miércoles, 23 de marzo de 2016
El hijo de Saúl
Desenfoque y enajenación. La realidad alrededor un rumor confuso, una realidad atropellada, como los propios cuerpos que se apilan alrededor, desnudos, cuerpos que ya son meros objetos, materia que se arrastra, deshechos, como la misma realidad, una suma de deshechos, degradada. Alrededor los cuerpos se agitan, matan en masa, o intentan rebelarse ante una muerte anunciada. Alrededor se inflama la realidad como una infección incontenible. Una mirada, un cuerpo que se acerca a la cámara, hacia el desenfoque, y se lo ajusta, como quien se ajusta la cámara aislante, la cámara acorazada para protegerse de esa realidad que supura y grita de desesperación y dolor. En el plano inicial de 'El hijo de Saúl' (Saul fia, 2015), de Laszlo Nemes, la cámara se acopla a la mirada y nuca de Saúl (Geza Rohrig), judío, húngaro, prisionero en el campo de concentración de Auschwitz en el que ejerce la labor de esbirro como sonderkommando, como uno de los capataces que arrastra un rebaño a las cámaras de gas donde desnudos morirán en masa, mientras aporrean la puerta, y luego se encarga de recoger sus ropas, como si no hubieran existido. No les distingue, un cuerpo es cualquier cuerpo, y se multiplican indiferenciados. Saúl mantiene el gesto pétreo, su rostro mismo parece cincelado en piedra. Ese gesto, como la misma cámara acoplada a su mirada y su nuca responde a ese encapsulamiento de cámara de aislamiento con el que intenta mantenerse aislado, indiferente, como quien pretende contener una marea avasalladora que golpea esa piedra con la que intenta protegerse. Como se cubre el rostro para soportar el hedor de la degradación. Su gesto sí responde como un resorte, solícito, subordinado, ante el soldado alemán que se cruza por su camino. Es el único instante en el que la piedra parece responder a la realidad exterior. Servil, temeroso de la reprimenda, de convertirse ya en uno de los que conduce como un rebaño.
La narración se puntúa con bruscos fundidos en negro. El primero es explícito, declarativo: los judíos que han sido empujados a la cámara de gas aporrean la puerta, el rostro pétreo de Saúl permanece junto a la puerta como si fuera una fuera de contención, una extensión de quien le tiene dominado. Pero algo quiebra la piedra. Una imagen. Uno de los escasos cuerpos que han resistido al gas, el segundo tras una chica, según comenta alguien, un chico joven. La planificación se rompe, los planos secuencias de la cámara adherida al rostro o nuca de Saúl, y se produce el primer contraplano. Como si la realidad afuera lograra derrumbar el pétreo muro de contención de Saúl. Ese cuerpo, el del chico joven, rompe su aislamiento, su asfixia, es un cuerpo que ha resistido, como él intenta resistir con su aislamiento, aunque será rematado por un oficial alemán. Y Saúl se obcecará con dar sepultura a ese cuerpo entre los múltiples cuerpos desnudos que ya son objeto, materia desechable, que le rodean, un cuerpo singularizado entre miles que son degradados y muertos. Como si se convirtiera en el fetiche de su propia supervivencia, la de su vida asfixiada, la de su dignidad. Se obcecará en buscar un rabino para poder ofrendar una sacra sepultura entre tanta profanación de vida humanas, como si fuera un gesto que pueda redimir de su mismo embrutecimiento, de la brutalidad y crueldad alrededor que rebasa cualquier límite conocido del exterminio del otro, de la degradación de otras vidas, de desprecio a la vida ajena. No importa si es su hijo, como él dice, hijo de una mujer que no es su esposa, aunque otro diga que no tiene hijos. No importa si, en su enajenación, es la representación del único resquicio de redención en el éxtasis desquiciado de humillación a la vida que se produce a su alrededor. Se produce, porque es como una fábrica, un matadero en el que se conducen a miles de vidas, de cuerpos, a su muerte, sea en cámaras de gas, o mediante disparos en la cabeza.
Acorazado en su cámara aislada, con la cámara adherida a su cuerpo, busca denodadamente un rabino mientras a su alrededor se suceden las matanzas, o sus compañeros sonderkommando, sabedores de que ellos, tras ser utilizados como provisionales esbirros, serán los siguientes en ser eliminados de un modo u otro, intentan rebelarse. Pero Saúl traiciona a los vivos en favor de los muertos, y pierde la polvora que le encargan traer, porque esa posibilidad de liberación está subordinada a su ciego propósito. Saúl niega esa realidad a su alrededor, desenfocada como fondo, porque su mirada está enfocada en una búsqueda, de un rabino, y un propósito, el entierro sacralizado de ese chico. La narración se hace cuerpo de ese aislamiento, de esa cámara comprimida de enajenamiento que entumece y aturde la sensibilidad como si todo ese horror que sobrepasa cualquier palabra y definición no le afectara. En las secuencias finales, su mirada sonríe cuando contempla aquel niño mirándole, tras que hayan huido del campo de concentración. Es la sonrisa del desenfoque y de la enajenación. Sonríe como si no hubiera perdido el cadáver en el río, como si aquel niño fuera el cadáver que quería dar sepultura, sonríe porque siente la ilusión de que aún puede primar la vida. En el principio, un cuerpo se acerca a un desenfoque para ajustarse las gafas mentales que le aíslan del horror alrededor. En el final, ese niño, esa representación de lo que no vive, desaparece en el fondo del encuadre, en el bosque, mientras se escuchan los disparos que siegan definitivamente la vida de Saul y de aquellos que habían huido con él. Aunque él había procurado huir ya antes en su mente.
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