sábado, 26 de marzo de 2016
Casino Royale
Resulta interesante retornar al inicio del recorrido cuando algo concluye. Se advierten los primeros indicios de un rastro, y la elaborada arquitectura de un edificio narrativo. Es la raíz de la pulpa. Hay un placer añadido en degustar 'Casino royale' (2006), tras que haya culminado la tetralogía de James Bond protagonizada por Daniel Craig con la excelente 'Spectre' (2016), de Sam Mendes (con respecto a la cual no deja de llamar la atención el extendido vapuleo, no sé si por su condición de 'blasfemia' o porque no han sabido ver en la recurrencia de elementos y de la construcción narrativa, cual reflejos, en relación a la muy admirada 'Skyfall', precisamente una clave fundamental en su construcción de sentido sino más bien un defecto). Aunque destaque, de modo más manifiesto, la condición de díptico de las obras realizadas por Sam Mendes, por la demolición, que es subversión, que realiza de un icono y un estereotipo, hay un trayecto que vincula a las cuatro obras. 'Casino royale' (2006), de Martin Campbell (del que hay que recordar las notables 'Ley criminal', 1988, y 'Al filo de la oscuridad', 2010), es el inicio de una partida, cuyo sentido vertebral permanecerá en las sombras hasta la cuarta obra, o se va perfilando como una línea de puntos forma una figura a lo largo de las cuatro obras. Los tres primeros contendientes no dejan de ser piezas subordinadas al rey en las sombras. Son las piezas visibles, variables, reflejos y distracción. En los títulos de crédito de 'Casino royale' predominan las figuras de las partidas de cartas. Un trayecto, una confrontación. Todo es una partida; las mismas relaciones lo son. La determinación es importante, pero juegas más que con tus cartas con lo que lees y anticipas de las de los otros. A veces sus faroles se ven beneficiados por el azar, y el ego puede convertirse en interferencia ya que la arrogancia es un obstáculo. Saber mirar, discernir, es importante. No deja de ser irónico que al villano, Le Chiffre (Mads Mikkelsen), le sangre el conducto lacrimal: ¿Al fin y al cabo Bond no es más bien alguien que no sabe de emociones y al que nadie le importa? ¿No es el aprendizaje del trayecto de esta tetralogía el de saber fluir con las propias emociones y saber exponerse, y por lo tanto saber amar en vez de ser una máquina de matar que llora sangre?.
La condición orgánica tiene varios reflejos: Bond es elementalidad física, un arrolladora materia: la primera persecución parece la de unos simios que saltan de una rama a otra aunque sean edificios en construcción o gruas: Bond es una figura en construcción, un adolescente emocional en formación, una criatura con capacidad emocional aún por desarrollar. Es un bruto con la eficiencia implacable de una maquinaria. Está dando sus primeros pasos en el ejercicio del escenario de los adultos, y le sobra la arrogancia del adolescente que se enfrenta a sus mayores. Aún su planteamiento de enfoque de la realidad se restringe a conceptos elementales (quizá por eso la secuencia introductoria sea en blanco y negro: hay un bando modélico, al que representa, y están los contrincantes). Uno de los lances tiene lugar en una exposición de arte en la que representa el interior del cuerpo desprovisto de la apariencia: hueso y músculos. Eso parece el mismo Bond. La misma rotunda fisicidad simiesca del excelente Daniel Craig apuntala esa impresión. Aún mira la realidad como si fuera un espacio en el que saltar o que cruzar ( y lo mismo con el espacio virtual: para él ya pocas diferencias entre la noción de lo físico y lo virtual: es un ejecutor subordinado que cumple o tramita ordenes aunque parezca que se enfrenta a las figuras de la autoridad: más bien le gusta dominar y controlar el escenario de la realidad: es un contendiente o jugador que avasalla para imponerse). ¿No es ya un indicativo de ese planteamiento se sacudida y subversión de un icono y modelo viril esa tortura que sufre Bond cuando es repetidamente golpeado en sus testículos?).
Traspasado el ecuador de la narración tiene lugar una crucial partida de cartas que supone un duelo entre ambas miradas indiferentes, entre Bond y Le Chiffre. Su duelo tiene dos pausas o interrupciones en las que peligra la vida de ambos, aún más en el caso de Bond que tiene un paro cardíaco. Le Chiffre no parpadea cuando peligra el brazo de su pareja, al que amenazan con seccionar si él no suministra la información requerida. En cambio, Bond se preocupa de Vesper, aquella que logra que deje de lado su coraza, como ella será después la que evite que muera cuando su corazón se detiene. Confiar en otro es confiar tu vida. Las relaciones pueden ser una partida, sobre todo cuando escrutas e intentas descifrar a aquel que derrumba tu seguridad y te hace sentir expuesto, pero su firme cimiento será la complicidad que se consolide, y para eso es importante que no se piense que el otro vaya de farol. Bond deja abrir sus entrañas y se expone. Claro que las cartas pueden estar marcadas, o haber otros participantes que ignoras. El edificio se derrumba, y las emociones recién nacidas naufragan: la mujer que ama se hunde con su edificio. Será el primer edificio que se derrumba. 'Spectre' culmina con el que representa la demolición de lo que era y representaba su vida, el edificio institucional, antes de salirse del escenario, precisamente, con una mujer. Una mujer que, irónicamente, será hija de aquel que hiere en una pierna con crueldad en el final de 'Casino royale', Mr White (Jesper Christensen), ese gesto cruel en el que se afirmaba como máquina de matar (que oculta ya no la indiferencia sino la amargura del resentimiento): Que sea su hija supone un símbolo poético de su completo desprendimiento de su condición de matar; por eso, en la conclusión de 'Spectre', no remata al rey en las sombras, Blofeld (Christopher Waltz), el artífice de sus desgracias, (el vivo que parecía muerto: sobre una celebración del día de los muertos pelea en un helicóptero; abatirá al helicóptero en el que se escapa su doble en las sombras, su cicatriz, el monstruo que era reflejo de otra monstruosidad, la del supuesto Orden; al fin y al cabo Blofeld rige otro Orden en las sombras que no deja de estar interrelacionado con el aparente o explicito).
El trayecto de las cuatro obras será el de un laberinto en una atracción de espejos. Bond se enfrentará a su propia elementalidad emocional, su resentimiento, en el trayecto alquímico de 'Quantum for solace', cuando comprenda que no debe focalizar su despecho en la mujer que amaba. En esta obra, una mujer con cicatrices en su espalda, es el reflejo de sus cicatrices inferiores (una excepción entre todas las mujeres con las que se relaciona que mueren: no es amante o 'madre', ya que es más bien la espectral encarnación de la pérdida de la amada). En 'Skyfall' se confronta con su propio reflejo, a través de Silva (Javier Bardem) otro agente resentido con su 'madre', Q (Judi Dench), como lo está él tras que una orden suya determine que casi muera, y ese Otro se convertirá en la materialización de ese deseo de rebelarse de modo radical, eliminándola, contra quien le creó y modeló, su raíz podrida (no podía sino tener lugar sino en el espacio de su infancia del que fue extraído, y en una iglesia, para rematar la blasfemia), y el inicio de una sublevación; en el inicio de la cuarta obra vuelve a enfrentarse a la figura de autoridad, el nuevo M (Ralph Fiennes). Y en su desarrollo otra mujer introducirá esa cuña en su mente que hará que se pregunte por qué hace lo que hace, por qué eligió un modelo de vida y de realidad, que no dejaba de ser un escenario en el que cumplía una función. Por qué no podía elegir, o desear, otra opción de vida o escenario. Y la culminación de la partida en las sombras, que se dirime durante todas ellas, acontece con el mejor final deseable, un reconstituyente corte de mangas a quien era un rancio icono y modelo viril, hombre de acción sirviente de las instituciones y conquistador y seductor de cualquier mujer, porque toda mujer era cualquier mujer, que se rendía a su voluntad. Bond abandona la doble licencia para matar y opta por la licencia para amar a una mujer. La máquina completa su proceso de conversión en humano sensible que sabe mirar y sentir.
miércoles, 23 de marzo de 2016
El hijo de Saúl
Desenfoque y enajenación. La realidad alrededor un rumor confuso, una realidad atropellada, como los propios cuerpos que se apilan alrededor, desnudos, cuerpos que ya son meros objetos, materia que se arrastra, deshechos, como la misma realidad, una suma de deshechos, degradada. Alrededor los cuerpos se agitan, matan en masa, o intentan rebelarse ante una muerte anunciada. Alrededor se inflama la realidad como una infección incontenible. Una mirada, un cuerpo que se acerca a la cámara, hacia el desenfoque, y se lo ajusta, como quien se ajusta la cámara aislante, la cámara acorazada para protegerse de esa realidad que supura y grita de desesperación y dolor. En el plano inicial de 'El hijo de Saúl' (Saul fia, 2015), de Laszlo Nemes, la cámara se acopla a la mirada y nuca de Saúl (Geza Rohrig), judío, húngaro, prisionero en el campo de concentración de Auschwitz en el que ejerce la labor de esbirro como sonderkommando, como uno de los capataces que arrastra un rebaño a las cámaras de gas donde desnudos morirán en masa, mientras aporrean la puerta, y luego se encarga de recoger sus ropas, como si no hubieran existido. No les distingue, un cuerpo es cualquier cuerpo, y se multiplican indiferenciados. Saúl mantiene el gesto pétreo, su rostro mismo parece cincelado en piedra. Ese gesto, como la misma cámara acoplada a su mirada y su nuca responde a ese encapsulamiento de cámara de aislamiento con el que intenta mantenerse aislado, indiferente, como quien pretende contener una marea avasalladora que golpea esa piedra con la que intenta protegerse. Como se cubre el rostro para soportar el hedor de la degradación. Su gesto sí responde como un resorte, solícito, subordinado, ante el soldado alemán que se cruza por su camino. Es el único instante en el que la piedra parece responder a la realidad exterior. Servil, temeroso de la reprimenda, de convertirse ya en uno de los que conduce como un rebaño.
La narración se puntúa con bruscos fundidos en negro. El primero es explícito, declarativo: los judíos que han sido empujados a la cámara de gas aporrean la puerta, el rostro pétreo de Saúl permanece junto a la puerta como si fuera una fuera de contención, una extensión de quien le tiene dominado. Pero algo quiebra la piedra. Una imagen. Uno de los escasos cuerpos que han resistido al gas, el segundo tras una chica, según comenta alguien, un chico joven. La planificación se rompe, los planos secuencias de la cámara adherida al rostro o nuca de Saúl, y se produce el primer contraplano. Como si la realidad afuera lograra derrumbar el pétreo muro de contención de Saúl. Ese cuerpo, el del chico joven, rompe su aislamiento, su asfixia, es un cuerpo que ha resistido, como él intenta resistir con su aislamiento, aunque será rematado por un oficial alemán. Y Saúl se obcecará con dar sepultura a ese cuerpo entre los múltiples cuerpos desnudos que ya son objeto, materia desechable, que le rodean, un cuerpo singularizado entre miles que son degradados y muertos. Como si se convirtiera en el fetiche de su propia supervivencia, la de su vida asfixiada, la de su dignidad. Se obcecará en buscar un rabino para poder ofrendar una sacra sepultura entre tanta profanación de vida humanas, como si fuera un gesto que pueda redimir de su mismo embrutecimiento, de la brutalidad y crueldad alrededor que rebasa cualquier límite conocido del exterminio del otro, de la degradación de otras vidas, de desprecio a la vida ajena. No importa si es su hijo, como él dice, hijo de una mujer que no es su esposa, aunque otro diga que no tiene hijos. No importa si, en su enajenación, es la representación del único resquicio de redención en el éxtasis desquiciado de humillación a la vida que se produce a su alrededor. Se produce, porque es como una fábrica, un matadero en el que se conducen a miles de vidas, de cuerpos, a su muerte, sea en cámaras de gas, o mediante disparos en la cabeza.
Acorazado en su cámara aislada, con la cámara adherida a su cuerpo, busca denodadamente un rabino mientras a su alrededor se suceden las matanzas, o sus compañeros sonderkommando, sabedores de que ellos, tras ser utilizados como provisionales esbirros, serán los siguientes en ser eliminados de un modo u otro, intentan rebelarse. Pero Saúl traiciona a los vivos en favor de los muertos, y pierde la polvora que le encargan traer, porque esa posibilidad de liberación está subordinada a su ciego propósito. Saúl niega esa realidad a su alrededor, desenfocada como fondo, porque su mirada está enfocada en una búsqueda, de un rabino, y un propósito, el entierro sacralizado de ese chico. La narración se hace cuerpo de ese aislamiento, de esa cámara comprimida de enajenamiento que entumece y aturde la sensibilidad como si todo ese horror que sobrepasa cualquier palabra y definición no le afectara. En las secuencias finales, su mirada sonríe cuando contempla aquel niño mirándole, tras que hayan huido del campo de concentración. Es la sonrisa del desenfoque y de la enajenación. Sonríe como si no hubiera perdido el cadáver en el río, como si aquel niño fuera el cadáver que quería dar sepultura, sonríe porque siente la ilusión de que aún puede primar la vida. En el principio, un cuerpo se acerca a un desenfoque para ajustarse las gafas mentales que le aíslan del horror alrededor. En el final, ese niño, esa representación de lo que no vive, desaparece en el fondo del encuadre, en el bosque, mientras se escuchan los disparos que siegan definitivamente la vida de Saul y de aquellos que habían huido con él. Aunque él había procurado huir ya antes en su mente.
lunes, 21 de marzo de 2016
Nuestra hermana pequeña
Los trenes y las estaciones, esas figuras constantes, como latido, en el cine de Yasujiro Ozu, están en presentes en momentos cruciales, y definitorios, de 'Nuestra hermana pequeña' (Umimachi diary, 2015), de Hirokazu Kore Eda. En una estación conocen Yoshino (Masami Nagasawa), de 22 años, y Chika (Kaho), de 19, a su hermana Suzu (Suzu Hirose), de 14. Ambas comparten padre, aunque las dos primeras no lo ven desde hace quince años. Asisten a su funeral, al que se ha resistido a acudir la hermana mayor, Sachi (Haruka Ayase), de 29, aunque aparecerá durante las exequias. Esa reticencia define su oscilante actitud, entre lo vivo y lo muerto, el pasado y el presente, el resentimiento y la regeneración. Resentimientos, el lastre que comparte con Suzu: Sachi por el abandono primero de su padre, cuando se enamoró de otra mujer, y después de la madre, y Suzu por la sustracción de la infancia (se ha dedicado al cuidado de su padre por un largo periodo de tiempo). Esa nueva estación determina nuevas direcciones: Sachi decide que Suzu vaya a vivir con ellas. La purga del pasado extrae un futuro. Lo intenta: es una primera confrontación. Invitar a la hija de quien derrumbó un hogar representa una negación a vivir en el resentimiento. En otra estación Yoshino expresa a Suzu que la compañía de un hombre transfigura la vida, ya que hace más soportables y llevaderos los desgastes laborales. La transición se dilata sobre un espacio vacío: al fondo la barrera del tren que asciende cuando el tren ya se marcha. El padre se marchó, no hizo más soportable ni llevadero nada, fue una barrera que no ha dejado de descender sobre sus vidas, su abandono supuso un encadenado de deserciones: también la madre las abandonó posteriormente. Poco después de la afirmación de Yoshino, ella será abandonada por su novio. Esa cohesión entre las cuatro hermanas resulta la única certeza de duración y permanencia.
En una estación Sachi intenta asimilar y encajar la propuesta de quien ama, el doctor Yasuyuki (Ryohei Suzuki). Le ha pedido que se vaya con él a Estados Unidos, asegurándole que pedirá previamente el divorcio. La negrura de la noche que domina el encuadre, y su soledad en el mismo, anticipan su decisión. No querrá romper esa armonía entre hermanas, como si quisiera evitar otra fisura con una decisión que evocaría otros abandonos pretéritos. Suchi admira al dorctor Yasuyuki porque trata a los muertos como vivos. En otra estación Sachi se reconciliará con su madre, hará del resentimiento regeneración, con las ciruelas como símbolo. El árbol de ciruelas en el jardín, con las ciruelas que se conservan durante años, se encarna en el símbolo de la apuesta por la vida, entre abandonos y pérdidas. Como la casa que se resiste a vender, una isla entre el fragor de los naufragios, una casa que, por construcción, parece pertenecer a otros tiempos, pretéritos, cuando más bien conecta unos con otros, como su misma configuración de edificación con puertas abiertas. Es un hogar que afirma la constitución de vínculo, aunque en ocasiones las heridas del pasado se conviertan en gestos retráctiles de negación. Suchi y Suzu gritan ante un acantilado su resentimiento con respecto a sus respectivas madres, como si liberaran una infección. Un túnel de cerezos se constituye en el espacio en el que Suzu homenajea, desprendiéndose de resentimientos, a su padre, que amaba los cerezos, mientras lo surca, como si flotara (en un dilatado primer plano), en la bicicleta que conduce el chico que le gusta.
El novio de Chika mira con nostalgia la cima del Everest que ascendió años atrás, contempla lo que fue y lo que sabe que ya no podrá ser. Aunque perdiera seis dedos, sintió que experimentaba algo que no siente en el discurrir cotidiano: por unos instantes ascendió la vida. Se paraliza en el pasado, en lo que ya no es duración. Chika le rescata del trance inmóvil y le propone ir a pescar juntos, esa afición que había descubierto que compartía con su padre. A veces los pasados se convierten en otros presentes que propulsan futuros, duración que genera. La inmovilidad del resentimiento se transforma en movimiento hacia adelante, como el sedal que se lanza en el aire hacia la incertidumbre. La narración es episódica, reflejo de esas vidas deshilvanadas, siempre vulnerables, expuestas a lo imprevisto, que pugnan por cohesionar. Y la armonía se va asentando, como una capa subterránea firme, en la asunción de la intemperie vital (comienza con un funeral y termina con otro) mientras se camina, como evidencia la secuencia final, en la orilla del mar, espacio fronterizo y mudable, como es todo presente, entre el pasado y el futuro, la perdida y la generación de vida.
El cine de Kore Eda suele vertebrarse sobre las ausencias y las desapariciones, las pérdidas y los abandonos, sobre las muertes en vida o la la confrontación con el pasado (los recuerdos como lastres). En su opera prima de 1995, 'Maborosi' (que significa' luz ilusoria', como esas luces que hacen creer a los marinos en alta mar que tienen ante sí la guía hacia la firme tierra, pero no es sino un espejismo que les aboca a la destrucción), Yumiko no entiende por qué Ikuo, el hombre que amaba, el hombre con el que compartía vida, se suicidó, dejando que un tren le arrollara. 'After life' (1998) es la sucesión de interrogantes en el espacio de la muerte sobre cuál es el recuerdo con el que se quiere vivir toda la eternidad. 'Distance' (2001) se teje sobre la colisión y distancia entre tiempos, con viajes que intentan sedimentar una cicatriz que cure una herida. Tres años atrás murieron más de un centenar de integrantes de una secta por envenenamiento inspirado en el atentado con gas sarín realizado en el metro de Tokio en 1995. En 'Nadie sabe' (2004), también unos niños quedaban solos, durante un año, sin que nadie lo advirtiera, tras que su madre les abandonara. 'Still walking' (2008) se 'pasea' a través de una reunión familiar, la que se realiza en cada aniversario de la muerte del primogénito, fallecido quince años atrás por salvar a un hombre de morir ahogado: se narra una colisión, un desencuentro, irreparable, de generaciones y mentalidades. 'Air doll' (2009) transpira sensación de intemperie y orfandad vital: la muñeca hinchable se revela el ser 'más vivo' entre los vivos, que más bien parecen ausentes de vida. Paradoja: criatura fronteriza ,entre lo inanimado y lo animado, cuya anomalía transgrede limites, representa la vida que 'falta' a los vivos.
domingo, 20 de marzo de 2016
Mis 10 películas del cine español
1.Vida en sombras (1948), de Lorenzo Llobet-Gracia
2. El espíritu de la colmena (1972), de Victor Erice
3. La vida por delante (1958), de Fernando Fernán Gómez
4.Cielo negro (1951), de Manuel Mur Oti
5.Plácido (1961), de Luis G Berlanga
6.Mi tío Jacinto (1956), de Ladislao Vajda,
7.El último caballo (1950), Edgar Neville
8.Madregilda (1993) de Francisco Regueiro
9. La vida mancha (2003), de Enrique Urbizu
10.El inquilino (1957), de José Antonio Nieves Conde.
Caimán Cuadernos de Cine quiere conmemorar su número 100 de mayo con una encuesta en la que 300 especialistas en el estudio, análisis, difusión y programación cinematográfica (estudiosos, críticos españoles y extranjeros, periodistas especializados, historiadores, programadores, profesores de universidad, directores de festivales españoles, muestras de otros países dedicadas al cine español, filmotecas, escuelas de cine, hispanistas y estudiosos del cine español en universidades extranjeras, etc) eligen las que consideran las 10 mejores películas del cine español. Y entre esos 300 me han considerado a mí. Lo cual agradezco. No sé sí las mejores, pero diría que sí mis preferidas. Como ocurre cuando tienes que constreñir una selección a una cifra, siempre se queda alguna fuera que podría haber integrado esa selección. En este caso, tuve que dejar fuera a 'En la ciudad de Sylvia' (2007) de José Luís Guerín, 'A tiro limpio' (1963), de Francisco Perez Dolz o 'Magical girl' (2014), de Carlos Vermut. Aunque también dudé sobre qué película elegir con respecto de algunos de los directores que conforman la selección. Podrían haber estado 'El sur' (Erice), 'El verdugo' (Berlanga), 'La vida en un hilo' (Neville), 'Los peces rojos' (Nieves Conde)o 'El cebo' (Vajda). En algunos casos opté por obras que me parece que reflejan mejor, o con más agudeza, nuestro presente que mucho cine actual (caso de 'El último caballo' o 'El inquilino'), como es tambíén el caso de la obra dirigida por Fernán Gómez ( estuve tentado de puntualizar que hubiera escogido el díptico que forman 'La vida por delante' y 'La vida alrededor'). Y además, también quería resaltar, y por tanto homenajear, la figura de Fernando Fernán Gomez como figura capital en cuanto actor y director del cine español (protagoniza cinco de las seleccionadas).
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sábado, 19 de marzo de 2016
Al estilo francés
1. 'Al estilo francés' (in french style, 1963), de Robert Parrish, se divide en dos tiempos, el tiempo en que das en el territorio sentimental tus primeros pasos, y el tiempo en el que sientes que ya has dado quizá demasiados. El tiempo en el que el mapa de ese sentimiento llamado amor es todavía casi un lienzo en blanco, y la mirada que comienza a parpadear con la luz de las ilusiones del amor comprende que no sólo ilumina sino que también ciega, y el tiempo en que los trazos en el lienzo se confunden y las figuras casi se asemejan a manchas, o cuesta distinguir unas de otras, o prefieres llamar figuras a las que te mantienen a salvo de las turbulencias de los vaivenes de unos sueños que arrojan a la intemperie como sumergen en el núcleo ardiente de la vida. Las figuras al menos parecen inteligibles, y transmiten estabilidad. Las manchas te hacen sentir vida, pero también causan un dolor que desgarra si no están presentes, si no se afirman en la duración. Y, entre medias, un transición en la que los rostros son, precisamente, transiciones, variaciones de un mismo rostro, deriva a la espera, y en búsqueda, fantasmal carrusel de encuentros que son roces en la superficie. 'Al estilo francés', adaptación de dos relatos de Irwin Shaw que se conjugan en un sólo cuerpo que es trayecto vital, es Jean Seberg. Su mirada, que parece ya intuir los más oscuros recovecos de las emociones, incluso cuando aún es una joven estadounidense de 19 años que quiere ser pintora en París, domina y alumbra los encuadres con el versátil trazo de su mirada. Esta relevancia de la mirada, de saber ver, y conectar entre las miradas, ya queda pautada en la secuencia de presentación: Christina pinta un autorretrato mirándose en el espejo (un antecedente de la también excelente secuencia introductoria de 'El puente de los espias', 2015, de Steven Spielberg), manifiesto en cómo se modifica la mirada de la actriz con la evolución de las experiencias. Es, por tanto, un trayecto narrativo que se densifica, y se hace sombra espesa, como su propia mirada. En la excelente secuencia final esa mirada ya conoce esos recovecos como clavos que no dejarán de abrasarla de modo silencioso con los recuerdos de lo que no fue o no pudo ser o no pudo continuar siendo. Es una mirada que sabrá cauterizar ese dolor para que la atracción de las alturas, y sus marejadas, no deriven en un posible naufragio, aunque suponga perder contacto con la abrasadora luz que la hacía sentir más viva. Esa luz se alejará, y será una vida paralela, un recuerdo, una figura más en la multitud indiferenciada. Las dos partes, los dos tiempos, se diferencian por sus dos intérpretes.
Contrasta el, en ocasiones, irritante engolamiento del joven actor francés Philippe Forquet con la poderosa mirada, como brasa ardiente, del actor británico Stanley Baker. Pero no deja de ser coherente esa afectación en el primero, la banal presunción juvenil, y más aún con la revelación final de ese pasaje, en la sórdidamente triste secuencia en la que Christina (Jean Seberg) y Guy (Philippe Forquet) deciden hacer el amor por primera vez. Guy no había dejado de presentarse como un joven de 21 años que exuda determinación, como si fuera un hombre de mundo frente a la inexperta joven virginal que tampoco conoce las miserias del mundo de los tratantes de arte de París. Pero mientras ella se presenta y muestra como es, ni pretende modelar cómo tiene él que ser o cómo actuar, él no sólo intenta que ella actúe del modo que él quisiera (lo que determina una aceradas discusiones) sino que no es como se presenta ante ella. No ha dejado de mostrar una imagen conveniente; su sentimiento, que sí es auténtico, lo ha enturbiado con la representación. Es más pueril e inexperto, no es estudiante de ingeniería e incluso no tiene la edad que decía, ya que tiene 16 años. La desnudez de ambos, tapados bajo las mantas, tras que se hayan desprendido de sus prendas, pudorosos, obligando al otro a que no mire, no deja de reflejar esa condición de miradas que aún no saben ver ni saben mostrarse.
Sentimientos que parecen que van a ser el centro del universo, y se desintegran como si no hubieran sido nada. Y cuando años después se produce un reencuentro, aquel que ocupaba el centro del encuadre de tu vida y el horizonte del futuro es alguien con el que te cruzas en el tráfico de transeúntes, alguien que ha consolidado otra vida sentimental como tú has ido configurando la tuya. Y no quedan siquiera brasas. En cambio, probablemente, sí quedarán tras que se quiebre la relación con Walter (Stanley Baker). En sus momentos compartidos, en la electricidad de sus miradas, sí se siente la conexión y complicidad, el peso de vivencias pasadas que han determinado una certeza en la identificación de quién mira en uno y como uno, qué mirada es afín. Pero las circunstancias también pueden ser la interferencia. Y el trabajo de Walter, periodista especializado en política internacional determina frecuentes separaciones por los viajes a los que él se ve obligado a realizar. Y esas continuaciones interrupciones de la fluidez de la relación se convierten en heridas abiertas que dificultan la estabilidad, la vivencia del presente, pendiente de otra vida, pendiente de una falta, un agujero que lastra la vida porque sientes más la ausencia que lo presente, como si se viviera a sacudidas, o como una respiración que boquea porque progresivamente le va faltando aire. Y se opta por la relación que no conmocione pero aporte estabilidad sin sobresaltos, continuidad sin brechas. Y las figuras de nuevo se separan y se convierten en otras de las múltiples figuras alrededor.
2. Probablemente, sorprenda una obra de estas características en la filmografía de Robert Parrish, un cineasta ante todo asociado con los géneros de acción. Uno de esos cineastas minusvalorados porque eran considerados artesanos con no manifiesta personalidad que realizaban obras de encargo con más o menos pericia. Pero su filmografía contiene un buen número de obras no sólo excelentes, sino sorprendentes. Tras ser asistente de montaje para varias películas de John Ford (El joven Lincoln, Las uvas de la ira) y montador (ganador de un Oscar compartido por el de 'Cuerpo y alma' de Robert Rossen), Inició su carrera con dos notables film noirs, 'Grito de terror' (1951) y 'El poder invisible', realizó tres excelentes westerns, 'Historia de San Francisco' (1952), 'Más rápido que el viento' (1958) y 'Más allá de Río Grande' (1959), que también destacaban por su singularidad, en particular el primero y el tercero, cualidad por la que también resalta la brillante producción bélica, u aventura en contexto bélico, 'Llanura roja' (1954), o su incursión en los territorios de la ciencia ficción, 'Más allá de sol' (1969). Aunque menos logradas, esa esquinada sensación de extrañeza, de turbiedad fronteriza, era lo más remarcable de sus dos últimas obras. Se recuerda sobre todo 'Una ciudad llamada Bastarda' (1971) por su sórdida atmósfera de extrema fisicidad, y 'Contrato en Marsella', más por la tonalidad casi espectral de su paleta cromática que por su liviano desarrollo dramático.
jueves, 17 de marzo de 2016
Calle Cloverfield 10
¿Qué hay ahí afuera? ¿Quién es el otro? 'Calle Cloverfield 10' (10 Cloverfield lane, 2016), de Dan Trachtenberg es una aguda parábola sobre los miedos que convierten a los otros en una amenaza y las fugas de la realidad, sobre la incapacidad de actuar e intervenir en la realidad, que implica saber no sólo confrontarse con los otros sino con uno mismo. Esa incapacidad de resolución puede determinar la amargura del arrepentimiento por lo que no se hizo cuando se debía, por desaprovechar por miedo u orgullo una dirección posible que te propiciaban las circunstancias. O por no saber enfrentarse a las voluntades que te arrastran sin ser capaz de actuar con determinación. Tu reacción se define por la negación. O no actúas o simplemente huyes. Y tu vida se tambaleará a la deriva, aunque pienses que controlas el volante y que vas hacia alguna dirección. Pero simplemente te alejas. En las primeras secuencias, Michelle (Mary Elizabeth Winstead) abandona el hogar, rompe una relación, se marcha de la ciudad. La amortiguación del sonido refleja su encapsulamiento, su cerrazón, decide esconderse en sí misma. La llamada que realiza él, Ben (voz de Bradley Cooper), intentando posibilitar el diálogo que pueda resolver el conflicto, se revela infructuosa. Ella apuntala la colisión y corta la llamada, y en ese momento se produce otra colisión sobre su coche.
La monstruosidad en 'Cloverfield' (2008), de Matt Reeves, era el reflejo de una incompetencia y una inconsistencia afectiva, la incapacidad de saber ser coherente con los sentimientos, y más bien optar por la fuga y por la afirmación soberbia que implica negación del otro. La criatura monstruosa 'aparece' (o sentimos sus primeros signos, con los movimientos sísmicos) justo cuando él está deliberando sobre sus sentimientos con respecto a ella, y qué hacer, incapaz de superar su orgullo, tras que ella se haya marchado de la fiesta después de ambos haber discutido aceradamente. Y el monstruo arrasa la ciudad (como su orgullo la relación), mientras intenta rectificar su error recorriendo la ciudad para rescatar a la mujer que ha rechazado por soberbia (en ingeniosa ocurrencia dramatúrgica, la cámara presente grababa la ciudad asolada, mientras se borran los recuerdos de los momentos armoniosos compartidos entre unos y otros). La dirección narrativa de 'Calle Cloverfield 10), se define sobre la oscilación de la incertidumbre, en coherente correspondencia sobre la incierta entraña de ese conflicto con su pareja que desencadenó su ruptura y abandono, como si el relato representara los monstruos que se dirimen en el interior de la mente de la protagonista. Resultará incierto durante buena parte del relato si el hombre que le ha acogido en el bunker, Howard (John Goodman), es alguien que le ha salvado de la amenaza exterior, de la radiación, o si es una amenaza, un secuestrador, un asesino de mujeres, que ha inventado un relato conveniente para mantenerla sumisamente enclaustrada.
También resultará oscilante la consideración de si realmente hay un peligro fuera, si hay una radiación causada por una invasión, quizá extraterrestre. No deja de ser una extensión de su estado interior oscilante. Amenazas interiores, su propio bunker interior, amenazas exteriores, él transfigurado en esa ambivalente figura del bunker o un incierto exterior de imprevistas amenazas de hiperbolizada cualidad insólita, extraterrestre, (como si la realidad fuera una amenaza desde cualquier ángulo posible; como si él, Ben, fuera alguien que pudiera dañarla del modo más inconcebible). La oscilación se acrecienta por la diferente relación con los dos hombres en el interior del bunker, el vaivén entre la confianza y el recelo con Howard y la conexión y alianza que va consolidándose con Emmet (John Gallagher, jr). También se puede rastrear otra conexión, a través de la figura reflejo del bunker, con otra obra que transitaba los senderos genéricos de la ciencia ficción combinada con el terror, y la relación del personaje principal con los fantasmas de la mente: la estupenda 'La guerra de los mundos' (2004), de Steven Spielberg. El personaje encarnado por Tim Robbins reflejaba la tortuosidad siniestra del personaje de Tom Cruise (y del propio país). Los extraterrestres aparece, irrumpen, en un instante ya extremo de colisión interna del protagonista, por su incapacidad de controlar y su frustración por no saber intervenir en una realidad que no deja de contrariarle. Ambos personajes en los sótanos o bunker, espacios cerrados, comprimidos, reflejan esa violencia interna crispada que no sabe ser constructiva o resolutiva y deriva en la negación. El trayecto de la estimulante 'Calle Cloverfield 10', narrada con vibrante fluidez, comienza con una mujer que se encierra en sí misma y se aleja sin dirección definida, a la deriva, y finaliza con una mujer con un propósito, enfrentada a las amenazas con determinación, y optando por una dirección que no teme los riesgos de la confrontación.