jueves, 30 de noviembre de 2017
El sacrificio de un ciervo sagrado
Mordisco al aire. Es una metáfora, es un símbolo, dice un personaje de 'El sacrificio de un ciervo sagrado' (2017), de Yorgo Lanthimos, mientras se arranca con un mordisco un trozo de carne de su propio antebrazo. Pero en esta obra ganadora del premio al mejor guión en el pasado festival de Cannes no hay demasiado símbolo, o la metáfora tampoco tiene demasiado relieve, como tampoco particular carne (en cuanto sustancia, metáfora reveladora de nuestra cultura predominantemente carnívora) su conflicto dramático. En suma, que, pese a las apariencias o más bien infulas, no hay demasiado que morder. Como las recientes 'Madre!', de Darren Aronofsky, y 'Hacia la luz' de Naomi Kawase, resulta más sugerente en sus primeros compases, cuando las incógnitas o las interrogantes se plantean, y se mantienen un tiempo estiradas. La primera acababa atropellándose en la inflamación del símbolo, y la segunda no acaba de cohesionar en la relación entre los dos personajes protagonistas, un fotógrafo que ya casi no ve y una chica que se dedica a convertir en palabras con imágenes aunque aún tenga ciertas dificultades de percepción y discernimiento, las sugerentes cuestiones planteadas en su primera mitad, cuándo el arte expresa demasiado, explicita y subraya en demasía, o cuándo más bien sustrae en exceso, y puede resultar opaco o escaso (carente de expresividad). Sus preguntas podrían extenderse a estas tres peculiares obras que no calificaría ni de malas o buenas, ni siquiera fallidas. Para ser más preciso, diría que me resultan o parecen insuficientes.
La obra del cineasta griego coincide con la de Aronofsky en la orquestación de una atmósfera enrarecida e intrigante en sus primeros pasajes. En una, a través de la mirada interrogativa del personaje de Jennifer Lawrence, quien intenta perfilar los nexos entre las desconcertantes piezas del puzzle de lo que sucede a su alrededor (la actitud de su marido y de los visitantes, la relación entre unos y otros...), en definitiva, su relación con la realidad. En otra, a través de la extrañación. En primer lugar, a través de su recurso expresivo más notable, el empleo de la música (sin una melodía reconocible, tonalidades agudas de violín y violoncello, como si un afilador compusiera esos acordes, distorsión: 'Rejoice IV', de Sofia Gubaidulina, 'Concierto para violoncello y orquesta', de Gyorgy Ligeti o 'De profundis', de Janne Rattya) se potencia una atmósfera desasosegante, e introduce, como una fisura, un malestar, la sensación de que hay una brecha aun visible que en cualquier momento se evidenciará, como la supuración que permanece oculta mientras la infección aún continúa propagándose cual herida interna mal cicatrizada.
En segundo lugar, por la estratégica sustracción de información. Hay explicaciones que funcionan dentro de la lógica consensuada. Y las hay que no. Entre estas están las que, incluso, se aceptan según una suspensión de la credibilidad o lógica fantástica (acontecimientos relacionados con seres fantasiosos : una bruja, un vampiro, etc, o las de condición onírica). Pero, por otro lado, están aquellas, aparentemente anómalas, en las que resulta difícil encontrar su secuencia causal o se nos sustrae su explicación. Al respecto de esta última opción está la conclusión, con paradójica y muy mordaz falta de conclusión, de la magistral 'Los pájaros' (1963) de Alfred Hitchcock, o la incógnita irresuelta sobre por qué los personajes no podían abandonar el piso en 'El ángel exterminador' (1962), de Luís Buñuel, cineasta al que expresivamente parece más afín Lanthimos. En su película, hay una crucial información (de lógica consensuada) que pronto se revelará, la cual concretará, y por lo tanto esclarecerá, la relación entre dos personajes, entre un cirujano del corazón, (Colin Farrell), y un adolescente, Martin (Barry Kreogh), relación que hasta entonces resultaba desconcertante (¿por qué esa relación, por qué el cirujano le introduce en su escenario de vida e invita para que conozca a su familia, esposa y dos hijas, por qué el adolescente parece tan obsesionado con el cirujano, al que no deja de visitar en el hospital cada día y también invita a su casa para que conozca a su madre con la que espera que entable una relación sentimental?). Cuando se evidencian las motivaciones, podríamos estar hablando de una película convencional de genero (un personaje tiene una cuenta pendiente con otro). Pero no estamos en una película que quiera ser o aparentar ser convencional.
Esto se evidencia en cómo enfoca o plantea la otra información crucial, o su sustracción: qué es lo que afecta a la salud de los componentes de la familia del cirujano, o, más bien, cómo puede ser, cómo se causa. Esta sustracción de información nos remite de nuevo a Buñuel, cuyas apuestas podían ser más certeras, como en el caso de la película mencionada, una de sus grandes obras, o podía diluirse en cierta indefinición o desmañada narrativa, como en varias de sus producciones de la década de los setenta. El enrarecimiento y la turbiedad se acentúan, pero los personajes no se preguntan demasiado por los anómalos fenómenos, o cómo pueden ser generados (quizá si estuviéramos en una película convencional de genero, pero estamos en una de símbolos y metáforas), porque más bien se pretende desentrañar, como la piel que deja en evidencia las entrañas (como el plano del corazón que abre la narración), la inconsistencia de la mirada o vida del cirujano, o su parálisis y ceguera vital consustancial, como representante de una clase acomodada que esconde sus corrupciones (si estuviéramos en los setenta alguien sacaría a colación que es una disección de la burguesía), por eso los personajes pierden movilidad o les sangran los ojos.
Pero ¿realmente se muestran las entrañas, esa inconsistencia de vida, o realmente las hay? De alguna manera, como la película de Aronofsky, parece una película un poco ajada, por recurrir a ciertas formas de narrar heterodoxas de los sesenta y setenta, a una forma de considerar el símbolo o la metáfora, o su exposición en primer término, como una sublevación con respecto al cine convencional u ortodoxo. Por momentos, sus logradas atmósferas de enrarecimiento elevan la narración, aunque no en el grado o continuidad, por ejemplo, de otra película protagonizada por Nicole Kidman, la excelente 'Reencarnación' (2004), de Jonathan Glazer, que sí sabía generar extrañamiento (la alteración radical en un personaje de la percepción de su vida) con una exquisita musicalización de la narración, a la vez que integraba con sutileza el símbolo en el cuerpo de la narración. En cuanto turbiedades atmosféricas Glazer también fue más efectivo, y aún más heterodoxo, pero sin parecer remitir a construcciones formales y dramatúrgicas de décadas pasadas sino abriendo sendas en el cine inmersivo, en 'Under the skin' (2013). La película de Lanthimos, precisamente, cojea en la inmersión. Por eso, apuntaba que me resultaba insuficiente. Aun con pasajes puntuales sugestivos (relacionados con el empleo de la música) , al final, sus sugerentes aspectos formales o atmosféricos no es que se inflamen con demasiado símbolo, como en la de Aronofsky, o que no logren a las metáforas dotarlas de suficiente cuerpo dramático a través de la relación de los personajes, como la de Nawase, es que ni el símbolo tiene tanto relieve sustancial (y sí quizás infulas de transcendencia), ni el conflicto de los personajes parece acabar de supurar como debiera, como si se quedara en medio de quién sabe qué, o a la carne dramática le sobrara demasiada grasa (de indefinición). En suma, como un mordisco al aire.
miércoles, 29 de noviembre de 2017
Lo mejor del tercer trimestre del 2017
10. Verónica, de Paco Plaza
9. Llega de noche, de Trey Edward Shults
8. Regreso a Montauk, de Volker Schlondorff
7. Spiderman: homecoming, de Jon Watts
6. Barry Seal: el traficante
5. El rey Arturo:la leyenda de Excalibur
4. Dunkerque, de Christopher Nolan
3.Reparar a los vivos, de Katell Quilleve
2. Ana, mon amour, de Calin Peter Netzer y (abajo) 1. Detroit, de Kathryn Bigelow
No ha resultado un tercer trimestre muy estimulante. Pese al estado catatónico del género fantástico o de terror, atrapado en el bucle de las mismos clichés que se ejecutan con resorte o piloto automático, pero sin ingenio ni densidad, resaltaban dos obras, 'Verónica' y 'Llega de noche'. Aunque la primera destacaba en especial por su aguda disección de unos fantasmas interiores, de un estado emocional de escisión. También el protagonista de 'Regreso a Montauk', se confronta con otros fantasmas, los de su pasado, los de su sensación de fracaso vital, de oportunidades desperdiciadas. Como el protagonista de 'Ana Mon amour' se confronta con su desenfoque emocional, en su disección de su relación sentimental, sin lograr aprehender que lo que quizá amaba de esa mujer era su dependencia de él. 'Spiderman: homecoming' y 'El rey Arturo; la leyenda de Excalibur' con ingenio y vibrante dinamismo planteaban miradas renovadoras sobre sus icónicas figuras, ambos como aprendices, reflexiones incisivas sobre el sentimiento de sentirse nadie (o ser indiferente), uno por obcecarse en ser la imagen a la que aspira (con una aguda utilización, en el proceso dramático, de la figura del doble, o de los reflejos), y el otro, que prefería optar por la actitud ajena que sólo se preocupa de su particular cuadricula de vida, aprende que la transfiguración del conocimiento, pasa por el conocimiento de las heridas, o su posibilidad (y es el primer paso para enfrentarse a quienes pretenden imponer su realidad). 'Barry Seal: el traficante' y 'Detroit' desentrañan el vertedero social de su país, uno a través de una figura intermedia, el suministrador que sirve a los que representan la ley como a sus opuestos, el cinismo de quien sólo aspira a enriquecerse mientras se aprovecha de los escenarios que montan unos y otros. 'Detroit' y 'Dunkerque' son dos portentosas partituras narrativas, en las que el diseño sonoro es pieza capital. Nos sumergen en la experiencia, con todas sus aristas. Bigelow vuelve a realizar otra disección del desamparo, de la indefinición y la enajenación (representada en sus tres personajes principales) y Nolan nos sumerge en la vivencia de un desafuero, el de toda contienda bélica, que es, ante todo, un forcejeo por la supervivencia. Cine de conexiones de diversidad de piezas, como lo es 'Reparar a los vivos', que es también una narración que fluye, balanceándose como una ola entre emociones contrapuestas, la falta y la plenitud, la pérdida y la restitución. Miras desde las profundidades la coreografía del oleaje, como si fueras parte de la misma materia. Sus elaborados montajes son ejemplos de ese cine inmersivo que se trama en la conjugación de montaje, música, movimientos, gestos, miradas y acciones.
Mejor interpretación masculina: Stellan Skargard (Regreso a Montauk), Will Poulter (Detroit), Tom Cruise (Barry Seal:el traficante), Jude Law (El rey Arturo: la leyende de Excalibur), Mircea Postelnicu (Ana, mon amour)
Mejor interpretación femenina: Nina Hoss (Regreso a Montauk), Sandra Escacena (Verónica), Astrid Berges Frisbey (El rey Arturo: la leyenda de Excalibur), Marina Vran (El doble amante), Anne Dorval (Reparar a los vivos)
Mejor dirección fotográfica: Detroit (Barry Ackroyd), Dunkerque (Hoyte Van Hoytema), Llega de noche (Drew Daniels),La guerra del planeta de los simios (Michael Seresin), Verónica(Pablo Rosso)
Mejor banda sonora: El rey Arturo:la leyenda de Excalibur (Daniel Pemberton), Dunkerque (Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch), Reparar a los vivos (Alexandre Desplat), Llega de noche (Brian McComber), El día de los patriotas (Trent Reznor y Atticus Ross)
Mejor guión: Reparar a los vivos (Katell Quillevere y Gilles Taurand), Detroit (Mark Boal), Barry Seal: el traficante (Gary Spinelli), Regreso a Montauk (Volker Schlondorf y Colm Toibin), Ana, mon amour (Calin Peter Netzer, Iualia Lumanare y Cezar Paul Badescu)
Mejor montaje: Detroit (William Goldenberg, Harry Yoon), Reparar a los vivos (Thomas Marchan), El rey Arturo: la leyenda de Excalibur (James Herbert), Dunkerque (Lee Smith), Barry Seal: el traficante (Andrew Modshein)
martes, 28 de noviembre de 2017
Beatriz at dinner
¿Vale lo mismo la vida de un ser humano que la de un animal? Habrá quien considere que es una pregunta de perogrullo ya que vivimos en una cultura predominantemente carnívora. ¿Cuántos animales se matan al día para nutrir a los seres humanos? Pero ¿por qué podemos amar tanto o más a un animal que a otro ser humano, por qué podemos sentir con el mismo dolor su pérdida que la del ser humano más querido? Y en cambio, ¿por qué otros los ven como meros trofeos de caza, y su muerte la afirmación de nuestra pulsión de dominio?. Beatriz (Salma Hayek) en 'Beatriz at dinner' (2017), de Miguel Arteta, sufre empáticamente cualquier vida, sea humana o de otra especie. Es terapeuta. Trabaja en un centro de tratamiento de pacientes con cáncer, y realiza masajes, como a Kathy (Connie Britton), que vive en una opulenta mansión. Su vida está dedicada a la entrega a los demás, a sanar y curar, a generar y transmitir energías armoniosas. Es alguien que saluda con un abrazo, aunque la otra persona sea una extraña. Abraza la realidad. Beatriz convive con dos perros y una cabra. Pero la secuencia onírica inicial ya sedimenta la sensación de pesadumbre: Beatriz recorre en bote un pantano, y avista una cabra en la orilla. Pronto sabremos, cuando comparta con Kathy su pesar, que un vecino molesto por los balidos de las cabras le rompió el cuello a una de ellas. Beatriz se diente desolada, como si hubieran herido su conexión con la realidad. ¿Por qué un ser humano es capaz de tal gesto?.
Como su coche ha sufrido una avería, Kathy, que la tiene en mucho aprecio, por cómo asistió a su hija de quince años, enferma de cáncer, le ofrece quedarse, e incluso, para contrariedad de su esposo, Grant (David Waeshofsky), quien en principio se muestra reticente, le invita a la cena que ha organizado. Son cuatros los invitados, pero ante todo resalta uno como la antimateria de Beatriz, con quien pronto entrará en colisión, por su opuesta manera de relacionarse con la realidad, el millonario Doug Strutt (John Lithgow), propietario de múltiples hoteles en diversos países. Strutt, literalmente, se apropia de la realidad. Su propósito es la insaciable consecución de riqueza. No hay límites. Por lo tanto, la naturaleza es un estorbo, un espacio que arrasar para erigir sus hoteles. No construye, más bien destruye, da igual cuántas vidas humanas se vayan al garete o cuántos animales mueran, para propiciar su beneficio. Sus hoteles son como un virus que propaga para poder él enriquecerse. No piensa en el entorno ni en los demás. Beatriz piensa, en un primer momento, que pudo ser aquel que, en el lugar de Méjico donde nació, prometió puestos de trabajo y oportunidades pero sólo destruyó el medio ambiente y provocó que sus habitantes tuvieran que abandonar su lugar de residencia. No importa que no lo fuera, pertenece a la misma condición de hombre que sólo se apropia como una plaga de codicia. Por eso, el punto de fricción definitivo tendrá ya lugar cuando Strutt alardee de sus aficiones cazadoras, admiradas por el resto. Cómo sublima la caza como acto de realización, de afirmación viril, de confrontación con el ser primitivo, con lo que considera la esencia del ser humano, la apropiación y dominio de la naturaleza y de la realidad, por tanto de cualquier otra especie. Un rinoceronte no es nada, no importa si siente, pero su caza y muerte representa para él el triunfo, el beneficio de la satisfacción de su ego que siente que caza la realidad, que no es presa ni víctima, sino bala que mata o pie que pisa. Es el dominador. Para Beatriz es su monstruo, y la ratificación de su desesperada impotencia. La realidad es dominada por seres como Strutt, no por seres empáticos como ella.
Arteta modula con precisión una tenue atmósfera de pesar desde las primeras secuencias. Transmite, a través de la mirada de Beatriz y la conjunción de montaje y música, esa intemperie emocional de sentirse extraviada en un mundo que, sin remordimientos, rompe el cuello de una cabra, o que, desde las distantes mansiones de quienes viven en la opulencia, sólo ve la realidad como un territorio del que apropiarse y consumir. Miradas ajenas que sólo se preocupan de su propio beneficio, como si la realidad meramente fuera un potencial suministro que extraer. La tristeza que se aposenta progresivamente en la narración, la tristeza de alguien como Beatriz que intenta hacer sentir a quienes sienten la impotencia de sufrir un cáncer que les puede conducir a la muerte aun siendo jóvenes, es la de la mirada empática que siente que hay un tumor más virulento que se propaga a través de la mirada dominante, la mirada ajena que se apropia, la mirada que consume la realidad como un parásito. 'Beatriz at dinner' constata nuestra derrota. En nosotros, predomina el virus.
lunes, 27 de noviembre de 2017
Vorágine
La magistral ‘Laura’ (1944), de Otto Preminger, estaba dividida en dos partes claramente diferenciadas. En la primera, se orquestaba (porque tiene algo de musicalidad o canto de sirenas, con varias voces o perspectivas) un relato sobre una mujer asesinada, Laura (Gene Tierney), que sugestionaba, y cautivaba, al ‘encuestador’ o investigador, el policía , McPherson (Dana Andrews). La segunda parte podría interpretarse como un sueño, la restitución de una realidad imposible: la mujer no estaba muerta, y 'el soñador' logra, además de resolver el caso, cautivar y seducir a su vez a esa mujer; cruza el umbral que separa amar la idea de amar el cuerpo. En ‘Vorágine’ (1949), también hay dos partes diferenciadas. En una, con esa fructífera afinada distancia que solía aplicar Preminger en su sintético y subterráneo estilo (una objetividad con cargas de profundidad en forma de interrogantes bajo su superficie), se relata cómo se teje una tela de araña invisible, inapreciable, sobre Ann (Gene Tierney). Y en la segunda parte, las consecuencias de esa manipulación (interesada) o cómo las apariencias (manipuladas arteramente) pueden sugestionar los ojos ‘profesionales’, los del policía, Colton (Charles Bickford) y el psicoanalista ( y además marido), William (Richard Conte), de que la realidad es tal como ha sido ‘manipulada’, es decir, que Ann es una asesina. De nuevo, Tierney es cuerpo o figura ‘entre’, cuerpo ‘en cuestión’; aunque ahora más que cuerpo soñado, es un cuerpo que no puede dormir (sufre de insomnio).
Entre medias, en ambas obras, dos secuencias en las que el movimiento de cámara juega un papel fundamental. En la primera los deslizantes travellings , cuando McPherson se queda dormido ante el cuadro de Laura, señalizan la ambigüedad de la circunstancia, y ponen en cuestión lo que revelan cuando la cámara encuadra en ese movimiento al umbral de entrada, en el que ‘aparece’ Laura, revelándose que está viva ( ¿ o quizás, como apuntaba, en el sueño y mente de McPherson?). En ‘Vorágine’ un admirable movimiento de cámara asocia y revela, asocia a la víctima de la manipulación, Anna, y el cadáver de la asesinada que implicará, con la red de elementos manipulados hasta entonces, a la misma Ann como primera sospechosa de cara no sólo a los policías, sino también para su esposo. No deja de ser irónico que su marido sea incapaz, en primera instancia, de pensar que resulta un absurdo que su esposa haya podido cometer un crimen (no sólo es psicoanalista, lo que implicaría en teoría cierta capacidad analítica, sino sobre todo su marido; ¿tan poco la conocía? Por tanto, ¿qué representaba para él, cómo la veía?). Aún más, a William le ofusca sobre todo que se comente que ella mantenía relación con Korvo (José Ferrer); ni siquiera lo pone en duda automáticamente; es fácilmente sugestionable, las pruebas manipuladas (por Korvo) son para él pruebas irrefutables; para William no hay un ‘parece’ sino un incuestionable ‘es’. Es irónico que el profesional dedicado a la mente sea manipulado por quien él califica de impostor en tales dedicaciones e ‘intruso’ en la profesión, el hipnotista Korvo (dedicado a sugestionar a sus pacientes para embaucarles y conseguir dinero).
Lo que, por otro lado, no deja de ser una incisiva ironía sobre tanta 'película' tramada alrededor de algún trauma y sus correspondientes simplificaciones interpretativas psicoanalíticas de moda en esa década (que también propiciaba, por ello, reduccionismos dramáticos de los conflictos narrados, tan esquemáticos resultaban). También podemos extraer jugosas, y corrosivas, implicaciones, si lo asociamos con la Caza de brujas en plena efervescencia entonces: sugestión e influjo para ver elementos amenazantes izquierdosos donde fuera, que hiciera parecer culpable a cualquiera con cierta mentalidad progresista. En mordaz apunte, los que podrán contrarrestar la aviesa manipulación escenificada por Korvo no serán los instrumentos de la profesión, ni los del policía ni los del psicoanalista, sino los de la confianza, los del amor, aquellos que despejan la mirada de ofuscaciones (la de los celos, pero también las de la literalidad, la de no saber mirar los rostros y en cambio sólo atender a las equívocas y manipulables apariencias). William logrará priorizar su confianza (de hecho, el no saber verla, y sí querer imponerse, era causa de esa insatisfacción en ella, de su insomnio e impulsos cleptómanos, de no sentirse adecuadamente querida, de no sentir la confianza en el hombre que amaba), por lo que decidirá esforzarse en esclarecer el caso, y desenredar la hábil madeja tramada por Korvo ( lo que parece incuestionable puedo no serlo, es cuestión de sugestión), y convencer a Colton de esa posibilidad, pero más que con argumentos tocando la fibra emocional: la evocación de esa mujer que Colton amó tanto y que falleció pocos meses atrás; en la secuencia en la que Colton se decide a hacerle caso, en el encuadre destaca la fotografía de su esposa.
domingo, 26 de noviembre de 2017
Asesinato en el Orient Express
Las sombras heridas de la justicia. Esta nueva adaptación de la novela de Agatha Christie, 'Asesinato en el Orient Express' (2017), de Kenneth Branagh posibilita, de entrada, la reivindicación de la excelente versión que Sidney Lumet realizó en 1974. Lo que no quiere decir que esta carezca de interés. Incluso, resulta una obra estimable. Por un lado, carece de esa recurrente tendencia a la ampulosidad del cineasta británico, que en ocasiones supera la estridencia, como podría ser el caso de otras adaptaciones como 'Frankenstein' (1994) o 'La huella' (2007), en las que parece que necesitaba dejar constancia de su firma, o de su mueca estilística. Quizá la impersonal 'Jack Ryan: Operación' (2014), que parecía realizada por cualquier ejecutor de las convenciones estilisticas más trilladas del cine de agentes secretos en acción, ayudó a que se desprendiera de los excesos enfáticos que también lastraban 'Thor' (2011). Por eso, diría que esta me parece su obra más armónica y equilibrada, junto a 'Mucho ruido y pocas nueces' (1993). Por otro lado, la aportación de Michael Green, colaborador en los guiones de las excelentes 'Logan' (2017) y 'Blade runner 2049, parece dotar al guión, por un lado, de un preciso dinamismo proverbial (no desentona, sino todo lo contrario, la inclusión de una secuencia de persecución y otra de enfrentamiento armado), y de una densa y coherente construcción dramática, ya apuntada en la pertinencia de un prólogo añadido que condensa el dilema tanto conceptual como emocional que afrontará, en particular, Hercules Poirot (Kenneth Branagh) en las últimas secuencias. En ese prólogo se confrontan las creencias y la ley, y se plantea la posible corrupción y falibilidad de la ley, así como la dificultad de impartir justicia sea desde la perspectiva de la creencia (religión) o de la ley. ¿Quién decide a quién y cómo se juzga? ¿Quién se arroga la condición demiúrgica o divina para juzgar y ejecutar? ¿Y cómo se conjuga la conciencia con la herida o el dolor? Cuestiones que, coincidencias de fechas de estreno, conecta con la excelente 'El tercer asesinato', de Hirokazu Kore Eda.
El planteamiento difiere del de la dirigida por Lumet, que destacaba por su tenebrosa atmósfera, sedimentada ya desde el magnífico prólogo ( que no existe tampoco en la novela), en el que se narra, alternándose con titulares de periódico, fragmentos de la noche del secuestro. Las tinieblas que dominan esos pasajes se extienden como una ponzoña contenida, como una corrupción que empapa, pero no acaba de brotar o resolverse, al resto de la narración, gracias a una tenue iluminación, en penumbras, y una afinada elección de colores que exudan turbiedad supurante, tinieblas sulfuradas pero a la vez amortiguadas (¿por qué no?: los encuadres parecen salidos de una obra de Caravaggio; portentoso el trabajo del gran Geoffrey Unsworth en la dirección fotográfica). Esa nocturnidad violenta y furtiva del prólogo, de rostros no discernidos y sucesión de tragedias consecutivas tras el secuestro de una niña aquella noche, parece seguir pendiendo en el tren en el que acaece el crimen. Su esclarecimiento será efectuado por Hercules Poirot (Albert Finney), mientras está detenido el tren ante un túnel porque la nieve impide el avance, y será coincidente con el esclarecimiento del crimen el que el tren pueda de nuevo arrancar porque la vía está ya despejada. La obra de Branagh no recurre a ese prólogo, sino a una serie de flashbacks en blanco y negro, que se alternarán ya avanzada la narración cuando comience a perfilarse la conexión de los pasajeros con ese suceso pretérito. Tampoco intenta emular la brillante secuencia de partida del tren de la estación, tras la presentación de buena parte de los principales personajes, teñida de elusivas miradas y enigmáticos, por ambiguos, gestos, en la que se palpaba ya algo turbio, y a la vez, algo que se ponía, por fin, en movimiento ( el plan que se ejecutará, largamente rumiado durante años, acorde a un dolor retenido durante demasiado tiempo), en la que brilla, como reflejo de impulso, la gran banda sonora de Richard Rodney Bennet (sin demérito para la notable que compone Patrick Doyle en su nueva colaboración con Branagh).
En la versión de Branagh se opta por un tratamiento menos lúgubre. Los primeros compases hacen pensar que pueda primar el tratamiento humoristico, entre burlón e irónico, pero más bien tiende a lo distendido. No tensa tanto el relato ni la atmósfera, aunque en ocasiones recurra a objetos o reflejos interpuestos en el encuadre, que intentan sugerir la difusa condición de quienes no son lo que parecen y más bien actúan que revelan cómo sienten. Dinamiza, o musicaliza, la narración con sugerentes, que no efectistas, movimientos de cámara, en ocasiones cenitales. Amplía opciones de escenarios, que eran más reducidos o compartimentados en la de Lumet (lo que potenciaba la opresión), tanto en el exterior del tren como en otros vagones (como aquel en el que se encuentra el equipaje). Y dibuja a Poirot con trazos más amables, más cercano al que encarnó Ustinov, aunque ciertamente no tan afable ya que no deja de remarcar sus manías, que al de Finney. Este gran actor creaba un personaje atildado, pagado de sí mismo, de su apariencia, que cuida con remarcada meticulosidad, pero que es a la vez el camuflaje que despista a los demás, ya que ese ensimismamiento (real pero también parte de una representación) camufla una agudeza de observación, la sagacidad del que aparentemente mira para otro lado (o a sí mismo) pero capta todo detalle ( el don de la mirada periférica). Su histrionismo no desentonaba con la mascarada que le ofrecían como involuntario espectador, como quienes esperan que la simulación impida el desciframiento. El Poirot de Branagh parece, en lo que colabora su bigote al modo Otto Von Bismark, una suave versión germana del detective belga. Resulta más cercano. De hecho, se remarca más su vena sensible con rasgos caracterizadores melancólicos (la evocación de una mujer amada), detalle que conecta afinadamente con la comprensión y reconocimiento de las motivaciones del crimen que esclarece, o de modo más específico, de la herida y del dolor, lo que dota, inesperada y gratamente, a las secuencias finales, de una patina de tristeza que acentúa más la impotencia y la dificultad de la decisión justa, o cómo los actos terribles, en ocasiones, aunque alentados por un impulso de justicia, tienen más que ver con el predominio desbordante del dolor de una herida no cicatrizada que con la conciencia. Lo que conecta de nuevo con el prólogo: Si la ley falla en su aplicación, si la justicia divina es una mera entelequía ¿qué podemos y debemos hacer? Y si es la desesperación o la frustración la que con su clamor domina, por lo que lo que podemos supera y ofusca a lo que debemos ¿en qué nos convertimos?
Patrick Doyle compone una notable banda sonora
sábado, 25 de noviembre de 2017
El fiel
Nada de flores, sólo tus entrañas. Hay películas que no sabes con qué nuevo cambio de dirección te sorprenderá, como es el caso de 'El fiel' (2017), de Michael R Roskam, tras realizar más de un brusco volantazo que trastoca el escenario dramático. No permite que te sientas seguro, por sus cambios de marcha, de ante qué tipo de película te encuentras, si un thriller con atracos o un melodrama romántico o una áspera película realista. Hay personajes que no saben por qué actúan como actúan, como es el caso de su protagonista, Gigi (Matthias Schoenaerts). Siente impulsos, y por eso da volantazos con su vida. Se siente atraído por una conductora de Formula 1, Bibi (Adele Exarchopoulos), y se lo expresa sin ambages. Mete la directa, sin necesidad de usar el embrague. Pero, durante un tiempo, derrapa aunque sienta cuál es la meta hacia la que dirige. En la contradicción se derrapa, quizá por eso diga la verdad, que es un gangster que realiza atracos, aunque la diga como quien no espera que se lo crea la persona que ama. Esa indefinición le define. Quizás, porque en buena medida, es aún un niño que sigue huyendo, por eso recurre a las mentiras, aunque sea en forma de omisión, o diga verdades que parecen una ocurrencia excéntrica, como una espesura en la que protegerse.
En el prólogo, aún niño, lo vemos huyendo. En la secuencia final, corre pero es hacia quien sabe, sin duda alguna, que ha sido su centro y meta en la vida. En ambos, casos es perseguido. En el primer caso, corre hacia cámara. En el segundo, la cámara adopta su punta de vista. En el primer caso, hay elementos interpuestos en el encuadre. En el final, salta una verja, porque sabe hacia dónde se dirige, y qué debe superar. Ya sabe qué verjas él mismo ha interpuesto para dificultar su trayecto aunque siempre sintiera que se dirigía hacia quien era fiel, como el perro que se entrega incondicionalmente a su dueño. Pero, hasta esa conclusión, ha debido forcejear con sus propias contradicciones, como refleja su propio miedo a los perros. Hasta que sabe ser uno, metido en una jaula, y así desprenderse de la jaula que él mismo se había construido.
Esos detalles de estilo, de planificación y uso del espacio dramático, evidencian la singularidad de esta obra que puede resultar desconcertante por esos vaivenes o cambios de dirección narrativa. Piensas que estás en un tipo de película pero de repente te encuentras con que se modifica tu percepción del relato. Resulta abrupta, como sus, en ocasiones, cortantes elipsis. Parece que digresiona, pero simplemente deriva en meandros como el propio protagonista parece dar vueltas sobre sí mismo, como el perro que persigue su propio rabo. Busca encontrarse, saber por qué actúa cómo actúa, por qué tarda en reaccionar cómo debiera. En un atraco, un plano aísla al personaje de la circunstancia, lo que refleja su malestar, su desajuste con una actividad que sigue realizando no porque realmente quiera hacerlo. Del mismo, el sonido también se difumina, en otro tipo de aislamiento, en este caso para quien siente, como ella, que su vida se ha descompuesto tras que se haya trastocado radicalmente el escenario de su vida por revelaciones que no esperaba. Pensaba que conducía en un circuito, pero su realidad era otra. Pierde el paso. En ocasiones, la cámara parece que capta al vuelo el gesto cotidiano, una reunión de amigos. En otras, coreografía un paso de baile, aunque sea el de un atraco, como el plano secuencia del segundo atraco. En ocasiones, los planos son breves, y ya condensan una circunstancia, incluso una que supone un giro radical en la vida de los personajes. En otra, se alargan los planos, para evidenciar el desconcierto, la desubicación, como la emoción que resbala. Un cambio de plano te puede confrontar con una revelación que modifica completamente la percepción sobre la circunstancia de un personaje.
No es realmente un thriller, aunque haya atracos. Hay personajes en colisión consigo mismos, que no sólo roban a otros, sino quizá a sí mismos sin darse cuenta de que sustraen su propia vida, lo que más valora de la misma. Es una historia de amor de dos personajes que sienten que el otro es el centro de su universo, pero una sabe cuál es su dirección, y el otro se desvía y derrapa. Fiel mira hacia quien es su dirección pero no deja de distraerse mirando alrededor y hacia atrás aunque él mismo no sepa por qué lo hace. A veces, enfocar en la dirección que sabes que quieres seguir implica desprenderse de ciertas inercias que pueden abocar tu trayecto a un callejón sin salida. Es un relato de circunstancias extremas que complican la relación sentimental, pero el melodrama se ve seccionado por las elipsis como si la catarsis no fuera posible, y sólo quedara el grito y el rasponazo. Nada de flores, le dice ella, cuando concuerdan su primera cita tras intercambiar unas escasas frases. Define el estilo de esta obra sobre dos que se aman con las entrañas al aire como si les fuera la vida en ello y no hubiera límites, ni la prisión ni la muerte siquiera. Nada de flores, como si el amor más grande de la vida se expresara entre barrotes y objetos interpuestos que siempre parecen afilados. Y pueden ser los de las propias contradicciones.