lunes, 21 de marzo de 2016
Nuestra hermana pequeña
Los trenes y las estaciones, esas figuras constantes, como latido, en el cine de Yasujiro Ozu, están en presentes en momentos cruciales, y definitorios, de 'Nuestra hermana pequeña' (Umimachi diary, 2015), de Hirokazu Kore Eda. En una estación conocen Yoshino (Masami Nagasawa), de 22 años, y Chika (Kaho), de 19, a su hermana Suzu (Suzu Hirose), de 14. Ambas comparten padre, aunque las dos primeras no lo ven desde hace quince años. Asisten a su funeral, al que se ha resistido a acudir la hermana mayor, Sachi (Haruka Ayase), de 29, aunque aparecerá durante las exequias. Esa reticencia define su oscilante actitud, entre lo vivo y lo muerto, el pasado y el presente, el resentimiento y la regeneración. Resentimientos, el lastre que comparte con Suzu: Sachi por el abandono primero de su padre, cuando se enamoró de otra mujer, y después de la madre, y Suzu por la sustracción de la infancia (se ha dedicado al cuidado de su padre por un largo periodo de tiempo). Esa nueva estación determina nuevas direcciones: Sachi decide que Suzu vaya a vivir con ellas. La purga del pasado extrae un futuro. Lo intenta: es una primera confrontación. Invitar a la hija de quien derrumbó un hogar representa una negación a vivir en el resentimiento. En otra estación Yoshino expresa a Suzu que la compañía de un hombre transfigura la vida, ya que hace más soportables y llevaderos los desgastes laborales. La transición se dilata sobre un espacio vacío: al fondo la barrera del tren que asciende cuando el tren ya se marcha. El padre se marchó, no hizo más soportable ni llevadero nada, fue una barrera que no ha dejado de descender sobre sus vidas, su abandono supuso un encadenado de deserciones: también la madre las abandonó posteriormente. Poco después de la afirmación de Yoshino, ella será abandonada por su novio. Esa cohesión entre las cuatro hermanas resulta la única certeza de duración y permanencia.
En una estación Sachi intenta asimilar y encajar la propuesta de quien ama, el doctor Yasuyuki (Ryohei Suzuki). Le ha pedido que se vaya con él a Estados Unidos, asegurándole que pedirá previamente el divorcio. La negrura de la noche que domina el encuadre, y su soledad en el mismo, anticipan su decisión. No querrá romper esa armonía entre hermanas, como si quisiera evitar otra fisura con una decisión que evocaría otros abandonos pretéritos. Suchi admira al dorctor Yasuyuki porque trata a los muertos como vivos. En otra estación Sachi se reconciliará con su madre, hará del resentimiento regeneración, con las ciruelas como símbolo. El árbol de ciruelas en el jardín, con las ciruelas que se conservan durante años, se encarna en el símbolo de la apuesta por la vida, entre abandonos y pérdidas. Como la casa que se resiste a vender, una isla entre el fragor de los naufragios, una casa que, por construcción, parece pertenecer a otros tiempos, pretéritos, cuando más bien conecta unos con otros, como su misma configuración de edificación con puertas abiertas. Es un hogar que afirma la constitución de vínculo, aunque en ocasiones las heridas del pasado se conviertan en gestos retráctiles de negación. Suchi y Suzu gritan ante un acantilado su resentimiento con respecto a sus respectivas madres, como si liberaran una infección. Un túnel de cerezos se constituye en el espacio en el que Suzu homenajea, desprendiéndose de resentimientos, a su padre, que amaba los cerezos, mientras lo surca, como si flotara (en un dilatado primer plano), en la bicicleta que conduce el chico que le gusta.
El novio de Chika mira con nostalgia la cima del Everest que ascendió años atrás, contempla lo que fue y lo que sabe que ya no podrá ser. Aunque perdiera seis dedos, sintió que experimentaba algo que no siente en el discurrir cotidiano: por unos instantes ascendió la vida. Se paraliza en el pasado, en lo que ya no es duración. Chika le rescata del trance inmóvil y le propone ir a pescar juntos, esa afición que había descubierto que compartía con su padre. A veces los pasados se convierten en otros presentes que propulsan futuros, duración que genera. La inmovilidad del resentimiento se transforma en movimiento hacia adelante, como el sedal que se lanza en el aire hacia la incertidumbre. La narración es episódica, reflejo de esas vidas deshilvanadas, siempre vulnerables, expuestas a lo imprevisto, que pugnan por cohesionar. Y la armonía se va asentando, como una capa subterránea firme, en la asunción de la intemperie vital (comienza con un funeral y termina con otro) mientras se camina, como evidencia la secuencia final, en la orilla del mar, espacio fronterizo y mudable, como es todo presente, entre el pasado y el futuro, la perdida y la generación de vida.
El cine de Kore Eda suele vertebrarse sobre las ausencias y las desapariciones, las pérdidas y los abandonos, sobre las muertes en vida o la la confrontación con el pasado (los recuerdos como lastres). En su opera prima de 1995, 'Maborosi' (que significa' luz ilusoria', como esas luces que hacen creer a los marinos en alta mar que tienen ante sí la guía hacia la firme tierra, pero no es sino un espejismo que les aboca a la destrucción), Yumiko no entiende por qué Ikuo, el hombre que amaba, el hombre con el que compartía vida, se suicidó, dejando que un tren le arrollara. 'After life' (1998) es la sucesión de interrogantes en el espacio de la muerte sobre cuál es el recuerdo con el que se quiere vivir toda la eternidad. 'Distance' (2001) se teje sobre la colisión y distancia entre tiempos, con viajes que intentan sedimentar una cicatriz que cure una herida. Tres años atrás murieron más de un centenar de integrantes de una secta por envenenamiento inspirado en el atentado con gas sarín realizado en el metro de Tokio en 1995. En 'Nadie sabe' (2004), también unos niños quedaban solos, durante un año, sin que nadie lo advirtiera, tras que su madre les abandonara. 'Still walking' (2008) se 'pasea' a través de una reunión familiar, la que se realiza en cada aniversario de la muerte del primogénito, fallecido quince años atrás por salvar a un hombre de morir ahogado: se narra una colisión, un desencuentro, irreparable, de generaciones y mentalidades. 'Air doll' (2009) transpira sensación de intemperie y orfandad vital: la muñeca hinchable se revela el ser 'más vivo' entre los vivos, que más bien parecen ausentes de vida. Paradoja: criatura fronteriza ,entre lo inanimado y lo animado, cuya anomalía transgrede limites, representa la vida que 'falta' a los vivos.
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