miércoles, 22 de noviembre de 2017
El ingenuo salvaje
Pocas obras poseen una atmósfera tan opresiva, desazonadora como 'El ingenuo salvaje' (This sporting life, 1963), de Lindsay Anderson. Si se necesitaran etiquetas más que una obra englobable dentro del realismo social se inscribiría en el de terror, tal es la tenebrosidad de malestar vital que rezuma, como una ponzoña retenida, esa sordidez y asfixia anímica, moral, hecha 'peso' en su textura narrativa y visual ( sombras que exudan negrura, grises que hieden espesura insalvable) como lo haría Bergman en sus obras, sobre todo, de finales de los sesenta ( 'La hora del lobo','Persona' o 'La verguenza'), ese malestar que reflejaron con notoria eficacia los cineastas británicos de aquellos años, estuvieran o no 'encajados' en el movimiento denominado 'Free cinema': 'Mirando hacia atrás con ira' (1958) y 'La soledad del corredor de fondo'(1962), ambas de Tony Richardson', 'Sábado noche, domingo mañana'(1960) y 'Al caer la noche'(1964), de Karel Reisz, 'El criminal'(1960) o 'El sirviente' (1963), de Joseph Losey o yendo un poco más atrás la muy revalorizable 'Ruta infernal' (1957), de Cy Endfield. El comienzo es restallante, y nos sitúa modelicamente en esa atmósfera vital que dominará esta magnífica obra (que la Rank iba a adjudicar a Losey, luego a Reisz, quien prefirió optar por labores de producción y cedérselas a su amigo Anderson, que realizaría su opera prima) a través de un elaboradísimo sentido del montaje. Las primeras imágenes son las de un partido de rugby, planificado desde dentro ( no hay mirada desde las gradas), estamos en la contienda de forcejeos de cuerpos embarrados en un montaje percutante, que culmina con un fuerte golpe en el rostro al protagonista, Machin (Richard Harris). Y los tiempos se fracturan, el presente se convierte, o más bien se revela, en las astillas de momentos pretéritos.
Esta vida deportiva, es la lacerante ironía implícita en la traducción del título original. Pero hay otro campo de juego fuera: una fugaz secuencia: Machin entra en la cocina de un hogar, se mira con una mujer, con dos niños, Margaret (Rachel Roberts), y mira hacia unas botas. Aún no sabemos el vínculo pero Anderson ya ha establecido, ya ha hecho palpable, la tensión en ambos espacios. Si en el campo debe superar a sus rivales para lograr llegar con la pelota a la linea de fondo y marcar el tanto, esos zapatos representan su 'rival', como sabremos más adelante, ya que son los del marido muerto de Margaret. Aún más, trabajaba en la misma empresa minera que Machin, de la que es dueño Weaver (Alan Badel), uno de los directivos más poderosos del equipo, o con más poder de decisión en los fichajes (como será en su caso). Hay otro fugaz plano en flashback ( que estructurará en dos tiempos la obra), el de Machin con un torno en la mina ( lo que añade otro componente de turbiedad, la rabia y frustración del que forcejea en los restringidos límites de la precariedad de su extracción social baja y mira con furia y desprecio a los privilegiados: el ser un héroe deportivo es el pasaporte, el único, para poder aspirar a ser parte de ellos). Pero no es más que otra trampa, ya sentid desde las primeras secuencias con esa estructura en flashback, en la que Machin evoca momentos de su pasado, en su estado de aturdimiento tras recibir el golpe, cuando es anestesiado para extraerle seis dientes, o posteriormente, cuando aturdido bajo las efectos de la anestesia erra por una fiesta en la mansión de Weaber.
Machin (sí, casi machine/maquina, porque no deja de serlo, ni cuando trabajaba en la mina ni ahora en un campo de juego), forcejea en su vida deportiva (dentro y fuera del campo de juego: las insinuaciones de la esposa de Weaber, con las que no sabe cómo bregar; los volubles cambios de actitud de los que toman decisiones: ahora le aprecian y apoyan, ahora le desprecian y estigmatizan). Y forcejea intentando superar las reticencias de Margaret, en cuya casa sigue alojándose aunque ahora gane grandes cantidades de dinero, de lo que no deja de hacer alarde, como forcejea con ciertos valores morales ( la puritana imagen pública), esos que determinan, aunque ella ceda en sus constantes asaltos amorosos, que ella se sienta 'sucia', como una 'mantenida'. Se lo expresa además afuera de una iglesia, en la que se acaba de casarse un compañero de Machin, algo que Machin no logra entender o encajar, ya que él lo hace todo por ella, por eso su reacción es la de abofetearla, como si fuera ella la que le hubiera agredido, haciéndole sentir sucio. Esa es su única forma de saber reaccionar, dejándose llevar por el temperamento, exaltándose. Pero lo que es eficaz en un campo deportivo, el ser 'un gran simio en un campo de rugby', en la vida es avasallamiento, incapacidad de saber bregar las emociones, dejarse llevar por las emociones exaltadas. Si ella se reprime y contiene exacerbadamente ( en lo que puede latir un sentimiento de culpabilidad por el suicidio de su marido), despojando su relación sexual de toda emoción o sentimiento, a Machin le supera, desborda, su temperamento.
Pero en Machin hay una obcecación que pone en cuestión realmente lo que él piensa que siente, su amor por ella, e incluso, cómo la necesita. Es la obcecación del jugador que tiene que llegar con la pelota hasta la línea final y marcar el tanto. Aunque él no lo sepa, es lo que quiere lograr, superar esa resistencia, ese rechazo, que hasta se torna desprecio ( y escupitajo). Hay secuencias prodigiosas entre ambos: Aquella en la que él observa cómo ella limpia los zapatos de su marido muerto ( la cámara encuadra la nuca de ella); Machin jugando con sus dos hijos junto al río, aunque su mirada está pendiente de ella, que permanece rígida, envarada, hasta cuando sonríe, observándoles (como si hubiera perdido sus facultades expresivas de cuerpo; es el extremo opuesto de ese cuerpo en continua ebullición de Machin), y la cruenta obscenidad de la muerte de Margaret en el hospital, igualable a algunas de Bergman ( la araña en la pared, el reguero de sangre que sale de la boca de ella tras que él la haya besado y la araña haya caído). Si la obra comenzaba con ese forcejeo de cuerpos, montaje percutante, de planificación corta, el plano final, general, 'engulle' a Machin entre los otros componentes del partido, difuminado en la distancia, ajena a la desesperación de sus forcejeos. Así es esta vida deportiva. Siempre habrá otro partido.
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