lunes, 24 de febrero de 2014
¿Qué nos queda?
Hay pastillas tangibles que se toman como medicación. Hay otras menos manifiestas, más relacionadas con lo aparente, con los resortes de socialización, que cumplen parecida función, caso de los saludos de cortesía y las sonrisas, como si fuéramos carteleras ambulantes. Superficies de avenencia, relaciones definidas por los difusos trámites. Pero ¿qué queda si rascamos tras esa pantalla como se hace con los boletos de concurso con una moneda para ver si ha tocado algún premio? Quizá la fricción entre trámite y ritualización pueden hacer saltar chispas incendiarias, probar cuánto hay de ilusoria armonía y cuánto de afinidad. Quizá se desvelarían inconsistencias, carencias, frustraciones, amarguras, miedos y orgullos enquistados, todo ese marasmo de lo no dicho o no compartido que puede devenir en arenas movedizas, quistes que quizá se puedan extirpar o quizá revelen que hay gangrena y se hace necesaria la amputación. '¿Qué nos queda? (Was bleibt, 2011), de Hans Christian Schmid, refleja afinadamente lo que puede revelar o reflejar una imprevista fisura en la fachada de unas relaciones ritualizadas.
La madre, Gitte (Corinna Harbuch), comunica en la reunión familiar con su marido, Gunter (Ernest Stozner), sus dos hijos, Marko (Lars Eidinger) y Jakob (Sebastian Zimmler), el pequeño hijo del primero, Zowie (Egon Merten), y la novia del segundo, Ella (Picco Van Groote), que ha decidido dejar de tomar la medicación que la <>, desde hace ya diez años, contra los desestabilizadores e imprevisibles efectos de esa fisura emocional que se ha querido domesticar con catalogaciones como depresión (y extensiones como maniaco depresiva). Parches aplicados a las superficies de unas insatisfacciones con modos o modelos de vida, fangos emocionales que se acumulan y superan las compuertas de resistencia, como una supuración. Gitte, ahora, quiere vivir en un mundo solido. Tiene ya sesenta años y no quiere vivir con esa dependencia, en un mundo sobreprotegido, en el que el contacto con la realidad se amortigua. Quizá porque no ha sabido resistir con las funcionales pastillas consensuadas de las relaciones sustentadas sobre las superficies, los saludos de cortesía y las sonrisas, los protocolos y los trámites.
Esas que evitan compartir las frustraciones por una relación quebrada, y los temores de que la esposa con la que has roto encuentre a otro hombre al que tu hijo llamará <>. O que te evitan pasar el mal trago para la bilis de tu orgullo y vergüenza cuando te ves impelido por tus circunstancias precarias laborales a pedir asistencia financiera a tu familia, ya que preferirías no hacerlo. Preferirías aparentar que no pasa nada, que todo va bien, que no sientes que te ahogas, porque no quieres aceptar que necesitas ayuda y apoyo, y no logras convivir con el escenario de un hogar que es más bien el diseñado o el mantenido por tus padres. También prefieres mantener en secreto otra relación afectiva, porque evidenciarla podría suscitar efectos devastadores. Pero ¿es así? ¿Hace más daño revelarlo o no? ¿Cuándo la confesión es pertinente o cuando más bien causa dolores mayores? ¿Cuándo la ocultación y la omisión propicia que la gangrena y la degradación se extienda e intensifique? ¿Cuando la sinceridad y la mentira son más nocivas y perjudiciales o más benéficas y saludables?
¿Qué nos queda cuando no hablamos de lo que realmente nos importa, acucia y duele? ¿Qué sabemos de aquellos con los que convivimos? ¿Cuándo actuamos por conveniencia y cuándo porque sea lo más justo? ¿Cuándo somos consecuentes y no reprochamos a los otros por sus ocultaciones y torpezas sin asumir las propias? En '¿Qué nos queda?' las interrogantes quedan prendidas, o suspensas, como un cuerpo extraviado, un cuerpo que desaparece, y no se sabe si retornará, si está vivo o está muerto. Incógnitas es lo que nos queda, interrogantes que actúan de zapa para que no nos convirtamos en meros resortes que funcionan con saludos de trámite y sonrisas protésicas como analgésicos y amortiguadores vitales que disimulan su condición de trincheras.
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