jueves, 23 de noviembre de 2017
La noche de los gigantes
Del mismo modo que se ha calificado a ciertas obras de westerns noirs ( algunos directamente son traslacciones al paisaje del oeste de previos noirs, caso de ‘Juntos hasta la muerte’, 1949, de ‘El último refugio’, 1941, ambas de Raoul Walsh), los hay a los que se podría calificar de westerns fantásticos, que lindan con el terror, caso de la estupenda ‘La noche de los gigantes’ (The stalking moon, 1968), de Robert Mulligan. El extrañamiento se va apropiando de la narrativa, como si un fantasma lo poseyera, haciéndola cada vez más opresiva, como si un puño invisible fuera apretando gradualmente nuestras entrañas . Ya esa cualidad fantástica se refleja en el hermoso y poético título original, ‘The stalking moon’ (luna acechante).
En la primera secuencia vemos a Sam (Gregory Peck), explorador del ejercito, acechando a un grupo de indios, entre los que encontrarán a Sarah (Eve Marie Saint), una mujer blanca, que había sido capturada diez años atrás, con su hijo indio. Acecho es el que sufrirán durante buena parte de la narración, por parte de Salvaje (Nathaniel Narcisco), empecinado en recuperar a su hijo. Como pasa con la luna que parece que no deja de perseguirte en el cielo, sin que logres interponer distancia, por lejos que se vayan, Salvaje será siempre una sombra amenazante, que no saben cuándo ni dónde ‘aparecerá’. Es imprevisible. La entraña del fantástico se refleja en uso del fuera de campo, en esa incertidumbre que acecha al plano, a la lo visible, a las presunciones o certezas, a la estabilidad y seguridad, mediante la larvada amenaza de la irrupción de una ‘aparición’. El fuera de campo es el territorio de lo posible.
Salvaje en apache significa ‘fantasma’, ‘el que no está aquí’. Salvaje será durante casi toda la narración una figura en fuera de campo. Los personajes serán testigos de su paso, a través de sus ‘huellas’, la violencia brutal e indiscriminada que realiza, como los cadáveres de la caravana, o del puesto de diligencia (cuando no son relatados: sobre los habitantes del pequeño pueblo donde pasaba el tren; mató hasta el caballo que antes montaba Sam). Cuando se hace presencia, cuerpo en el encuadre, la primera vez es surgiendo del fuera de campo (el brazo que cierra la puerta de la habitación en la que ha entrado Sarah; enclaustra, encierra, esa la sensación que hace sentir a los que persigue, que les agosta el espacio, que cada metro que se recorre es parte de una ratonera porque no se sabe dónde te acecha). Y en el desenlace, en el último enfrentamiento, su figura resalta por la piel de oso que viste, sin que logremos distinguir con precisión los rasgos de su rostro. Es el cuerpo del instinto, el espectro de lo primitivo desatado.
Por supuesto, las resonancias son más amplias: el detalle del personaje en el puesto de la diligencia que se dirige a Sam sólo para escupir una invectiva despectiva sobre los indios: directamente, todos deberían estar muertos: esa atmósfera de animosidad interracial, cargada, tensa, se palpa; Salvaje es el cuerpo que hace manifiesta la furia, como réplica, ante esa repulsa, ante la opresión a la que han sido sometidos los indios. Y añádase las ásperas resonancias sobre la intervención en Vietnam (también presentes en obras coetaneas como las magníficas ‘Los profesionales’, 1966, de Richard Brooks o ‘Grupo salvaje’, 1969; de Sam Peckinpah). Pero ese extrañamiento, esa atmósfera tétrica, y hasta malsana, esa sensación de cuerpos enquistados en el paisaje, en una violencia adherida al mismo que han generado pero que los ha convertido en cautivos, me evocaba a otro estupendo western, ‘Hombre’ (1967), de Martin Ritt, en el que, con otros matices, resuena ese insurgente sentimiento de alzamiento (tras el rostro impasible del personaje de Paul Newman), como de distancia casi insalvable, entre blancos e indios.
Hay otro aspecto muy sugerente: un aliento ya no despojado, sino despoblado, como ese paisaje árido de las secuencias iniciales. No sólo son pocos los personajes presentes en la narración ( escasos los que tienen cierta entidad dramática), sino que casi no hablan (y cuando hablan como el citado hombre del puesto es para escupir veneno, sin por supuesto dedicar una mirada directa al niño indio, al fondo del encuadre, objeto de su xenófobo comentario). El niño ante todo mira, y en ocasiones, corre, huye, en busca de su padre; sólo emite alguna palabra cuando el joven explorador indio Nick (Robert Forster) intenta enseñarle los números para jugar a las cartas. Sarah habla trabajosamente porque su vida, entre los indios, ha sido una vida sumida en el silencio. Es una obra, por tanto, de gestos, de miradas, entre los personajes, o de procesos de pensamiento ( la secuencia en la que Sam mira a madre e hijo sentados esperando al tren, y decide decirles que se vengan con él), de silencios que a veces ahogan, y tensan : Cómo Sam no soporta esa forma de estar ausente estando presentes, de madre e hijo, como postes o tótems, sin hablar, mirando, como su fueran otros muebles, por lo que intenta hacerles comprender que pueden hablar, decir lo que sea, aunque fuese ‘pásame el salero’. El silencio es como el grito de la sumisión, y de una distancia cercada.
Salvaje no habla, actúa, acecha, corre, dispara, mata, porque busca recuperar a su hijo, y aquello que se interponga en su camino tiene que morir. Por momentos, cuando es una amenaza fuera de campo, adquiere casi una entidad sobrenatural (la frase del hombre agonizante en el puesto de la diligencia: ‘nunca había visto algo tan horrible’), aspecto en el que también incidió, eficazmente, John McTiernan en una obra posterior que aúnaba lo fantástico con otro género, el de aventuras, ‘El guerrero nº 9’ (1999), también de contundente fuerza telúrica. El paisaje se convierte en otro personaje más, como ese valle en el que Sam tiene su casa, que pareciera, flanqueado por unos riscos, el fin de un callejón sin salida, el sumidero donde ya sólo resta revolverse ante la bestia que acecha entre la incierta espesura (de ahí esa desesperante tensión que se crea en el crescendo del enfrentamiento final).
Uno de los aspectos fundamentales en el logro de esta extraordinaria obra es la prodigiosa banda sonora de Fred Karlin
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