martes, 21 de marzo de 2017
Una historia de locos
Si naces sobre una profusa multitud de cadáveres quizá pueda determinar que tu mente nunca consiga mantener el equilibrio deseado. O, simplemente, te puede sentir un muerto en vida. Establecemos vínculos para sentirnos conectados con los otros, con la realidad, como si el reflejo nos devolviera la confirmación de nuestra presencia, bien definida. Si sientes que te han sustraído el vínculo con la raíz que define el yo que es nosotros, te sentirás como quien vaga a la deriva por causa de una onda expansiva que aún no ha remitido. Esa onda expansiva no ha dejado de borrar ese reflejo, como si no hubieras existido o fuera otra la imagen definida de lo que has sido y eres, de tu falta o herida. Paradojas: Una mujer que ama prefiere no crear vínculo con quien ama porque interfiere en la lucha para recuperar la raíz que fue sustraída, el vínculo dañado con la tierra natal de la que su pueblo, su identidad colectiva, fue desposeído y privado. Paradojas: la madre que no desea nada más que su hijo retorne al hogar revela a quien sufrió el atentado que perpetró que fue su primogénito el causante. Matas, sustraes vida, porque sientes que sino nadie escucha ni que existes ni que ocurrió lo que sufriste. Pero la muerte de aquellos que representan a los que, en el pasado, masacraron a tus antepasados, también implica el daño colateral a quienes incluso ignoran que existe o existió ese conflicto, quienes son unos y otros. Ese escenario tan ajeno que no ha sido ni colateral en su vida, ya que ignorabas su realidad, irrumpe con el estallido de una bomba que casi te deja impedido. Sientes sólo la bomba, no sabes de heridas colectivas ni individuales de aquellos que provocaron tus heridas. Y quizá, en vez de buscar la retribución por el daño sufrido optes por preguntarte por qué lo hicieron, cuál era su desesperación y padecimiento. Quizá pueda calificarse de paradoja. O quizá simplemente abre una interrogante necesaria, esa que sabe cauterizar heridas y cegueras. Sobre paradojas e interrogantes se construye 'Una historia de locos' (Une histoire de fou, 2016), de Robert Guediguien.
Entre 1915 y 1923 el pueblo armenio sufrió un genocidio. El imperio otomano asesinó un millón y medio de armenios. El pretexto: según ellos, los armenios cristianos se habían aliado con los rusos. Los que no fueron asesinados se desperdigaron por el mundo, como figuras errantes que habían sido desposeídas de su tierra. Los turcos negaron incluso que se hubiera realizado asesinatos en masa. Las muertes simplemente eran consecuencia de una guerra civil. Se tergiversaron los hechos. Se negó un sufrimiento, se negó una realidad. Se les despojó de su tierra. Ni lugar ni historia. Otro lugar que buscar, otra historia que los sepultaba. Su seña de identidad, su lenguaje, su religión, su arte, se convirtió en equipaje de errantes que echaron raíces en múltiples lugares, como en Francia, en Marsella, la familia que conforman Hovannes (Simon Abkarian), Anouch (Ariane Ascaride), su hijo Aram (Sirus Shahidi) y su hija pequeña. Hovannes siente que porta consigo esa seña identidad, pero su hijo comparte la idea de quienes opinan que la violencia es el medio de recordar que existen como pueblo, que fueron despojados de su lugar, y que sufrieron un genocidio. La narración se inicia con la ejecución de una venganza, cincuenta años atrás, en Alemania, la de un armenio contra uno de los principales responsables del genocidio. Es el ejemplo que inspira, a inicios de los ochenta, a los que no se conforman con establecer su particular hogar, integrados en otro entorno y otra cultura, sino que necesitan que les reconozcan lo que son, que son, cuál es la tierra, la zona geográfica en el mundo que les corresponde, y la historia que les define. Se establece o instituye otra versión de los hechos, la que plantearon los turcos, y esa es la realidad que quedó configurada. Esa supresión de relato que niega lo que padecieron, y por tanto lo que son, fue explorada en la magnífica 'Ararat' (2002), de Atom Egoyan).
Matar para recuperar la vida de un pueblo, su historia y su sufrimiento, porque sino son muertos en vida, como así se siente Anahit (Razane Jammal), la mujer que no quiere crear vinculo con el hombre que ama, Aram, porque está entregada a su misión de realizar atentados mortales para que se escuche con el estrépito de los disparos y las bombas que existen y que su sufrimiento pretérito se reconozca, que fueron negados y desposeidos. Pero Aram no sólo enfoca en ese propósito que niega las otras vidas, los otros escenarios, que son ignorantes del suyo, como el de Gilles (Gregoire Leprince-Ringuet), el chico que queda malherido por la bomba que hace explosionar Aram, cuando atentan contra el embajador turco en Francia. Gilles ignoraba incluso que existieran los armenios. Dos direcciones se alternan, hasta que coincidan, la progresiva asunción por parte de Aram de que no puede ser indiscriminado el grito de protesta que hace estallar a cualquier con su furia despechada que ofusca y contamina la justa indignación reivindicativa, y la conversión de despecho en comprensión por parte de Gilles, cuando se esfuerce en comprender las motivaciones de aquellos que hicieron estallar las bombas que dejaron sus piernas malheridas. Entremedias, como intersección, la madre que añora a su hijo pero se averguenza de su acto. Su aproximación, sostenida en la repulsa, invita a la comprensión del otro. La víctima se aloja en el espacio que ocupó el hijo que esta ausente para comprender donde se gestó ese escenario que ignoraba que existía y que, por absurdo azar, coincidió con su vida cuando pedaleaba con su bicicleta tarareando una canción que quedó interrumpida, como el curso natural de su vida, por una explosión. Miradas ciegas, miradas que desesperan, miradas que se interrogan, miradas comprensivas. Paradojas que más bien son contradicciones. Paradojas que abren umbrales en vez de heridas: La cordura intentando abrirse paso en una historia de locos.
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