viernes, 17 de junio de 2016
El cine de Raoul Servais: la sublevación de la imaginación
Y sientes que con el martillo de tu poderío puedes aplastar a la molesta mosca. Sientes que puedes ser el jinete del caballo alado que puede surcar los cielos y dominar la realidad. Por eso, criatura humana, has necesitado siempre de dioses, porque aspiras a serlo. Pero la realidad, la mosca, siempre se fuga, la realidad, la mosca, vuela, y molesta porque es imprevisible, y escurridiza, es una constante en la vida que no podrá controlarse. De entrada, porque es finita. Las moscas viven un día, pero siempre habrá moscas, otras aunque parezca la misma, como otros momentos aunque parezcan el mismo, y no podrás a todas sojuzgarlas con tu martillo, y esa incierta e incontrolable condición de lo real no podrás dominarla. Por eso tu martillo sólo golpeará el metal (el eco de tu mismo gesto) con el que edificaste tus infulas de dios, de caballo alado cuyo peso sientes que es impotente ante la diminuta pero irreductible alada mosca que se fuga a tus designios. Esa es la fábula que nos sacude como un martillazo de incisiva humildad en 'Pegasus' (1973), una de las piezas maestras de cine de animación del director belga Raoul Servais, quien con 87 años ahora presenta su última obra, 'Tank' (2015). En su obra alienta, como un péndulo implacable, la constatación de una condena (en la naturaleza del ser humano), su arrogancia (como el productor de 'Goldframe', 1969, que es literalmente aplastado por su desmesurada sombra, el reflejo del gigantismo de su vanidad y suficiencia) y el irreductible aliento de la sublevación (de la imaginación) frente a toda opresión, frente a las limitaciones con las que el ser humano cerca la realidad de los otros y restringe el alcance su mirada.
En 'Atraksion' (2001), unos humanos caminan encorvados como Sisifos que arrastran la bola de su condena en su eterno paseo de gesto repetido sin finalidad ni destino. Pero hay una luz en las alturas que deslumbra la mirada, porque no se perfila su origen ni condición, pero se siente como alumbramiento, e incita a elevarse hacia ella como si fuera la salvación de su miseria, el destello de la singularidad que les rescate de la uniformidad de sus uniformes con rayas, indistinguibles unos y otros, como sus mismas acciones. Pero esas alturas abrasan. Aquella construcción que se asciende no es el tallo de unas habas que llevan a un gigante a quien abatir para conseguir la sensación, y convicción, de que se es gigante y sentir que todo es posible en la realidad a ras de suelo. Aquella luz es una bombilla cuyo contacto abrasa. Y más aún, en el mundo inverso, donde visten otros uniformes que sólo se diferencian en la configuración de las rayas, realizan lo mismo y aspiran también a salir de su condena. Alturas que abrasan, anhelos de sentirse elevados. Pero también, en el otro extremo, la uniformización como anulación y opresión.
En 'Chromofobia' (1966), un ejercito de seres también intercambiables, soldados que asemejan tortugas en sus caparazones, porque su mente es realmente un caparazón, elimina todo color en la realidad. El color implica dejar paso a la imaginación, que es la raíz fundamental de la sublevación que siembra la singularidad y las interrogantes y lo posible frente a las restricciones en los límites que pretenden domesticar en la indiferenciación que es anulación de pensamiento, como la sorna de 'To speak or not to speak' (1970), en el que un reportero pregunta sobre la situación política actual. Los bocadillos se convierten en encuadres dentro del encuadre, un espacio de incoherencias e indefinición, el que brota de los que no logran articular su pensamiento. Cuando sí se logra alumbrar una réplica que se singulariza es reciclada por el poder para anular su transgresión, como el 'hacer amor' en 'compre' (el deseo teledirigido en consumo voraz).
Servais vivió una infancia que le posibilitó la apertura a la diversidad y la amplitud de miras. Su entorno, en Ostende (Bélgica) era un espacio abierto al mundo, a la multiplicidad de perspectivas. Durante la segunda guerra mundial el lugar donde se educó acogió a exiliados de diversas procedencias, austríacos, vascos, alemanes e italianos. Como vivió pronto lo que es la pérdida de lo propio, la violentación del mundo, cuando su familia perdió posesiones y negocio. El mundo era un lugar en el que las líneas fácilmente podían desdibujarse, como erradicarse el fundamento, la coherencia, enmarañándose en un absurdo de puntos de fuga, en el que las perspectivas podían ser múltiples, pero quizá carecer de centro. O lo era la propia imaginación que no dejaba de cuestionar la realidad e interrogarla desde otros ángulos que talaban las reductoras certezas. Las notas falsas no son las que desentonan, las que hay eliminar, sino puntos de fuga, interrogantes que quizá pongan en evidencia la uniformada y arbitraria partitura instituida de la realidad.
En su segundo cortometraje 'La nota falsa' (1963), un organillero es despreciado porque en su música una nota falsa se convierte en molesta estridencia, como el zumbido de la mosca incontrolable, que no cesará en otras moscas cual roca de Sisifo. Pero la lágrima, la consciencia del dolor, de la precariedad, será la que eleve la singularidad de quien persiste con dotar de música a la realidad, porque las notas falsas, discordantes, no son sino parte de la inevitable partitura de la relación con la realidad, la que asume que el zumbido de la mosca no podrá ser siempre abatido, que habrá piezas que faltarán en el conjunto, que no todo se consigue, que no todo se finaliza, que siempre habrá algo que no se comprenderá, que la pérdida hendirá la vida como una dolorosa nota discordante. El surrealismo juega con esas notas, por eso su estilo se fundamenta, o configura, sobre lo aparentemente incoherente, sobre las discordancias y notas falsas. Servais inclusó fue discordante con René Magrite, con quien trabajó en 1953, aunque por otro lado fuera una de sus influencias fundamentales para configurar su mirada. En 'Las mariposas nocturnas' (1997), homenajea a otro gran pintor belga surrealista, Paul Delvaux. La imaginación que vuela, que dota de vida a las estatuas con las que se tiende a cosificar la realidad con la aguja del taxidermista que atraviesa la mariposa para convertirla ya en una criatura inmóvil y seca.
Tras dos décadas de trayecto, Servais incorporará, en algunas de sus obras, las figuras humanas reales. Y la primera creación mutante, entre la animación y lo real, será su más celebrada obra, la siniestra y turbadora 'Harpya' (1979), alrededor de una criatura mutante, la arpía, una figura que parasita, cual depredador, y transforma al ser humano, difuminando los límites entre piedra y humano, como las proyecciones románticas que anhelan realizar el agua de los sentimientos pueden enajenarse en sueño petrificado. Una obra que engarza con otras que también se inspiran en mitos femeninos, como 'Syren' (1968) y su participación de un minuto en la obra colectiva 'Winter days' (2005). La sirena será de nuevo reflejo de la destrucción de la singularidad y de lo diferente. Unas intercambiables grúas, elevadas figuras de metal, capturan una criatura que es varias en una. Una criatura que será mutilada para ser dividida porque no se puede ser diversa, y cada pieza corresponde a su lugar en el engranaje. Pero la imaginación se fuga, aunque sea en las sombras que no se dejan ver, el espacio irreductible de la sublevación, en el que la sirena aún no es despedazada, y puede ser un ave que vuele y se introduzca en una casa, como en el breve pasaje de 'Winter days', y se asiente en la cabeza de quien le alimenta con un pescado de la cubeta en la que refresca sus pies, y se convierta en una cabellera que se extiende y de nuevo vuela, como siempre hará la imaginación que se desprenda de límites.
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