viernes, 24 de febrero de 2017
Logan
Digamos que Logan (Hugh Jackman) también se llama Shane. Aunque no porta un revolver sino afiladas cuchillas como garras que brotan de sus nudillos. Es una figura errante, que carece de hogar. Su errancia es más bien trivial como conductor de limusina, como trivial es el mundo que habita, del que son emblema los seres huecos que traslada como pasajeros. Su hogar refleja su carencia, una fábrica abandonada en mitad de la nada, en un paraje desierto, pura roña como su mismo organismo, que se va degradando por dentro, como su mismo talante, amargo y cínico, como desesperación y cansancio que escupe ácido, aunque lo intente narcotizar con el alcohol. Parece deshabitado, como si sólo deseara borrarse de la vida, como ya los mutantes son figuras en extinción. Aunque ignora que las nuevas generaciones se han convertido en productos. Ya no son rechazados como abortos de la naturaleza, sino como errores comerciales. Logan ya no cree en nada, nada quiere de nadie. Por eso, Logan confrontará su proceso de descomposición, no sólo el de su físico que pierde facultades, sino sobre todo el de su amarga pulsión de muerte, con la insurgencia del cuerpo joven que posee sus mismos atributos, e incluso su misma sangre. Aquí no es un niño como Joey (Brandon De Wilde) en ‘Raices profundas’ (1952), de George Stevens, que contempla con admiración a Shane (Alan Ladd), el pistolero errante que ha brotado de la nada para hacer desaparecer la violencia mediante el ejercicio de la violencia y luego él mismo desaparecer en el indefinido horizonte. En la notable ‘Logan’ (2016), de James Mangold, es una niña, Laura (Dafne Keen), con las mismas cualidades que Logan, incluso superiores porque es hembra (como las leonas posee garras de ataque y de defensa, delanteras y traseras), quien le confronta con su falta de ilusión y de impulso vital. Ese contraste, entre quien irrumpe en la vida y quien parece querer salir de escena, acrecentado con la relación con un nonagenario profesor Xavier (Patrick Stewart), al que Logan cuida en un espacio uterino herrumbroso, dota a la narración de una tristeza que se va sedimentando en la narración hasta densificarse en la hermosa secuencia final.
‘Logan’ revitaliza no sólo una franquicia, sino a un subgénero como el de los superhéroes que parecía atascado en el bucle de la redundancia. Pero no sólo busca otros senderos, en los que el desarrollo y conflicto de los personajes sea el núcleo central, en equilibrada armonía con contundentes secuencias de acción, sino que se impregna de una emoción fronteriza y un incisivo substrato reflexivo que no rehuye la aspereza en varios sentidos. No sólo en el patetismo de mostrar a Logan ayudando al profesor Xavier a introducirse en un mugriento baño de carretera para poder mear. ‘Logan’ confronta con la idea de hacer daño. No importa si es a buenas o malas personas. No hay justificación, sino la asunción de que todo el daño que infliges, toda vida que sustraes, la acarreas contigo para siempre, como Shane le expresaba a Joey en la última secuencia de ‘Raices profundas’. Eres lo que eres, y no puedes negarlo, como no siempre se puede lograr cambiar por mucho que se intente. Logan ha querido ser lo que no es, y su vaciamiento se ha tornado en amargura, entraña y mirada herrumbrosa.
La furia que le caracterizaba, constituida en garra de metal, la ha dirigido hacia sí mismo, como ácido corrosivo. Por eso, literalmente, se enfrentará al reflejo de su cólera y amargor sin emoción ni escrúpulo alguno, ese que le ha derrotado y convertido en una renqueante figura deambulante desprovista de luz (lo que ha no ha dejado de matarle durante toda su vida como un tumor que llevara dentro de sí). Significativo es que el mutante que le ayuda en el cuidado de Xavier sea un albino, Caliban (Stephen Merchant), quien físicamente no soporta la luz, que abrasa su piel. Logan se abrasa interiormente porque se niega a integrar la luz ya en su vida, como si no fuera posible. Una niña, que brota de su sangre, como una figura del horizonte que no se podía imaginar, restituirá el último suspiro de su ánimo combativo contra un sistema de vida tramado por el abuso y la explotación (que a él mismo creó como su instrumento). Los niños nacidos en laboratorio son el fruto de la inseminación artificial de genes mutantes en mujeres emigrantes mejicanas que después eliminaban. Lo otro, de nuevo, lo rechazado y estigmatizado, lo que no se quiere que cruce la frontera para contaminar la pureza de la raza dominante. Por eso, la liberación sólo será posible si se cruza la frontera. No hay que entrar, hay que huir de un país en el que los pequeños granjeros o ganaderos se ven acosados y amenazados por los poderosos, que además cultivan materia sintética para injertar con el consumo de bebidas tonificantes la ilusión de que el mal día es un buen día, que lo que te erosiona se puede deglutir y soportar.
Precisamente, esa familía granjera, negra para más señas, representa la vida hogareña de la que ha carecido siempre Logan. Pero el sueño que dejó de serlo porque no logró ser no deja de estar amenazado como posibilidad, como si su duración no fuera factible. Cuando se cruzan sus destinos, esa familía porta unos caballos, que se desbocan en mitad de la carretera, tras perder el control del coche en el que los transportan por la maniobra de un camión de la empresa todopoderosa que los echa de las carretera. Esos caballos que representaban la libertad que no podía conseguir el agonizante protagonista de ‘La jungla de asfalto’ (1950), de John Huston. En ‘Raices profundas’, la familias de granjeros lograban liberarse de la opresión violenta del todopoderoso ganadero gracias a a la intervención de Shane. En ‘Logan’ pierden la vida a manos, precisamente, de su reflejo, como si no consiguiera escapar de su sombra, que desgarra y mata toda posible vida armónica. Logan no cree que haya sueños, ni que existan lugares edénicos más allá de los que existen en las páginas de un comic, como en la vida real la gente muere y sufre de verdad daño. En este sentido, ‘Logan’ es una película que duele con su filo de tristeza, porque recuerda que hasta los héroes son vulnerables y mortales. Porque recuerda que la confrontación con los que abusan de su poder y explotan a los desfavorecidos puede derivar en derrota. Aunque la ilusión siga alentando como una gota de sangre con insurgentes garras afiladas que se aleja hacia un horizonte no indefinido sino aún marcado por las fronteras que niegan.
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