martes, 22 de julio de 2014
El castillo de arena
La primera parte de la excelente 'El castillo de arena' (Sunna no utuwa, 1974), de Yoshitaro Nomura (conocido como el Hitchcock japonés, pero completamente desconocido por estos lares), se trama sobre la incertidumbre, como arena que intenta perfilarse. Las identidades, los nombres, los espacios y los tiempos se entreveran y confunden. Prima lo difuso, la indefinición. No hay direcciones claras. Hay un cuerpo, un cadáver, encontrado entre las vías, desfigurado porque tras ser asesinado fue arrollado por un tren, pero en principio se desconoce su identidad. Las vías de la investigación que realiza el detective Imanishi (Tetsuro Tamba), con la colaboración del detective Yoshimura (Kensako Morita), les conduce por un largo recorrido sinuoso, zigzagueante y movedizo. Ya en la secuencia inicial, los dos policías llegan en tren a un lejano pueblo, y tienen que recorrer una larga distancia andando. Hay nombres de personas que realmente corresponden a lugares. Hay quienes, con el paso del tiempo, tienen ya otras identidades distintas, No sólo surcan el espacio de una población a otra, sino también el tiempo, ya que tienen que dilucidar acontecimientos pasados, dar rostro a nombres, y nombres a rostros.
La narración realiza saltos en el tiempo, y cambios de perspectivas, incluida la de un músico, Eyrio (Go Kato), con quienes los policías se cruzan, precisamente, en un tren. Un músico obsesionado con la idea del destino, un músico que cree que son las sombras las que rigen la vida, un músico de permanente gesto adusto, como si la arena se hubiera perfilado con cemento en su semblante. Un músico que no quiere saber nada de generar vida, porque la vida es para él ante todo daño, dolor y muerte. La primera parte se hilvanaba con una narrativa que combina la distancia de un informe con las fisuras que parecen brotar de la mirada de ese músico, en cuya ausencia expresiva palpita el fuera de campo que intentan visibilizar ambos detectives.
En la segunda parte de 'El castillo de arena' se combinan impecablemente tres líneas narrativas. O se conjugan dos para dar forma a ese fuera de campo en sombras. La explicación, el verbo que da forma a la escurridiza arena, a través de la concreción de los nexos que establece Imanishi ante sus superiores y compañeros de investigación, y la encarnación, a través de la música que interpreta o despliega Eyrio en un concierto. La evocación, la raíz de los sucesos que determinaron el asesinato se orquesta a través de la música. Priman las secuencias sin díalogos, o son puntuales, porque el conocimiento de los sucesos no se materializa a través de la superficie de una distante enumeración, la visión ajena que meramente concatena sucesos en una trama de causa y efecto, sino a través de la emoción, a través de lo que supuso para quien realizó aquel acto, a través de la secuencia emocional perfilada a lo largo de años, de décadas, y que derivaron en un crimen. Por lo tanto, a través de la música. Las vías que conducen a un acto, la música de una emoción.
No es una cuestión de identidad, ni de espacios o de tiempos, sino, esencialmente, de la desfiguración de una emoción, y sólo la música puede hacer manifiesto, dotar de cuerpo, los granos de arena que perfilaron una acción en la que vibraban las sombras de un dolor que habían hecho desaparecer de la vida al autor del crimen. Impedido en sus emociones, sólo en la música lograba recordar lo que podría ser, o podría haber sido. Dos figuras comenzaban su búsqueda en las secuencias iniciales, dos figuras, que fueron separadas, por la crueldad que el ser humano convierte en estigma, se alejan como sombras en los planos finales. Esas sombras se convirtieron en grito y música.
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