martes, 11 de abril de 2017
El otro lado de la esperanza
Si en el entorno abundan las paredes con colores vivos podemos pensar que nos encontramos dentro de una pintura de Mark Rothko. Otra opción es que sea una película del finlandés Aki Kaurismaki. Rothko expresó: No me interesan las relaciones entre colores y formas […] Sólo estoy interesado en expresar las emociones básicas del ser humano (tragedia, éxtasis, fatalidad…) . Sí y no, pero se entiende. Por eso, probablemente, Kaurismaki lo suscribiría, porque su cine mira con ciertos ojos primigenios, esos que buscan la emoción elemental y genuina, como los del cine de Charles Chaplin. Ambos comparten una mirada fabuladora díscola en la que los trazos corrosivos, sobre la injusticia social, se disfrazan con una sonrisa traviesa (aunque en ocasiones congelada). Su concepción del color determina que sus planos asemejen a viñetas, y la de las formas equiparan encuadre e interpretación actoral. De ahí que, en buena medida, sus personajes recuerden a buzos que parecen aguantar la respiración en una cabina presurizada, aunque no den muestras de que les preocupe demasiado, quizá porque la atmósfera del cine de Kaurismaki pertenece a una realidad neutralizada, motivo por el que, a no ser que sean extranjeros, transitan con cierto aire ausente, hierático, indiferente o quizá estoico. Por eso, no es de extrañar que alguno de ellos se quede dormido de pie, como el cocinero de 'El otro lado de la esperanza' (2017), una de sus obras que más se acerca a la concepción de comedia bufa.
En su trayecto narrativo dos personajes convergerán en cierto punto. Es lo que tiene el azar, que parece tener mucho que decir en la orquestación de encuentros y desencuentros, colisiones, complicidades y separaciones. Khaled (Sherwan Haji) no tenía intención de que su recorrido le llevara de Siria a Finlandia. En muchas de las diversas estaciones de sus trayecto, como el cuerpo que sale despedido por la onda expansiva de una bomba, en su caso, literal, ya que una mató a su familia, cruza diversas fronteras como una bola de pinball, porque ningún país tiene interés en quedarse con la bola. En una de esas fronteras perdió contacto con su hermana. En muchas de ellas recibió palizas. En la última, perseguido por unos racistas optó por esconderse entre la carga mineral de un barco cuya singladura finalizaba en Helsinki. Entre alguien como él y un mineral no parece que se considere que haya demasiada diferencia, por eso no le resulta fácil encontrar asilo, y sí seguir saliendo despedido por la onda expansiva a no ser que interrumpa el trayecto la cuchillada de algún obtuso racista. El azar es determinante, pero también las voluntades, desde luego, en su caso, las ajenas que más bien impiden, prohíben o dañan.
En el caso de Wikston (Sakari Kuosmanen), un empresario, la voluntad pone en juego una bola en la rueda de la fortuna. Decide apostar fuerte y cambiar de modo radical el escenario de su vida. Abandona su trabajo, rompe la relación con su esposa, a la que deja su anillo como si ya un círculo se hubiera roto, y opta por apostar en una partida de poker todo su dinero. Ahí es también cuando el azar entra en juego, y puede dejar las intenciones en el escenario de los sueños o propiciar una combinación que supere las más adversas imaginables. La siguiente apuesta de Wikston será intentar proyectar hacia el éxito un restaurante, un tanto mortecino, que ha adquirido. Khaled pone toda su voluntad en dotar de cimiento firme a su vida desgarrada, separada de quienes ama, pero no deja de encontrarse con obstáculos y dificultades. Su trayecto coincide con el de Wikston al lado de los contenedores de basura del restaurante.
Llámese ironía (con encogimiento de hombros y expresión de Buster Keaton) pero, del mismo modo que, contratándole, Wikston reanima la vida de un inmigrante apaleado que ha encontrado entre la basura, también intenta reanimar la desvaída vida financiera del local recurriendo a la gastronomía de los que suelen calificarse como países exóticos. Quizá sean más seductores sus menús que unos arenques ahumados o unas sardinas en lata. Finlandia parece restringirse a ese parco menú, como si realmente careciera de realidad, y fuera sólo unas paredes de colores vivos que no logran disimular que el entorno es más bien desvaído, como si ya sólo quedara la carcasa, o como telón de fondo, unas fábricas, el reflejo contaminador del progreso de la civilización occidental. No se aprecian indicios de que haya mucha vida que rescatar más allá de este escenario un tanto irreal que incita a quedarse dormido de pies. Quizá por eso Khaled cambie de opinión con respecto a su deseo de solicitar asilo para liberarse de una errancia definida por el rechazo y la violencia, con la que de todos modos sigue colisionando en forma de patadas y cuchilladas, y prefiera abandonar cuanto antes un escenario de arenques ahumados y chimeneas que expelen humo, en el que lo más estimulante son los lametones de un perro.
Un personaje que se encarga de falsificar un documento de identidad para Khaled le plantea varias preguntas para rellenar la ficha correspondiente, entre ellas si es hombre o mujer. Khaled, con expresión desaprobatoria, replica que no entiende ese sentido del humor. Ciertamente, condensa ese aprecio por el absurdo de Kaurismaki, que suele combinar con lacerantes brotes de lirismo, como un cactus destaca en el escenario despojado en el que un marido deja a su pareja después de años de convivencia. Pero si su anterior entrañable fábula se resentía de cierta sensación de estética caducada, como una pintura descascarillada, en esta ocasión me parece que el humor se diluye, en particular en su último tercio, en el brochazo grueso, como si fuera una parodia de su propio estilo. Por añadidura, como si le lastrara cierto mecanicismo de formula aplicada, tampoco consigue que el lirismo empape las bienintencionadas ideas que intentan recordarnos con una traviesa y tierna sonrisa que hemos perdido el color y, sobre todo, la música, tan presente en su narración, como respiración asistida, a través de diversas actuaciones interpretadas por veteranos músicos, además de Khaled, este fuera de lugar y aquellos trovadores de un tiempo que no sembró y queda proscrito en los márgenes de otras dimensiones que se asemejan a una pintura de Rothko o una tira cómica. Como si ya la vida sólo respirara en esos interludios. Aunque, desafortunadamente, no logren reanimar del todo a la propia película.
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