lunes, 21 de julio de 2014
Principio de primavera
Un tren surca el primer plano de 'Principio de primavera' (Soshun, 1956), de Yasujiro Ozu. Una pareja despierta, Shoki (Ryo Ikebe) y Masako (Chikage Awashima) inician un nuevo día, como tantos otros. Esta es la historia de uno de los 360000 oficinistas que cogen el tren cada día en dirección a Tokio. Uno de esos que un día quizá observe desde la calle al gentío que circula y se diga que hace un momento estaba ahí abajo, uno más en el tráfico. Aunque el movimiento es escaso, de casa a la oficina. Tránsitos, estaciones, de trenes y de la vida. Se repiten como un disco rayado que un día sientes te ha apretado hasta casi exprimirte la vida. Su padre Kiichi (Chishu Ryu) se queja de su vida centrada en el trabajo. El plano se dilata sobre su mirada extraviada en la que parece que repasara la vida que dejó sustraer. El recorrido de 'Principio de primavera' es el de una corriente que no sabes a donde te lleva. Hay obras que te sorprenden con los giros de su trama. Con esta obra de Ozu te dejas fluir entre afluentes, como si no hubiera un centro, como si, característico de la obra de Ozu, la narración fuera el sutil hilado de los pétalos que forman una flor.
Cuando se condensa el perfil, adviertes cómo se ha reflejado o retratado un conjunto, una sociedad, a través del entorno de amigos, familiares, e incluso antiguos compañeros del ejercito con los que se reúne Shoki una noche para emborracharse hasta aturdirse, como suele ser un ritual habitual en esa circulación de insatisfacciones que conforman la vida de rutinas. Se necesitan espitas. Ya no se mira hacia adentro, se hace necesario olvidarse para resistir el desgaste de una circulación, y así seguir circulando, seguir siendo parte de un engranaje. La madre de Masako ya padeció en su momento las fugas en formas de relaciones extramaritales de su esposo. Shoki también se deja llevar por el aturdimiento, por la necesidad de fugas, y se olvida del aniversario de la muerte de su hijo y establece una relación con una compañera de trabajo a la que llaman Pez dorado, Chiyo (Keiko Kishi). Pero esta no es una fantasía, un pez dorado que le hace sentir por un instante que no vive estancado (o no vive en su estancamiento), sino otra mujer con sueños que espera hacer realidad. La narración fluye, serpentea, parece que se disgrega, y se concreta en reflejos. Otro plano dilatado en las secuencias finales, en este caso de Shoki, con expresión extraviada, atrapada por la pesadumbre sombras, se equipara con aquel de su padre.
Y la siguiente secuencia es, precisamente, junto a su padre, en la orilla de un río. Como otro personaje que ha expresado que un día, ya anciano, descubrió que su vida había sido 'desilusión y soledad', y que tras 'treinta y un años trabajando se había encontrado con que la vida sólo era un sueño vacío', el padre comparte con su hijo que no es vida verdadera esa vida centrada en la dedicación laboral, en la que te olvidas tanto de tí mismo, como de tu esposa, y en esa relación está el centro de la vida. Un centro que ha dañado Shoji. Primero el sonido, y luego la imagen, de unos remeros, irrumpe en el encuadre. La imagen del ímpetu de la juventud, del principio de la primavera, cuando el discernimiento puede atolondrarse, dejarse llevar por el entumecimiento y las espitas del alcohol o de las relaciones paralelas, en esa ceremonia de ausencia y enajenación en la que se deja anular la propia vida porque te has convertido en un frío engranaje cautivo de un tráfico. Y un tren reaparece en la última secuencia, un tren que contemplan Masako y Shoji. Un tren que se dirige hacia su pasado, a Tokio. Un tren que les recuerda lo que se ha enturbiado en su relación, como el humo que brota de la chimenea en el último plano, un tren que les recuerda la vida que aún no han dejado atrás, la contaminación de una armonía, esa que se fue emborronando entre tránsitos y rutinas y silencios y distancias y miradas que se esconden y palabras que reclaman sólo una cena y no un gesto de afecto.
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