domingo, 9 de abril de 2017
El aceite de la vida
La celebridad y el reconocimiento del cineasta australiano George Miller se debe preferentemente a la saga de Mad Max, en especial la última, 'Mad Max: Camino de la furia' (2015). En cambio, permanece en el olvido la que me parece su obra maestra, 'El aceite de la vida' (Lorenzo's oil, 1992). Ambas se definen por la épica, por la gesta que realizan sus personajes, enfrentados a unas circunstancias adversas, a una opresión, a un condicionamiento, sea la voluntad de otros o la de esa difusa entidad que se puede llamar destino o azar o aleatoriedad. En 'Mad Max. Fury road', Furiosa (Charlize Theron) encarna la furia de los justos a la que se une el que se sentía mutilado en su interior pero ya no dispuesto a creer posible que la realidad podía transformarse. Max (Tom Hardy) vivía preso de su pasado, de su pesadumbre (el fantasma de la muerte de una niña), otra máscara que le asfixiaba, como la que porta, como un bozal, cuando es capturado por quienes abusan de su posición de poder. Desprenderse de esa máscara le liberará y hará de su cuerpo la furia efectiva que complementa la determinación de la rebelión. En 'El aceite de la vida', la rebelión del matrimonio que conforman Augusto (Nick Nolte) y Michaela (Susan Satandon) es la que no acepta la resignación ante lo que otros padres consideran una fatalidad irresoluble, la enfermedad degenerativa, ALD, heredada genéticamente a través de las madres, que padecen sus hijos, que se manifiesta entre los seis y diez años, y que les conduce en pocos años a la muerte.
Augusto y Michaela no aceptan que no sea posible buscar alguna solución ante una enfermedad sobre la que los propios médicos tanto desconocen. De hecho, no hay comunicación o conjunción de información entre diversos investigadores, sobre todo con animales, aunque alguno con humanos, en diversas partes del globo. Lorenzo y Michaela consiguen que se organice un congreso para que compartan sus interrogantes y resultados y especulaciones, mientras, en cambio, otros padres han creado una asociación que más bien, para Lorenzo y Michaela, se dirige al consuelo de los padres (como posibilidad de compartir, y por tanto descargar pasajeramente, la frustración y desolación) que a los hijos. Augusto y Michael indagan, investigan, se instruyen en materias que ignoran, para intentar encontrar alguna solución que pueda combatir esa enfermedad, o al menos conseguir que remita parcialmente, o encontrar soluciones que alivien el padecimiento del niño, porque las interrogantes también se dirigen hacia otro aspecto que ignoran, cómo el niño lo vive, en qué medida su mente se ha visto deteriorada, en qué medida ha perdido la consciencia de la realidad, y por lo tanto, de lo que sufre. Si es posible que conserve, en algún grado, aunque haya perdido la facultad de voz y vista, de comunicarse. Lorenzo y Michaela, por otro lado, no dejan de cuestionarse a sí mismo, o entre ellos, sobre en qué medida subordinan excesivamente su vida a ese propósito o misión, olvidándose de sí mismos, y bordeando la inflexibilidad, sobre todo en el caso de Michaela. Su perseverancia consiguió, pulsando las teclas de las posibilidades entre investigadores y científicos, enfrentándose a la maraña de los trámites y las conveniencias y los protocolos, que se encontrara un remedio que fuera efectivo para evitar que la enfermedad progresara en los niños en los que comenzara a manifestarse. En su hijo Lorenzo la mejora fue parcial, pero logró vivir una década más de lo que los médicos auguraban (fallecería en el 2008 a causa de una neumonía, con 30 años; Michaela había fallecido ocho años antes por un cáncer de hígado).
Miller se lanza a tumba abierta en un enfoque expresivo que abraza la épica operística, con una puesta en escena expresionista, exuberante, que propulsa la inmersión emocional. Encuadres que se tensan a través de la relación de las figuras en distintos términos de los mismos, rupturas expresivas, transiciones y elipsis como desgarrones o espasmos, que evidencian la violentación de la vivencia de la realidad, su transfiguración y desquiciamiento, como si hubiera sido desencajada, como si se sintiera sin la protección, en los nervios, de la mielina. Miller busca la genuina raíz del melodrama y la encuentra, como tres años después Clint Eastwood en la también magistral 'Los puentes de Madison'. Las emociones se palpan, su dolor impregna la narración, sin nunca incurrir en la afectación, sino en un descarnado equilibrio como una cuchilla que no deja de rasgar, implacable, el tuétano de la emoción, como quien no deja de mirar de frente a la espesura de la oscuridad, aunque duelan los párpados, porque sabe que manteniendo los ojos abiertos, el dolor en tensión, y no anestesiado, quizá logre encontrar la brecha para que irrumpa la luz. En este sentido es crucial el uso de la música seleccionada en la banda sonora. Desde la opera 'Norma' de Bellini a composiciones de Allegri, Mozart y Algar pasando por el 'Bogoroditse devo', el himno de la iglesia ortodoxa rusa, interpretado por Gloria del Cantorae. Mención especial para el uso, en los pasajes más dolorosos, del Adagio de Samuel Barber, que la conecta con otro soberano melodrama, y el dolor por una enfermedad anómala, 'El hombre elefante' (1980), de David Lynch.
Una película que no es cómoda de ver y que nunca olvidas. No sé si es una obra maestra pero transmite genuinas emociones como bien dices.
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