jueves, 24 de noviembre de 2016
Aliados
Dos personas se atraen. En su tanteo, actúan, simulan, urden estrategias, promocionan una versión mejorada de sí mismos, o la que creen que el otro puede valorar más. Quizás disimulen lo que sienten, mientras intentan discernir qué siente el otro. En ciertos tiempos, o en ciertas sociedades, se formalizaba el proceso de cortejo. Uno y otro conocían los pasos que el procedimiento requería para conseguir el fin establecido o deseado. Los roles estaban bien perfilados. Se seguía la línea de puntos y se alcanzaba la meta, o se era rechazado como pretendiente, pero entre medias al menos no se extraviaban en difusos procesos. Si no hay formalizaciones, la incógnita o incertidumbre entra en juego como las variaciones de una meteorología que alterna borrascas con anticiclones del modo más imprevisto. Más que un pretendiente, lo que hay son contendientes. Y la finalidad es conseguir convertirse en aliados. Hasta que se consolida ese estado, la disputa es un juego de representación, una partida de ajedrez, un intento de definir una coreografía conjunta sin conocer un previos pasos de baile establecidos por pautas instituidas de cortejo. En ese proceso se es otro, se actúa, para lograr discernir cómo es el otro. Claro que toda consecución establecida sobre unos modos de actuación, más que exposición, puede generar dudas sobre quién es el otro, quizás la consolidación de esa alianza se sustenta sobre superficies, y la duda o la vacilación no dejen de aparecer con el paso del tiempo, como grietas que comienzan a resquebrajar una máscara, o una capa de pintura. Al fin y al cabo, de quién te enamoraste, quizá de un actor o de una actriz, de un personaje que buscaba priorizar las facetas más seductoras. Es un escenario, y lo real es un desierto. De repente, irrumpe una figura, y hay que encajarla en el contexto. Llega del cielo lo inesperado, y su rostro no es visible. Hay que intentar averiguar cómo es. Y no sabes cuánto pueden durar los procesos. Puedes dudar que tras una máscara haya otra, y al final sólo el vacío. La magnífica 'Aliados' (Allied, 2016), de Robert Zemeckis, con guión de Steven Knight, se inicia con una imagen del desierto. Irrumpen las piernas de un paracaidista, Vartan (Brad Pitt), un militar canadiense del ejército británico.
Vartan y Marianne (Marion Cotillard) se conocen en medio de una representación. Actúan con identidades que no tienen que ver con ellos. Simulan que son un matrimonio, aunque no se conocieran de antes. Pero la simulación tiene un propósito. Tienen que realizar una misión, asesinar al embajador alemán en Marruecos. Se ajustan a unos papeles, y la emoción brota entre la mascarada. Otro juego escénico delata lo que se gesta entre ambos. Cuando él le reprende por no percatarse de quitar el seguro al arma en las prácticas de tiro, poco después ella se desabrocha la camisa para probar si él tiene 'otro' seguro puesto. La devolución escénica indica la latencia de unos sentimientos en gestación, que se visibilizan en términos de contienda. La atracción va abriendo brecha en la simulación, y los sentimientos se desabrochan definitivamente mientras una tormenta de arena les rodea en el coche. La cámara gira alrededor de ambos como un torbellino, y ya anuncia el que sacudirá sus vidas un año después, ya en Londres. Ya consolidada la relación, ya establecido un escenario que se supone manifiesto, sin pliegues ni dobleces, surge la duda que interrogará si lo que es visible no será una representación. Cuando a Vartan le comunican que sospechan que Marjorie sea una espía alemana, él recordará las palabras de ella cuando aseveró que para fingir adecuadamente había que sentir lo que se suponía sentir. Los límites entre ser y representación por lo tanto son difusos. Aunque duda de que la mujer que ama no se corresponda con quien aparenta ser, al mismo tiempo la duda contraria establece su semilla, aunque otra interrogante más se sume posteriormente, cuando se plantea otro quizá: quizá le estén probando antes de ofrecerle un cargo superior. Sea la razón que sea, la tormenta de arena ofusca la percepción de Vartan. En la fiesta en la que le plantean esa segunda posibilidad, un avión alemán está a punto de estrellarse sobre su hogar. Cae en las cercanías. Pero Vartan no sabe si son sus dudas las que están haciendo tambalear su hogar o si la mujer que ama es quien dice ser. Se cuestiona al mismo yo, como a la propia realidad, la condición de los otros. Quién es ella, qué percibo yo.
En ese trayecto de esclarecimiento se estira la cuerda de la tortura de la expectativa, como modélica aplicación de un genuino tropo del melodrama: Vartan necesita la corroboración de aquellos que la conocieron antes que él. El primero ya no ve, el segundo está al otro lado del canal, envía la foto con un aviador, pero este es derribado, debe él mismo realizar un vuelo hasta Francia, pero cuando llega se entera de que está detenido por la policía, debe asaltar la comisaría, y para remate deberá enfrentarse con unos soldados alemanes. Una imagen es la enseña de su duda: una imagen rota: es la imagen de su boda, de la que ha cortado su propia figura. Ha perdido la visión como ese primer testigo, que ahora le reprocha que por una orden suya perdiera un ojo, y casi la vista del otro. Vuela, pero las hélices de su discernimiento están atascadas, como si hubiera perdido altura, abatido como ese avión que a punto está de estrellarse sobre su hogar. Lo que parecía ser quizá sea una apariencia movediza, por eso se hacen necesarias de nuevo las estrategias iniciales del cortejo para saber qué actitud tiene el otro. Se siembre de trampas, para ver si el otro cae, y así de ese modo se desvelen sus intenciones, su implicación. ¿Quién es aquella que amo?. ¿Si ella es lo que dicen, una espía alemana, además implica que es falso que me ame, también es eso parte de la representación? Si ella no es lo que parece por extensión él es nada, un ojo vacío, un hombre que no sabe ver, y que ama una mera ilusión: ¿es ella un rostro que ha superpuesto sobre un desierto vacío sobre el que simplemente ha caído?. En la bellísima coda se realiza, en un prodigioso ejemplo de condensación, la perspectiva de quien hasta entonces era una pantalla difusa sobre la que forcejeaban las conjeturas. Sólo en un instante se había quebrado el punto de vista, como una fisura que ya dejaba entrever, por la mirada de la extraordinaria actriz francesa (que además mira hacia el fuera de campo, como ella se ha convertido en un incierto fuera de campo para el hombre que ama), lo que en esa coda se desvela: lo que ella siente, cómo se ha sentido, por qué actuaba como actuaba. Queda entrevisto lo que pudiera haber propiciado otro relato alternativo desde su perspectiva. Y queda la dolorosa huella de la dificultosa consecución de una alianza sin que entren en juego los torbellinos de las tormentas de arena que convierten el territorio de los afectos en una contienda o una espesura difusa que quizá sea la cuenca de nuestro propio ojo vacío.
Alan Silvestri compone una notable banda sonora
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