viernes, 5 de mayo de 2017
Dos amantes y un oso
La llanura del helado Artico puede respirar como el pecho de quien comienza a soltar lastre de emociones dañadas. Los miedos ya no precipitan en las fisuras que uno mismo se crea cuando piensa que no será posible realizar el sueño y se agazapa en el propio lamento. Ya no será necesario edificar bunkers subterráneos para sentirse inmune ante el acecho de esos fantasmas difusos que surgen en cualquier recodo para recordar el maltrato pretérito sufrido. Aunque siempre se corre el riesgo de quedarse helado en la búsqueda de una dirección, sea por uno mismo o por las circunstancias, como una manada de renos que quedó congelado, atrapada en el hielo, como un reguero de rictus de derrota. Pero lo intentaron, buscaban la dirección en el movimiento. En 'Dos amantes y un oso' (Two lovers and a bear), del cineasta canadiense Kim Nguyen, Roman (Dane DeHaan) y Lucy (Tatiana Maslany), forcejean consigo mismos, con el propio hielo que dificulta la expresión de sus emociones. Forcejean con sus fantasmas, Roman con su miedo a sentirse incapaz de controlar los acontecimientos, Lucy con la interferencia del daño padecido tiempo atrás, como espasmos que enturbian la armonía del presente, e incitan a la huida.
El escenario helado del Artico es el reflejo de sus entrañas. Como el oso con el que habla Roman el reflejo de sus miedos: un oso puede ser un dios, pero los dioses son falibles. Un ser humano es un animal que no deja de sentirse vulnerable, expuesto al rugido de unas emociones cuyos ecos pueden provenir de muy lejos en el tiempo. Uno y otra sufrieron sus maltratos en la infancia. Una tiende a la huida, y el otro se paraliza. Cuando Lucy comunica que tiene que trasladarse para proseguir sus estudios, él se enrosca en su impotencia, en vez de, en primera instancia, decidir romper con ese refugio confortable que supone vivir lejos de donde sufrió. También él está huyendo, pero tiende a meter la cabeza en el hoyo, o en unas botellas de alcohol en las que entumecerse para no escuchar las demandas de diálogo de la mujer que ama, porque su primer impulso no es luchar por lo que quiere sino retroceder y encogerse como quien recibe golpes de la vida y siente que no puede hacer otra cosa que encajarlos, como encajaba los de su padre en la infancia. Hasta que alguien es capaz de romper los cristales que interponemos con nuestros miedos y así propicia que la relación se ponga en movimiento, y se arroje a la intemperie de la incertidumbre.
Un viaje que es a la vez interior, entre grietas en el hielo, bunkers abandonados, manadas de renos congelados y osos que dialogan. En la anterior obra de Nguyen, la también muy sugerente 'Rebelde' (2012), la niña protagonista de 12 años era el reflejo de muchos niños o niñas en países africanos o asiáticos. Un cuerpo que aprende a utilizar una ametralladora, que acarrea grandes pesos en la selva, y que es golpeado, y forzado para el placer de quien es su comandante. La muerte será su paisaje, mientras los muertos, los espectros de sus padres, le acompañan, como un recuerdo que es herida abierta, la memoria de una desolación que no logra enterrar. Roman y Lucy viven su particular guerra, con el hielo de las emociones, las costras que impiden que se expandan. Forcejean para enterrar los fantasmas que los acechan, que están enroscados en sus entrañas. Se desplazan por un espacio inhóspito, una selva helada en la que amenazan tormentas que puedan convertirles en estatuas de hielo. Pero aunque fuera así, ambos luchan para conseguir liberarse mutuamente de sí mismos y de sus fantasmas y bunkers y grietas. 'Dos amantes y un oso' es una hermosa fábula, un trayecto alquímico, una cautivadora narración, y una de esas raras obras hoy en día que se distingue por el atributo de la singularidad.
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