domingo, 3 de julio de 2016
La vida soñada de los ángeles
La vida soñada de los ángeles puede que se parezca a un estado en coma. Cuál es el estado en coma, también sería necesario dilucidar. Intentas tejer tu vida, darle forma, pero no dejas de forcejear con la precariedad y la vulnerabilidad. La vida no deja de asemejarse a un descosido, puede que porque seas torpe, y no seas capaz de dar las adecuadas puntadas, quizá las circunstancias no acompañen. Y permanecer despierta, con la mirada firme que no deja de saber cuál es el sabor del ras de suelo que raspa, implica apretar el puño interior de las entrañas y soportar las mareas de la precariedad y la contrariedad con un persistente ejercicio de resistencia. Aunque hay quien prefiere soñar con salir de esa sensación de atolladero y sumidero vital por la vía rápida, y el discernimiento se ofusca, y la exposición deriva en que se precipite, inerme, en el abismo de la decepción y la frustración. Si las alturas niegan acceso decides lanzarte al vacío como asunción de una derrota. En 'La vida soñada de los ángeles' (La vie revée des anges, 1998), de Erick Zonca, Isa (Elodie Bouchez) sabe bregar con las heridas. Una ostensible cicatriz surca una de sus cejas. Es la mirada que sabe de qué materia dolorosa está hecha la vida que no sabe de ángeles ni vuelos sino de caídas e indigencia.
Pero su mirada no ceja de dibujar sueños, posibilidades en el horizonte hasta ahora remiso. Es una mirada con sonrisa presta, que nunca pierde paso en la amargura. Vende unos dibujos con los que intenta sacar unos euros, y el azar dispone que alguien le ofrezca un trabajo, como tricotadora. Pero no es una de sus habilidades, y pierde el empleo. Como en su propia vida no domina el arte de saber hilvanar las oportunas puntadas que perfilen la tela o la vida del modo idóneo. Permanece en los márgenes, en la periferia, como una mirada que no desiste en encontrar un resquicio en el que encontrar el cimiento firme en la vida. El azar posibilita que conozca a una compañera de trabajo, Marie (Natasha Regnier), quien de modo provisional reside en un hogar cuyos dueños han perecido en un accidente automovilístico, excepto su hija adolescente, que permanece en coma. Una residencia provisional, una ilusión de residencia, de estabilidad y permanencia. Isa no deja de visitar a la chica en coma, mientras Marie prefiere ignorar su existencia.
Una sabe que la vida deja cicatrices, sabe que los accidentes pueden ocurrir cuando menos lo esperes, sabe lo que es habitar, resistir, la intemperie. Marie sigue prefiriendo mirar a las alturas, a lo que podría ser, a lo que la libere de su precariedad. Su mirada parece un ascua que refleja una crispación, la urgencia de encontrar el resquicio por el que fugarse de su vida indeseada. Prefiere agarrarse al sueño sin sentir que es un clavo ardiendo sino un hermoso príncipe en forma de empresario adinerado, Criss (Gregoir Colin) que la despertará de la pesadilla. Isa no necesita muletas ficticias, se basta y sobra con su propia fortaleza, sin dejarse llevar por espejismos. Y esa divergencia de miradas colisiona, y la amistad, la complicidad, se resiente, y se agrieta. Una y otra toman direcciones distintas, una la que sigue conectada con la indigencia en la oscuridad de los callejones, otra con el vacío en el que estrellar la decepción de un engaño que no la liberaba sino que la atornillaba aún más en su desposesión. La vida soñada de los ángeles resultó ser para quien miraba lo que quería mirar un estado en coma que la precipitó en el abismo. Mientras una mirada que sí sabe mirar dialogaba con un cuerpo en coma, el reflejo de una posibilidad que no deja de amenazar su paso de ángel funambulista en la intemperie de la vida.
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