lunes, 13 de marzo de 2017
Los malditos
¿Quiénes son los malditos a los que alude el título de 'Los malditos' (Les maudits, 1947), de René Clement ? En principio, parecen esas figuras semejantes a espectros que recorren la noche como si arrastraran una espesura de pesadumbre, entre calles que no parecen ya habitadas sino abandonadas. Esa sensación transmite el hogar al que retorna una de esas figuras, Guilbert (Henri Vidal). Pareciera que hace tiempo que lo abandonara. Una armónica bajo la cama le recuerda un tiempo lejano, quizá aquel en el que se podía sentir la música en la vida, esa que parece necesario que reanime a las figuras ensombrecidas. Las sombras de su pesadumbre son las de la guerra recién finalizada. Retornan para habitar de nuevo la vida que fue despojada. Guilbert parece un espectro que no sabe cuál será su futuro, que parece depender de lo que otros decidan en Oslo. El porqué de esa incógnita se desvelará a través de los reflejos que dominan el techo de su sombría habitación, reflejos que se tornan evocación de su avatar o desventura entre aquellos que representaban a los que intentaron despojar de vida a Francia, como no muertos que quisieron extraer el aliento, la sangre, la ilusión y el sentimiento de hogar de todo un país con su irrupción invasora. Aquellos que él mismo bautizará como los malditos.
En la previa, y excelente, 'La batalla del raíl' (1945), Clement se había centrado en los resistentes. En 'Los malditos' en un emblema de los opresores y sus colaboradores. Un grupo variopinto, formado por alemanes, italianos, franceses y noruegos quienes, en los coletazos de la segunda guerra mundial, en la primavera de 1945, se embarcan en Oslo en un submarino con destino a un país latinoamericano, con la misión de preparar el terreno para la llegada de otros agentes o representantes de la más alta jerarquía. Hay un científico, Eriksen (Lucien Hector), acompañado de su hija, Ingrid (Anne Campion), un periodista, Couturier (Paul Bernard), un industrial, Garosi (Foscho Giaccheti), al que sería un decir que acompaña su esposa, Hilde (Florence Merly), porque esta es la amante del militar alemán de alto rango, General (Andreas Von Halberasdt) y Forster (Jo Dest), un representante de las SS y su joven amante, Wily (Michel Auclair). Un percance, el golpe en la cabeza que sufre Hilde, causado por vibraciones en el submarino debido a las cargas de profundidad que lanza un buque aliado, determina que busquen un médico que la atienda, y este será Guilbert al que obligan a punta de pistola que les acompañen en una escala que realizan al norte de Francia. Sus dudas sobre qué decidirán en Oslo sobre su futuro están relacionadas sobre considerarán si colaboró con el enemigo o se vio forzado a ello para salvar su vida.
Entre los pasajeros, descritos con precisión con breves rasgos, no hay mucha confianza en el propósito de su viaje, ni en la posibilidad de una victoria, y más cuando se reciban las noticias sobre la muerte de Hitler. Excepto Forster, el representante de la SS, que tomará el mando cuando el militar también comience a mostrar ya menos determinación, o a remarcar su autoridad con él. Habrá quienes busquen una forma desesperada de huida, algunos lo conseguirán y otros no, porque son abatidos por Forster o porque se ahogan atrapados entre el submarino y el buque al que desean acceder, y los hay que recurren directamente al suicidio. Progresivamente, se irá reduciendo el número de esos pasajeros. Incluso el militar optará por unirse a un barco con el que se encuentran, al que Forster no dudará en hundir. Porque Forster considera que quien desiste o abandona debe ser eliminado. La narración se irá empapando de asfixia, como los ánimos que parecen angostarse. Los personajes se desplazan entre los habitáculos del submarino como ratas de laboratorio en un laberinto. Guilbert intenta encontrar en cada momento el modo de poder escapar (o cuando lo encuentra hay quien se le adelanta) o cuál puede ser la estrategia más adecuada para que le sigan considerando útil y así sobrevivir. La narración rezuma condena como un telón que se va desplomando sobre los personajes, como en la espléndida y descarnada secuencia, puntuada por un sobrecogedor silencio, en la que ejecutan, en otra escala del viaje, en la costa de Africa, a un colaborador un tanto reticente. Se escucha su grito, como un desgarrador filo, mientras se desploma lentamente la cortina tras la que intentaba guarecerse inúltimente. Como un castillo maldito despojado incluso de sus espectros queda solo, junto a un gato, espectador indiferente de tanta crueldad y tragedia, el doctor Guilbert quien, a la espera de que le rescaten, convierte en relato su desventura.
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