No hay distancias. La cámara encuadra el interior de un ferry, una nave que se desplaza entre costas que no difieren mucho para una protagonista que no se mueve, aunque se desplace físicamente, mientras su interior, astillado, más bien parece desenfocarse, deshilacharse, extraviarse. Porque no deja de caer. Es el relato de una caída que asciende a la deriva porque el mundo se quebró en múltiples reflejos y ya no parece haber direcciones ni identidades que doten de alguna certidumbre o refugio. Ese plano es uno de los pocos instantes de la fracturada narración de la muy sugerente producción suiza Cherry pie (2013), de Lorenz Merz, en el que la cámara no se centra en el rostro de la joven protagonista Zoe (Lolita Chammah), como si por un instante el atasco del engranaje se hubiera desatornillado. No hay distancias porque no se mueve, aunque incluso cambie de país, y cruce un mar. La narración se divide, o se secciona, en siete capítulos, pero acaba de nuevo con el primero aunque no sea el mismo porque en el comienzo ya está el fin, y no ha habido transformación. Por eso la cámara está atornillada a su rostro, acorde a ese atasco vital de alguien que huye, de alguien que ha salido despedida de una explosión, como un interior en llamas que corre huyendo de una mano que la anulaba y golpeaba e intentaba atornillar subordinada a su voluntad, una mano masculina que la quería atrapar como un cepo, y cercenar su voluntad.
Zoe erra por las carreteras, hace autoestop, intenta que la lleven a otro lugar. La narrativa sufre espasmos, a veces se dilata en un surco rayado, en otras se quiebra sobre un rostro que no logra cauterizar las heridas que han seccionado sus entrañas. En otras se desenfoca, pero siempre respira, como si palpáramos el temblor retenido en su piel. En uno de esos tránsitos un coche que parece portar la matrícula de la metáfora de su naufragio vital, un ave muerta en el parabrisas. Un coche fantasma conducido por una mujer cuyo rostro nunca vemos, una figura encapuchada, de blanco dañado en el húmedo y nublado paisaje. Un coche que la traslada, como entre sueños, a otro espacio, un espacio intermedio, el interior de un ferry, en el que despierta. Quizá un atajo, quizá un desvío, quizá un precipicio. Despierta en el interior de un coche con alas rotas, como su vida, y aquel otro cuerpo sin rostro, que podría ser el suyo, su reflejo, la blancura que ha perdido, o desangrado, desaparece en ese tránsito, como si fuera el tránsito en un purgatorio a otro espacio que es diferente pero es el mismo, los muelles de Brighton donde los edificios parecen pender sobre el agua del mar, un espacio fronterizo, un espacio de esperas de nada, de sueños que volaron, que se precipitaron en un vacío que asciende a unas alturas que no existían como un abismo que atrae a la noche donde se pierden los nombres, como ella ha adoptado la identidad de esa mujer sin rostro encapuchada que se desvaneció en el tránsito entre dos costas, como ella se ha ido desvaneciendo, pero aún añorando caricias que parecen ya ruinas de un pasado que la dejó herida, y sus manos se acarician, el gesto de una sublevación de quien no quiere difuminarse como un cuerpo sin rostro que es arrastrado por el viento sin que nadie se percate de su presencia, como la espuma blanca de un fantasma, el fantasma en el que se va convirtiendo. Aún quiere morder la tarta de cerezas, aún quiere morder el presente. La narrativa de Cherry pie es un deslizamiento, una corriente de agua de sombras, que brotan de un rostro desesperado que no quiere desaparecer en las alturas que no existían.
Una estupenda obra que se estrena hoy 12 de junio
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