suscita una turbación que le aboca a un estado vulnerable e indefenso que resulta equivalente a los experimentos sufridos sobre el miedo.
La impotencia o pánico de amar, el desprecio por uno mismo, busca (más bien fuerza) el reflejo de la fealdad o distorsión en el objeto del deseo para complacerse en su fealdad o distorsión interior. Es la hiperbolización de complejos o bloqueos emocionales, del miedo extremo que alcanza la dimensión de trauma, en los procesos enamoramiento. Por ello, su relación con las mujeres, como con la realidad en general, depende de la mediación de la cámara. Es el objeto fetiche, el símbolo, que le transmite la ilusión de que domina la realidad, o más bien, de que puede dominarla. Puede verse a sí mismo sin ser él, es otro cuerpo el que sufre. Por eso, su relación con su vecina Helen (Anna Massey), desestabilizará su resorte de relación enajenada y distorsionada con la realidad y las mujeres en concreto. Parece abrir una opción a mirar la realidad de frente, enfocada, por tanto, vivir las emociones sin miedo. Mark, ante todo, busca reconocerse de algún modo, encontrar en la pantalla una réplica de cómo él se siente. Mark trabaja en el sórdido estudio de una tienda de fotografía. Los retratos pretenden ser eróticos, pero no son sino un gris desenfoque de la sensualidad, aunque satisfacen el anhelo de clientes que compran esas fotos como si pudieran sentir que miran, a través del ojo una cerradura, un mundo que les es vedado. Hasta que en una de esas sórdidas sesiones de lencería que nada le motivan advierte en el perfil del rostro de una chica, que permanecía oculto mientras esperaba su turno durante la sesión de otra modelo, unas cicatrices que desfiguran su rostro; el rostro de Mark se ilumina al advertirlo; la chica le dice que no se preocupe, que retrate sólo su cuerpo, pero a él lo que le interesa es ese rostro desfigurado. Eso es lo que intenta encontrar, encuadrar, en las sesiones personales que realiza, sus crímenes, o más bien el rodaje de sus asesinato de mujeres. Quiere retratar su pánico cuando se contemplan, su imagen y mirada distorsionada sabedoras de que van a morir: es la última imagen que verán de sí mismas.
En ese acercamiento afectivo que realiza con su vecina, Mark se ve tentado de compartir con ella su obsesión, como quien comparte de qué está constituida su intimidad más profunda, pero ¿cómo se va a poder compartir algo así?. Entra en conflicto consigo mismo, entre esa imposibilidad de compartir tanto dolor y el peso de esa obsesión que se puede decir que le posee. No puede amar sino la comparte. Pero su desenfoque vital ya es demasiado extremo, y ha cruzado umbrales desde los que no hay vuelta atrás. Si no puede amarla, tiene que convertirla en otra de esas imágenes distorsionadas de si mismo y retratar su pánico. Pero su amor (o su anhelo de amor) vence, aunque sea a costa de acabar con su propia vida. Se positiva para desaparecer: la serie de flashes que le iluminan cuando se precipita sobre el cuchillo de la cámara, cuando se precipita contra su mirada enferma. Mata a su doble o negativo, que había infectado su integridad, incapaz de crear una relación armónica, positiva. Se desvela para no revelarse en su monstruosidad o distorsión ante una mirada en la que reconocía lo que ansiaba pero no podía ser, el enfoque sin distorsión.
Esa conclusión se podría ver como una variante, a la vez opuesta, a la secuencia climática de La ventana indiscreta (Rear window, 1954), de Alfred Hitchcock, en la que el protagonista, Jeffries (James Stewart), intenta cegar con flashes al asesino, Thorwald (Raymond Burr), cuando este irrumpe en su piso. Intenta cegar a la imagen que él mismo ha creado; sacar a la luz la oscuridad que había en su interior, el monstruo que estaba en él y que en ese momento quiere brotar de la oscuridad. Y es la luz la que debe hacerlo desaparecer. Thorwald representaba sus sentimientos oscuros, su rechazo a crear una relación armónica con la mujer que amaba, Lisa (Grace Kelly), alguien que pertenecía a otro mundo u otro modo de vida. Esto le hacía sentir que debía doblegar su voluntad, postrarse, para que la relación se estableciera, ya que no lograba imaginar que una elegante mujer que parece salida de una portada de una revista de moda, por mucha voluntad que pusiera, fuera capaz de adaptarse al modo de vida que a él le gusta, una vida nómada, inestable, con desplazamientos continuos, realizando como fotógrafo reportajes arriesgados, como el que le causó el accidente, al estar tan cerca de una pista de carreras automovilísticas que un coche fuera de control le arrolló, por lo que debe permanecer convaleciente en su hogar, con una pierna enyesada. Pero teme más cómo le arrollaría el modo de vida de Lisa si aceptara postrarse ante su voluntad para que la relación pudiera consolidarse. No estaría impedido de modo provisional, sino de modo permanente.
El patio interior que contempla a través de su ventana trasera (rear window) refleja el imaginario de su mente, una proyección de sus conflictos internos (su negativo). Sus vecinos representan diversos estados de relaciones o soledades de personajes femeninos y masculinos (por lo tanto sus temores, sus alergias emocionales y sus fantasías). Un hombre soltero que se dedica a componer música con su piano y recibir visitas de chicas, una soltera bailarina que recibe, a su vez, visitas de hombres, una mujer ya madura solitaria, parejas en diversos estadios de su relación, desde la pareja también madura, con perrito, hasta los recién casados que no paran de practicar el sexo, pasando por la pareja clave, en conflicto también, que no cesan de discutir (como si fuera la proyección de su futuro inmediato): él, Thorwald, es un viajante (otra actividad que implica desplazamiento) y ella está siempre postrada en la cama. Jeffries sospechará que ha asesinado a su esposa. Crimen que, significativamente, acaece (o parece acaecer) tras una acre discusión con Lisa que amenaza con poner fin a la relación. Este rechazo y temor inconsciente a un proyecto de vida con la mujer que ama se transfiere a esa pareja, a ese crimen: un asesinato simbólico a través del que descarga la amargura que teme que le dominará si se consolidara una relación estable según los términos de ella, el cautiverio en una vida postrada, inmovilizada. El trayecto simbólico del relato implicará desprenderse de ese miedo, y supondrá la afirmación de su amor frente a la negación de su rechazo. En la misma búsqueda de pruebas intervendrá la propia Lisa, quien se introducirá, por así decirlo, en su propio espacio mental, el patio trasero, para conseguir la prueba definitiva (el anillo de boda de la esposa fallecida que, detalle elocuente, Lisa le enseña puesto en su dedo). Una alianza que apuntalará el proyecto de relación estable (bajo el dominio de Lisa, como se apostilla, con ironía, en la secuencia de clausura, con Jeffries dormido con dos piernas enyesadas, mientras ella lee su revista de moda). Por tanto, con la detención de su negativo Jeffries logra que desaparezca su doble siniestro, mientras que Mark, en cambio, tiene que matarse para lograr realizarlo. Un sacrificio necesario para no distorsionar la primera imagen de un amor verdadero, cálido y afectivo, que ha encontrado en su vida
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