jueves, 30 de noviembre de 2017
El sacrificio de un ciervo sagrado
Mordisco al aire. Es una metáfora, es un símbolo, dice un personaje de 'El sacrificio de un ciervo sagrado' (2017), de Yorgo Lanthimos, mientras se arranca con un mordisco un trozo de carne de su propio antebrazo. Pero en esta obra ganadora del premio al mejor guión en el pasado festival de Cannes no hay demasiado símbolo, o la metáfora tampoco tiene demasiado relieve, como tampoco particular carne (en cuanto sustancia, metáfora reveladora de nuestra cultura predominantemente carnívora) su conflicto dramático. En suma, que, pese a las apariencias o más bien infulas, no hay demasiado que morder. Como las recientes 'Madre!', de Darren Aronofsky, y 'Hacia la luz' de Naomi Kawase, resulta más sugerente en sus primeros compases, cuando las incógnitas o las interrogantes se plantean, y se mantienen un tiempo estiradas. La primera acababa atropellándose en la inflamación del símbolo, y la segunda no acaba de cohesionar en la relación entre los dos personajes protagonistas, un fotógrafo que ya casi no ve y una chica que se dedica a convertir en palabras con imágenes aunque aún tenga ciertas dificultades de percepción y discernimiento, las sugerentes cuestiones planteadas en su primera mitad, cuándo el arte expresa demasiado, explicita y subraya en demasía, o cuándo más bien sustrae en exceso, y puede resultar opaco o escaso (carente de expresividad). Sus preguntas podrían extenderse a estas tres peculiares obras que no calificaría ni de malas o buenas, ni siquiera fallidas. Para ser más preciso, diría que me resultan o parecen insuficientes.
La obra del cineasta griego coincide con la de Aronofsky en la orquestación de una atmósfera enrarecida e intrigante en sus primeros pasajes. En una, a través de la mirada interrogativa del personaje de Jennifer Lawrence, quien intenta perfilar los nexos entre las desconcertantes piezas del puzzle de lo que sucede a su alrededor (la actitud de su marido y de los visitantes, la relación entre unos y otros...), en definitiva, su relación con la realidad. En otra, a través de la extrañación. En primer lugar, a través de su recurso expresivo más notable, el empleo de la música (sin una melodía reconocible, tonalidades agudas de violín y violoncello, como si un afilador compusiera esos acordes, distorsión: 'Rejoice IV', de Sofia Gubaidulina, 'Concierto para violoncello y orquesta', de Gyorgy Ligeti o 'De profundis', de Janne Rattya) se potencia una atmósfera desasosegante, e introduce, como una fisura, un malestar, la sensación de que hay una brecha aun visible que en cualquier momento se evidenciará, como la supuración que permanece oculta mientras la infección aún continúa propagándose cual herida interna mal cicatrizada.
En segundo lugar, por la estratégica sustracción de información. Hay explicaciones que funcionan dentro de la lógica consensuada. Y las hay que no. Entre estas están las que, incluso, se aceptan según una suspensión de la credibilidad o lógica fantástica (acontecimientos relacionados con seres fantasiosos : una bruja, un vampiro, etc, o las de condición onírica). Pero, por otro lado, están aquellas, aparentemente anómalas, en las que resulta difícil encontrar su secuencia causal o se nos sustrae su explicación. Al respecto de esta última opción está la conclusión, con paradójica y muy mordaz falta de conclusión, de la magistral 'Los pájaros' (1963) de Alfred Hitchcock, o la incógnita irresuelta sobre por qué los personajes no podían abandonar el piso en 'El ángel exterminador' (1962), de Luís Buñuel, cineasta al que expresivamente parece más afín Lanthimos. En su película, hay una crucial información (de lógica consensuada) que pronto se revelará, la cual concretará, y por lo tanto esclarecerá, la relación entre dos personajes, entre un cirujano del corazón, (Colin Farrell), y un adolescente, Martin (Barry Kreogh), relación que hasta entonces resultaba desconcertante (¿por qué esa relación, por qué el cirujano le introduce en su escenario de vida e invita para que conozca a su familia, esposa y dos hijas, por qué el adolescente parece tan obsesionado con el cirujano, al que no deja de visitar en el hospital cada día y también invita a su casa para que conozca a su madre con la que espera que entable una relación sentimental?). Cuando se evidencian las motivaciones, podríamos estar hablando de una película convencional de genero (un personaje tiene una cuenta pendiente con otro). Pero no estamos en una película que quiera ser o aparentar ser convencional.
Esto se evidencia en cómo enfoca o plantea la otra información crucial, o su sustracción: qué es lo que afecta a la salud de los componentes de la familia del cirujano, o, más bien, cómo puede ser, cómo se causa. Esta sustracción de información nos remite de nuevo a Buñuel, cuyas apuestas podían ser más certeras, como en el caso de la película mencionada, una de sus grandes obras, o podía diluirse en cierta indefinición o desmañada narrativa, como en varias de sus producciones de la década de los setenta. El enrarecimiento y la turbiedad se acentúan, pero los personajes no se preguntan demasiado por los anómalos fenómenos, o cómo pueden ser generados (quizá si estuviéramos en una película convencional de genero, pero estamos en una de símbolos y metáforas), porque más bien se pretende desentrañar, como la piel que deja en evidencia las entrañas (como el plano del corazón que abre la narración), la inconsistencia de la mirada o vida del cirujano, o su parálisis y ceguera vital consustancial, como representante de una clase acomodada que esconde sus corrupciones (si estuviéramos en los setenta alguien sacaría a colación que es una disección de la burguesía), por eso los personajes pierden movilidad o les sangran los ojos.
Pero ¿realmente se muestran las entrañas, esa inconsistencia de vida, o realmente las hay? De alguna manera, como la película de Aronofsky, parece una película un poco ajada, por recurrir a ciertas formas de narrar heterodoxas de los sesenta y setenta, a una forma de considerar el símbolo o la metáfora, o su exposición en primer término, como una sublevación con respecto al cine convencional u ortodoxo. Por momentos, sus logradas atmósferas de enrarecimiento elevan la narración, aunque no en el grado o continuidad, por ejemplo, de otra película protagonizada por Nicole Kidman, la excelente 'Reencarnación' (2004), de Jonathan Glazer, que sí sabía generar extrañamiento (la alteración radical en un personaje de la percepción de su vida) con una exquisita musicalización de la narración, a la vez que integraba con sutileza el símbolo en el cuerpo de la narración. En cuanto turbiedades atmosféricas Glazer también fue más efectivo, y aún más heterodoxo, pero sin parecer remitir a construcciones formales y dramatúrgicas de décadas pasadas sino abriendo sendas en el cine inmersivo, en 'Under the skin' (2013). La película de Lanthimos, precisamente, cojea en la inmersión. Por eso, apuntaba que me resultaba insuficiente. Aun con pasajes puntuales sugestivos (relacionados con el empleo de la música) , al final, sus sugerentes aspectos formales o atmosféricos no es que se inflamen con demasiado símbolo, como en la de Aronofsky, o que no logren a las metáforas dotarlas de suficiente cuerpo dramático a través de la relación de los personajes, como la de Nawase, es que ni el símbolo tiene tanto relieve sustancial (y sí quizás infulas de transcendencia), ni el conflicto de los personajes parece acabar de supurar como debiera, como si se quedara en medio de quién sabe qué, o a la carne dramática le sobrara demasiada grasa (de indefinición). En suma, como un mordisco al aire.
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