jueves, 4 de mayo de 2017
Los demonios
La niñez, un cuerpo en formación, una mirada en formación. El primer plano de la excelente producción canadiense 'Los demonios' (Les demons, 2016), opera prima de Philippe Lesage, es un plano de la parte alta de la espalda de una niña de diez años, en proceso de contorsión. Está realizando unos ejercicios junto a otros niños de su clase, entre ellos, el protagonista, Felix (Eduard Tremblay-Grenier). Es un plano que anuncia la condición tan abstracta como física de la narración. Los procesos de formación también son de contorsión, y pueden derivar en distorsión, miradas distorsionadas, turbias, o relaciones distorsionadas, turbias. Las primeras secuencias se modulan a través de la mirada de Felix, como lo será durante el desarrollo de la narración hasta que se produce un desvío de perspectiva, como una fisura en la corriente de superficies engañosas, que revela la distorsión, la mirada enturbiada, extraviada, componente de un paisaje en el que no parece pasar nada, en el que no parece diferenciarse demasiado del resto de episodios que jalonan la narración, que parecen sólo disponer de un hilo que los une, la mirada interrogante, exploradora, pero también sugestionable, idealizadora, mimética, de Felix, que intenta comprender cómo encajan las distintas piezas, cómo la madre de su mejor amigo prefiere realizar desnuda la limpieza de su hogar, cómo la profesora actúa de modo inflexible cuando impide que una compañera te deje un lápiz para dibujar porque te has olvidado del propio, cómo tu mejor amigo puede elegirte el último cuando se seleccionan los integrantes de los dos equipos para un partido en el recreo, o cómo tus padres pueden en pocas horas pasar de sonreírse con aparente complicidad a gritarse e incluso querer pegarse.
En esas primeras secuencias Felix observa el mundo adulto, la relación de su padre con la madre de su mejor amigo, las variaciones de las relaciones entre sus padres, con que facilidad se desvelan los reproches y las tensiones que permanecían agazapadas tras las sonrientes apariencias, y aún más, cómo una discusión acerada entre ambos no parece que determine una fisura irreversible, sino que se encaja como si no hubiera pasado nada relevante. Felix desprecia a otro niño, al que empuja de malas maneras, o luego junto a su amigo, encierra, brevemente, en las taquillas de la piscina, pero comparte un juego sexual en el que el otro niño adopta el rol de mujer. Felix está formando, definiendo. Por eso el 'pero' más bien es un 'y'. Del mismo modo, está fascinado con su profesora, a la que contempla como un ser sobrenatural al que siente que ama. Para él aún los nombres son figuras difusas, homosexual o heterosexual, deseo y amor. Tantea, explora, se deja llevar. La realidad es un espacio extraño, una línea de puntos aún no perfilada. La narración adopta el curso de la deriva en la que parece que se varía de dirección constantemente como si aún no hubiera establecida una singladura concreta. Su relación es armoniosa con sus hermanos, con los que le une un firme vínculo de complicidad. Los miedos le subyugan y sugestionan, sean unos vecinos a los que califican como siniestros o cuando cree ver al fantasma del niño cuya desaparición se denuncia en la televisión, porque se supone que el mismo miedo invoca.
La citada ruptura de perspectiva introduce la interrogante inquietante sobre qué fina línea separa la formación de la distorsión (entremedias, la contorsión que quedó atascada). No es una ruptura expresiva en la narración, los sufrimientos no se diferencian. Un fuera de campo insinúa una tentación, y otro la destrucción del cuerpo que niega la satisfacción. En correspondencia con una realidad y un entorno que parecen dominados por la luminosidad, parece que se arrinconan las turbiedades e insatisfacciones (como Felix se esconde en el armario cuando le superan sus miedos). Unos movimientos de cámara, como si rebotaran, en un piscina insinúan que hay realidades, emociones, relaciones, atrapadas en un bucle que les atenaza. Un niño intenta perfilar su mirada, su forma de sentir, en una realidad que intenta comprender, a través del modelo o reflejo de lo adultos. Sus sensaciones no distinguen, se expresan, pero también, en la perplejidad con que le cuesta encajarlas por las reacciones del entorno, se evidencia la falta de real orientación, como cuando le atemorizan las aseveraciones, de otra niña, en el colegio sobre qué puede provocar la infección del sida. ¿Qué hacer con el cuerpo, qué hacer con las emociones? ¿Por qué a ese niño le maltrata y luego le plantea ese juego sexual? ¿Cómo encaja que también sienta amar a su profesora?
Los demonios surgen de esa carencia de orientación de unos adultos, que parecen simplemente ensimismados en sus particulares conflictos. Por eso la falta de guía en la multiplicidad y en la diversidad de deseos y emociones que no sabe de compartimentos estancos puede derivar en el cortocircuito, en el extravío en los reflejos, como un laberinto cuya salida parece conducir a la oscuridad, a las turbulencias que se ocultan en los fueros de campos, o que se entierran, porque a veces resulta imposible convivir cuando derivan en la tortura de los remordimientos. La narración fluye, mientras se empantana la atmósfera en su recovecos. Cuando estos brotan, como una cadáver en proceso de descomposición, parece que nada varía, como si se siguiera buscando el tesoro que nunca se encuentra. Pero ya se sabe que el saludo del bombero en el inicio de 'Terciopelo azul' (1985), de David Lynch, era la sonrisa protésica que disimulaba las inmundicias y las turbulencias bajo la pantalla de una realidad cuadriculada, como un jardín bien regado, o una piscina en la que todos piensan que están protegidos por el socorrista. Pero nadie sabe realmente cómo siente.
Son muy puntuales las secuencias en las que se utiliza la música. Destaca el uso de 'Finlandia, op. 26', de Jean Sibelius en la introducción de la película.
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