martes, 25 de octubre de 2016
Woman in a dressing gown
Hay circunstancias en las que no podrás evitar hacer daño a alguien aunque no quieras. Si abandonas una relación para iniciar otra, sufrirá quien abandonas, pero quizá te condicionen los remordimientos y sacrifiques lo que sientes porque no asumas ese abandono al que les sometes, que a ti parece desamparo. En esa tesitura se encuentra Jim Porter (Anthony Quayle), en 'Woman in a dressing gown (1957), de J Lee Thompson, una obra que alcanzó cierta resonancia en su momento, como reflejan sus premios en el Festival de Berlín, pero que luego sería sumida en el olvido. Quizá no ha habido demasiado interés en indagar en la primera obra de un cineasta británico que pasó a la impersonal primera división de producción en 1961 al sustituir a Alexander MacKendrick en 'Los cañones de Navarone', aunque realizará en esa década una notable obra como 'El cabo del miedo', la cual durante mucho tiempo se ha considerado excepción en una filmografía que no ha merecido demasiada consideración, sobre todo porque fue el director titular de las películas de Charles Bronson en los 70 y 80. Ni siquiera fue rescatada por sus vínculos con el Free cinema, porque sin duda se puede ver como precursora del llamado 'kitchen sink drama' (Drama de fregadero), cuyo arranque fue fechado en 1959 con 'Mirando hacia atrás con ira', de Tony Richardson, según la obra de John Osborne publicada tres años antes. No hay jóvenes desilusionados, o que se sientan desconectados o al margen, pero sí rezuma desilusión la ordinaria vida de la familia protagonista, sobre todo la que se filtra a través del conflicto que vive Jim.
Un año después Thompson rodaría otra estupenda obra, 'Fugitivos del desierto' (1958), también con un cuarteto de protagonista, militares que deben cruzar un desierto para llegar a Alejandría durante la segunda guerra mundial. Estos cuatro personajes de clase media de 'Woman in a dressing gown' también viven su particular conflicto bélico y han debido cruzar su particular desierto, aunque quien lo siente así es uno, el padre, Jim. Porque la madre, la mujer en bata a la que alude el título, Amy (extraordinaria Yvonne Mitchell, quien ganó el premio a la mejor actriz en el festival de Berlín), piensa y siente que el desorden de su vida es un orden de felicidad. Desorden es lo que físicamente define el hogar. En las excelentes primeras secuencias de los preparativos de una mañana que es todas las mañanas que han podido vivir los pasados últimos veinte años, mientras padre y el hijo adolescente, Brian (Andrew Ray) se visten y afeitan (o el hijo ya plantea sus primeros afeitados), la madre lidia con un hogar que es una auténtica jungla de desorden, una mesa rebosante de mil objetos, mientras se olvida de sacar a tiempo las tostadas, que se queman, o los huevos y bacon de la sartén, que también se chamuscan. No hay ni sitio para que se puedan colocar ambos en sus correspondientes sillas para poder desayunar. Parece la tónica de sus días que ambos parecen sobrellevar con sonriente resignación.
Pero la aparente impavidez esconde insatisfacciones y desgastes no expresados. Jim mantiene una relación sentimental con una joven compañera de trabajo, Georgie (Sylvia Sims). Y Jim lleva ya un tiempo batallando consigo mismo para expresar a su esposa que ama a otra mujer, que a su vez le corresponde. El desorden que es nota característica del hogar se transmuta en desorden que socava la vida de Amy, como si esta se hubiera convertido en la oquedad resultante del estallido de una bomba (los encuadres se desequilibran y distorsionan desde su perspectiva cuando siente que se va a desmayar en la cocina). Amy no se derrumba, y como el batallón diezmado por el enemigo, la mujer en bata intenta ponerse sus mejores galas para realizar un desesperado contraataque para recuperar al marido que ha sido figura integral de ese desorden ordenado que constituía su vida. Vende su anillo para poder disponer de un dinero con el que acudir a la peluquería, a la que probablemente no ha ido en mucho tiempo, o comprar una cara botella de whisky, pero los elementos parecen ponerse en su contra, cuando una lluvia torrencial, y la poca solidaridad de los transeúntes, determinan que su peinado se desfigure, y para remate, consuma con una amiga vecina la botella de whisky para aliviar su contrariedad. Esa desesperación que se camufla en resignación que acepta un aciago requiebro del destino empapa el sentimiento de culpa de un marido que no puede desprenderse del vínculo con una vida que se hizo hábito durante tantos años. Lo que uno es ya no es lo que uno desea ni siquiera su descontento sino el hábito que engancha con una realidad en la que lo más importante es la sensación de que todo permanece indemne. Y quien irrumpió en el escenario enquistado de tu vida para insuflarte vida sencillamente es el recuerdo de tu incapacidad de vivirte a ti mismo porque te subordinaste a los otros. A ella no le haces daño, porque ves el reflejo de ti mismo, ves el reflejo del daño que tú infliges a otros. Y hay quien no puede vivir con el peso de ese dolor infligido. Esa es su derrota, la que se inflige a sí mismo.
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