domingo, 20 de noviembre de 2016

Almas desnudas

En 'Atrapados' (1949), de Max Ophuls, una chica joven, encarnada por Barbara Bel Gedes, vivía el siniestro reverso del cuento de hadas de Cenicienta. El príncipe deseado, un millonario, encarnado por Robert Ryan, se revelaba un desquiciado hombre que padece el trastorno de necesitar que todas las voluntades se plieguen a la suya. Su enajenamiento no dejaba de ser el distorsionado reflejo del enajenamiento de la joven que superponía el modelo sobre lo real. El contraste, el ras de suelo frente a la obnubilada fantasía, lo representaba un médico, encarnado por James Mason, entregado a la atención de la gente que (mal)vive en el otro extremo de los pudientes. En la siguiente película de Ophuls, ese mismo año, 'Almas desnudas' (The reckless moment, 1949), la cuarta y última producción que dirigió en Estados Unidos (ninguna de las cuales funcionó en taquilla), una mujer de vida acomodada, Lucia (Joan Bennett), no deja de cometer imprudencias cuando se empecina en evitar que la imprudencia de su hija, de 17 años, su capricho por un hombre bastante mayor de ella, Darby (Shepperd Stradwik), de dedicaciones un tanto turbias, tenga funestas consecuencias. Su afán de control se desquicia, y su realidad comienza a hacer aguas. Quien parece representar la imagen siniestra, Donelly (de nuevo, un extraordinario James Mason como contrapunto), en principio chantajista, se revelará, sorprendentemente, como la figura protectora y salvadora.
El contraste entre dos movimientos de cámara, en las primeras secuencias y en la secuencia de clausura, condensa el trayecto de una narración que deriva hacia un derrumbe no imaginado aunque se logren solventar las vías de agua de las imprudencias de hija y madre. Aparentemente, todo parecerá de nuevo en su sitio, como si nada hubiera alterado ni dañado la vida de esa familia, pero en cambio sí se habrá visto conmocionada la vida de la propia Lucia, de lo que probablemente nadie alrededor se percatará. En las primeras secuencias, Lucia baja las escaleras y habla por teléfono con su marido. rodeada, e interrumpida, por el 'equipo' (como así los llama en la carta que escribe a su marido ausente por cuestiones de trabajo en Europa), su padre, su hija, la cocinera y su hijo pequeño. En la última, también baja la escalera para de nuevo hablar con su esposo, pero en esta ocasión el encuadre se centrará en ella, aunque esté rodeada de otros componentes de su familia. Nadie sabe lo que padece, ya aislada en una aflicción que con nadie podrá compartir, una vivencia que supondrá un demolición invisible pese a que su familia permanezca indemne.
En la segunda secuencia, Lucia visita al hombre que teme sea el amante de su hija, Darby, para exigirle que deje de verla. La realidad no responde: ni su hija quiere dejar de verle, y él sólo lo hará a cambio de dinero. Cuando, previamente, entra en el local, seguida por la cámara, en primer término del encuadre se escuchan breves fragmentos de dos conversaciones. Lo que para ella es crucial, para otros es nada, es otra de tantas tramas que se cruzan en la vida. Durante el relato, sea el padre o sea el hijo, interrumpen momentos que para ella son dramáticos, tensos, ignorantes de lo que ella sufre. No saben que al descubrir el cadáver de Darby en la playa, ignorante de que ha caído accidentalmente sobre un ancla, ha pensado que la autora es su hija, y ha trasladado el cadáver, en su bote, a una playa a kilómetros de distancia. No saben que aquel hombre que la visita, Donelly, le chantajea con entregar las cartas que su hija escribió a Darby tras descubrirse el cadáver de este. Sólo en cierto momento el padre llegará a entrever que algo en la superficie de su hija no es la misma, y ofrece su apoyo si ella lo considera necesario, pero se da por satisfecho con la justificación de que se debe a la nostalgia de su marido. Lucia se enfrenta a unas mareas que amenazan con derrumbar su vida, con los 5000 dolares que piden, con la investigación policial en los alrededores. Su hija se convierte en un peso muerto que solloza su decepción, y su hijo y padre siguen su vida ignorantes de lo que puede tambalear su existencia. Lucia quiere parchear y sólo lo complica más. Teme que sea su hija la asesina, por lo que no avisa a la policía, lo que propicia que tema el chantaje con el que la amenazan. Pide prestamos, empeña joyas, busca de modo desesperado cómo contener a unas turbulencias que parecen desbordar cualquier dique que intenta erigir inútilmente.
Cuando parece que su vida se hundirá irremisiblemente, surge el rescate de donde menos lo espera. En las sombras pueden surgir luces inadvertidas, inclusive para las propias sombras. Eso era en lo que se había convertido Donelly, que se revela como un personaje desconcertante, que supera cualquier presunción sobre su forma de ser o de actuar. Habla con el padre como si pareciera de verdad un compañero del marido ausente, soluciona un problema del coche del hijo, es apreciado por la cocinera, se preocupa por el hecho de que Lucia fume tanto, y le compra unos filtros, que paga él mismo, para que no le afecte tanto el tabaco. A nadie parece un personaje turbio ni siniestro. Donelly parece haberse encontrado con lo que pudiera haber sido si su vida hubiera tomado otra dirección. Mientras ella se desvía, él reencuentra su sendero, que implica cambiar de sentido. Ha encontrado en Lucia alguien que ha modificado su forma de sentir y actuar. O que le ha recobrado de las sombras en las que se había sumido. En un intenso primer plano, en la distancia de una conversación telefónica, insinúa su enamoramiento cuando incluso le confiesa con vehemencia que no quiere la mitad del dinero que le corresponde del chantaje solicitado. Es un primer plano que convulsiona toda la narración, como si quebrara todas las turbias sombras o falsas luminosidades de las vidas alrededor. Parece la contraposición a las conversaciones telefónicas de Lucia con su marido, aunque coinciden en que una y otra no hay contraplano. Pero ese primer plano encontrará su contraplano en el final de Lucia, encuadrada a través de los barrotes de la balaustrada de la escalera. Donelly se convertirá en el protector de Lucia frente a su implacable socio, Nagel (Roy Roberts), quien no reconoce al Donelly que él creía conocer. Donelly se transforma, y se sacrifica incluso por Lucia. La vida de Lucia también se transforma, pero nadie a su alrededor se percatará de que ya nada será lo mismo para ella, de que incluso ella ya no será la misma. Era hasta ahora una prisionera de su vida familiar, como le había señalado Donelly, y permanecerá prisionera pero ya consciente de que lo es, porque nadie sabrá de la huella de un dolor que nació en el estertor del gesto generoso que salvó la seguridad de las apariencias de su vida.

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