sábado, 22 de julio de 2017
Kedi (Gatos de Estambul)
Los gatos y la sonrisa del infinito. Quizá no haya otra especie como el gato que sonría mientras duerme. Dicen que es una de las criaturas que más sueña. Quizá por eso Lewis Carroll creó una singular figura como el gato de Cheshire, que aparece y desaparece, dejando como estela, en ocasiones, su sonrisa. Se podría decir que es como la sonrisa del infinito. Pone en contacto con lo posible, y con uno mismo, desde ángulos que propician que la realidad se observe de un modo más detallista, como si advirtiera la singularidad en cada fenómeno, y habitara la realidad como un semillero de presencias inusitadas. ¿Por qué se mueve la realidad?. Es una mirada que transpira asombro. Por algo el tópico de la curiosidad perdió al gato. Siempre hay algo que indagar, algo sobre lo que interrogarse. ¿Por qué un reguero de agua no puede detenerse cuando lo intentas paralizar con tu pata? 'Kedi (Gatos de Estambul) (2016), de Ceyda Torun es un homenaje a esa singular y admirable criatura. Un emblema de la ciudad de Estambul, un rasgo caracterizador de esta ciudad. Y también un símbolo de cómo nos relacionamos y cómo conectamos con el entorno, con la realidad, con los demás. A través de siete gatos, Sari, Duman, Bengü, Aslan Parçasi, Gamsiz, Psikopat, and Deniz (aunque se filmaran a 19), y los humanos que interactúan con ellos, se escancian piezas de un puzzle que amplifican ángulos, sobre una ciudad en concreto, y sobre una civilización, en sentido amplio, en la que sus integrantes, nosotros, en cierto grado, parecen perder contacto consigo mismos y con los otros, como figuras difuminadas que parecen perder la capacidad de mirar y conectar.
En los primeros pasajes hay quien apunta que si te relacionas bien con los animales, te relacionarás bien con los humanos. Es un aspecto, por otro lado, que se apunta en la también notable 'Okja' (2017), de Bong Joon-ho. Los animales parecen ante todo, en nuestra cultura, destinados a ser comida, como cada vez resulta más depredadora la actitud competitiva, justificado ya su desquiciamiento por la mera supervivencia, en esta dictadura financiera que vivimos. Los gatos, como contraste, encarnan una cualidad terapeútica. Una mujer que tiene múltiples gatos, y además alimenta a varios callejeros, señala que nunca logró confrontarse a la pérdida, y aún más en concreto, con la nostalgia. El cuidado de los gatos propició que contrarrestará esa inclinación hacia los abismos de la paralizada angustia frente a la ineluctable finitud: lo que amas, aquel a quien amas, un día desaparecerá. Los gatos, con su flujo energético, despliegue de tacto, facultan el presente. Otro hombre, que se dedica a alimentar a diversos gatos callejeros, en diferentes lugares, señala cómo en el 2002 se encontró en un estado agudo de ansiedad. La dedicación a los gatos logró aliviarle, consiguió que transcendiera las oscuras cavernas de la depresión. Un gato logra eliminarte las energías negativas, y transmitirte positivas, como un limpiador energético.
Esa idea de la desaparición se extiende a la propia idiosincrasia de la propia ciudad, y la modificación que sufre su entorno geográfico con la construcción de edificios modernos, que implica la supresión de espacios naturales. Lo que suscita el temor de que esa progresiva invasión de espacio implique la disminución, sino desaparición, de las criaturas felinas en las calles. Por extensión, esa invasión, como necrosis arquitectónica, refleja la progresiva enajenación que define cada vez de modo más acusado nuestra encasquillada forma de relacionarnos con la realidad, cada más ensimismada y atrofiada, como nuestras miradas engarfiadas a las diversas pantallas (en especial, las móviles). A ese respecto, otro comenta que la relación con un gato desestabiliza toda (auto)complacencia, un signo predominante del comportamiento del ser humano, el intercambio de egoísmos simulados, al que se refería Max Frisch. Un gato no responde sumiso, ni complaciente. En un gato no encontrarás la satisfacción de una inversión interactiva. Los humanos suelen invertir en gestos y acciones que esperan una respuesta correspondiente, pero un gato expresa afecto cuando quiere expresarlo. No sabe de etiquetas ni de convenciones ni conveniencias sociales.
Hay quien apunta que resulta un sorprendente logro conseguir conectar con una criatura tan diferente como un gato. Admira cómo se consigue crear esa comunicación, esa interacción que resulta más precisa, intuitiva y clara que la que muchas veces se complica entre los humanos. Por eso, otro señala que saber relacionarse con un gato propicia saber desprenderse de los problemas en los que nos solemos enredar tanto en nuestros procesos comunicativos. Un particular ejemplo es la relación entre géneros. En concreto, una mujer, pintora, reflexiona sobre cómo aún hoy en día, en la sociedad turca, la mujer no puede expresarse, manifestarse, con la libertad deseable, como si todavía tuviera que pedir permiso para transitar por la realidad, con la mirada gacha, en vez de con expresión firme y desafiante. La relación con un gato desmonta esos escenarios de restricción y represión, impulsa la naturalidad. Como indica esa pintora, comunica con ese lado natural, salvaje, que solemos acartonar y atascar entre tanto tráfico escénico en el que la visceralidad simplemente se desboca ofuscada.
Y al mismo tiempo, como reflejo, los gatos son tan diversos y múltiples como los seres humanos. En esta infección inercial de relación cosificadora con los animales que padecemos, en la que negamos individualidad y singularidad a cada particular espécimen, consideramos que todos son iguales (como si fueran réplicas con mera diferenciación física). Es una manera de posibilitar la relación ajena, indiferente, con los animales. No sufren, simplemente pueden ser o no comidos, como si fueran una cosa que se mueve y un día se detiene y se trocea para que sea digerida. Una gata, como una humana, puede ser tan territorial y celosa, y usar las mañas correspondientes para eliminar a una rival o intrusa. Un gato puede intentar apropiarse de un territorio que otro macho domina, y entablar el correspondiente duelo, cuyo resultado dependerá de las diferentes habilidades. Simplemente, unas y unos usan unas garras más evidentes que otras y otros. Somos animales, mamíferos, aunque tanto guste pensar a ciertos arrogantes especímenes humanos que somos superiores, y por eso pueden hacer con sus otros congéneres, otras especies, y el propio entorno, lo que les parezca, destruir sin miramientos lo que sea para su propio beneficio. La posible desaparición de los gatos en las calles de Estambul es otro signo indicativo de cómo arrasamos con voracidad ciega, generalmente por codicia, o por mero disfrute de detentar una posición de poder. Un gato nos devuelve la sonrisa del infinito, la posibilidad de soñar, de relacionarnos con los otros como si los descubriéramos por primera vez desde diferentes ángulos cada vez que les volvemos a mirar. Los otros, como los gatos, son un mundo que aún debe despertar el asombro. Por eso, los gatos parece que han nacido para ser acariciados. Saben de qué materia está hecha la realidad que merece ser soñada.
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