domingo, 23 de febrero de 2014
El cine de Federico Fellini: De ilusiones y realidades y otros engaños
En el cine de Fellini la presencia del agua se revela como símbolo recurrente de cómo el ser humano no sabe vivir sus emociones. Más que cuerpos, somos fantasmas. La realidad o la ilusión no se diferencian. Vivimos en un escenario de apariencias, como esos mares artificiales que aparecen en varias de sus obras. Artificio que se hace más manifiesto tras La dolce Vita, una obra de encrucijada.
La dolce vita (id, 1959) supone un gozne o un umbral en la obra de Fellini. Su final parece declarar una derrota ante una realidad miserable, que tiene poco de dulce. Una realidad, da igual en qué ambiente, monstruosa y descompuesta, como ese pez de aspecto tenebroso cuyo cadáver es encontrado en la orilla del mar. El rostro demacrado de Marcello (Marcello Mastroiani) sentencia la asunción de una renuncia, de una resignación a ser un vano espectro más sin conciencia ni escrúpulos, cualidades que no parecen tener cabida en la realidad que habita. Por eso, es ya incapaz de oír (entender) a la niña, Paula, emblema de la nobleza o inocencia, que le grita al otro lado del pequeño entrante del mar (como si fuera una herida ya imposible de curar, una distancia ya insalvable). No es casual que esta secuencia tenga lugar junto al mar si consideramos el agua como el símbolo de la relación natural y fluida con las emociones, o de la fuente de la vida. La emoción es movimiento, pero el ser humano está varado, como ese pez monstruoso, en el vacío de sus entrañas. Porque no sabe vivir.
A partir de entonces, en su cine, será una constante la presencia de un mar artificial, desde Amarcord (id, 1972) a Y la nave va (E la nave va, 1983) pasando por El Casanova de Federico Fellini (Il Casanova di Federico Fellini, 1976). No hay escapatoria, no hay forma de liberarse. La realidad es un engaño, el ser humano es una impostura atrapado entre ficciones que vive como realidades ritualizadas en las que no deja espacio para la honestidad o la ternura, y el mismo espacio de la ilusión es otro falso encantamiento. Si, Fellini no era ningún cínico. Su cine era, también, la denuncia de cómo la emoción y la sensibilidad eran anuladas o destruidas por la ensimismada condición humana de no saber amar. Y eso deja desnuda a la realidad como un fútil y cruel espacio de representación en el que más que cuerpos somos fantasmas.
No es de extrañar que, tras esta obra, la representación de la realidad se transfigure, y se haga aún más patente el artificio, en su cine. Ya no hay límites para plasmar cómo habitamos la realidad, cómo nos relacionamos con ella. El espacio mental y la realidad exterior están yuxtapuestos. La realidad está conjugada en el entre, constituida por la interacción entre el yo o proyección mental y la realidad exterior o pantalla. De este modo, Fellini desvelaba nuestra relación artificial con la vida, y ponía más en evidencia cómo nos relacionamos a través de los fantasmas de la mente, o el imaginario, ya sea individual o colectivo. La misma realidad es una construcción ficticia, y así se relaciona el ser humano con los demás, como si fueran meras representaciones (fantasmas). Lo real (el cuerpo o la emoción del otro), queda emborronado por las proyecciones. Y, en la obra de Fellini, queda constatado que si algo define al ser humano parece ser su incapacidad de relacionarse o comunicarse con el Otro de un modo armónico y verdadero. Esa es su deformidad. Siempre hay una mediación que lo distorsiona, y que corrompe toda autenticidad. El ego ciego impone su tiranía. Incluso, en 8 ½ (Otto e mezzo, 1963), el mismo Fellini se enfrentará a sus propios fantasmas, que era una forma de interrogarse a sí mismo (con la misma falta de complacencia con la que interrogaba al mundo), cómo me relaciono con la realidad, y cómo puedo hacerlo. Y, además, qué más puedo decir que ya no haya dicho.
LA VIDA COMO ESCENARIO
Hasta entonces, La dolce vita incluida, su cine tenía una apariencia realista, y remarco lo de apariencia, ya que sus obras no eran sino alegorías camufladas bajo unos modos de representación más cercanos a la convencional pero imprecisa noción de lo que es una realidad exterior reconocible según el consenso establecido. Pero en sus entrañas ya se cuestionaba la realidad como movedizo escenario de apariencias, como se debatía esa tensión, o interrogación, entre ilusión y realidad, o cómo ambas son un engaño, y además corrompido. Toda máscara oculta un vacío. La realidad es un frágil barniz. La vida un escenario, del que no se es consciente, presos de ilusorias fantasías o del papel que se interpreta por inercia. Y el anhelo de un logro elevado se verá frustrado, como la nobleza poco lugar tiene en un mundo cruel y embrutecido.
Fernando (Alberto Sordi), la estrella protagonista de fotonovelas, en El jeque blanco (Lo sceicco blanco, 1952), desvelará la escasa correspondencia entre su imagen en la pantalla gráfica y su vulgar y patética condición real (o cotidiana), frente a la ilusa espectadora, Wanda (Brunella Bovo), que le tenía idealizado como icono romántico. En La Strada (id, 1954), el espacio de la ilusión, el circo ambulante, está regido por un bruto, Zampanó (Anthony Quinn), cuya incapacidad de dar afecto, anula y destruye la nobleza encarnada en Gelsomina (Giuletta Massina). En Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957), la ingenuidad, tan sugestionable como candorosa, de Cabiria (Giuletta Massina) se pasea entre falsas ilusiones, sea la de una estrella de cine, los milagros de la Virgen o espectáculos de magia. Ambas películas coinciden en que su trayecto se abre y se cierra significativamente junto al agua. En la primera, Gelsomina nos es presentada junto al mar, y el final nos muestra a un Zampanó llorando su ausencia, su muerte, hundiendo su cabeza, sus remordimientos, en la orilla del mar.
En la segunda, en ambas situaciones Cabiria es víctima de un engaño y robo por parte de dos hombres. Se podría decir que no ha aprendido de qué materia está hecha la realidad. También que, si Cabiria vive en los arrabales, sin duda, del mismo modo, la ingenuidad, o la entrega confiada, está marginada en los arrabales de la realidad. Cuando no desterrada de la vida, como en el caso de Gelsomina En Los inútiles (I vitelloni, 1953) un carnaval, una fiesta de disfraces, no es más que el ilusorio interludio que oculta las insatisfacciones y frustraciones. La imagen de un ebrio Alberto (Alberto Sordi), disfrazado de mujer, y con la efigie de un cabezudo, condensa esa dualidad de autoengaño y evasión, una imagen deformada de una vida cotidiana entretejida con vanos rituales que demoran el enfrentarse a las propias carencias. Como el entusiasta escritor, Leopoldo (Leopoldo Trieste), colisionará con la real y siniestra condición de ese mundo idealizado del arte a través del inquietante actor, quien deja palpable que el acceso a la ilusión pasa por la sórdida condición del intercambio.
Y en Almas sin conciencia (Il bidone, 1955) los timadores se enmascaran bajo la apariencia de representantes del clero, emblema (supuesto, lo que amplía sus incisivas reverberaciones) de la pureza y la caridad, para engañar precisamente a los más desamparados, en una aridez de realidad quemada por el sol. Un paisaje pedregoso que condensa cuál es la sustancia de la realidad y del ser humano. Un espacio desenmascarador de su capciosa apariencia, de su condición de estafa (il bidone). En todas estas obras queda manifiesto que se venden ilusiones que son falacias y que, conclusión aún más hiriente, la integridad no tiene cabida en una realidad (o espacio de representación, y no sólo porque sea reiterada la presencia de personajes que actúan, sin correspondencia con su real condición, sino por los autoengaños en que tantos están inmersos, incapaces de ver, o asumir, la ilusoria o falsificada realidad que viven) que promulga la doblez, la conveniencia, el egoísmo y la depredación (y los mismos representantes del espacio de la ilusión resultan ser sus más preclaros emblemas).
EL PESO DE LA GRAVEDAD
La dolce vita, por tanto, como decía, adquiere dimensiones de conclusión, obra summa, y de punto y aparte. Incluso, como una desgarradura que certifica su carácter irreversible, a través de un cáustico trayecto desde las alturas a la abrupta caída en la realidad, en la decepción. La gravedad vence a cualquier anhelo de elevación. Recordemos que Marcello nos es presentado en la primera secuencia subido, como pasajero, en un helicóptero. Un icono religioso es trasladado por el aire. Unas bellas mujeres son avistadas en una azotea. Pero todo es ilusorio. No hay nada sacro, no hay nada elevado. Lo único real parece sólo el hecho de desear. Así será cualquier ilusión de ascensión en el film, como cuando siguen a Sylvia (Anita Ekberg) a través de las estrechas escaleras que suben a lo alto del Vaticano. Es otro falso espejismo, esa opulenta mujer, otra proyección para restituir lo que se carece en lo que no es más que una trivial imagen a la que se dota de transcendencia por el deseo de elevación. Como los andamios construidos para que las cámaras rueden el esperado milagro de los dos niños, da igual si éstos quedan expuestos bajo la lluvia, abajo, en la intemperie (con los pies en el suelo, porque quizás sólo los niños, como Paola, pueden acercar a lo real o lo auténtico). No hay nobleza, sólo espectáculo.
Todos los espacios que se transitan transmiten esa sensación vacío y orfandad, como la desierta carretera, en la noche, en la que tiene lugar la violenta discusión, entre Marcello y su novia, Emma (Ivonne Furneaux), de acerados reproches y crispados chantajes emocionales (incluidas amenazas de suicidio), o aunque sea diurnos, como cuando esperan en la calle (rodeados de elevados edificios, lo que acentúa aún más esa sensación de orfandad) a la Signora Steiner para comunicarle cómo su marido ha asesinado a sus hijos y se ha suicidado. Este personaje, Steiner (Alain Cluny) es una figura crucial (no sólo en la película sino en su obra hasta entonces, porque era una figura ausente), como contrapunto detentador de sensibilidad elevada, o de esa distinción aristocrática de nobleza de espíritu que busca realizar lo sagrado (se le presenta tocando música en el órgano en lo alto de una iglesia, como si no fuera de este mundo, casi cual fantasma de un castillo gótico al que pareciera rodear una luz glauca).
Su drástica decisión es, en consonancia con la misma obra, la desgarradora conclusión de que aquel que quiere vivir en las alturas (las del rigor ético y el anhelo de conocimiento o superación, lejos del ensimismamiento de los intelectualoides que asisten a su fiesta o de la banal mundanidad), no puede encontrar hueco en este misero mundo. Es el anuncio de esa derrota final de Marcello, como si se hubiera ya desprendido de su último salvavidas (o posibilidad, porque ha demostrado durante la obra su condición fluctuante) de con(s)ciencia. La última fiesta en la que participa es un festín de abyección, de sordidez y humillaciones, de desprecios y embrutecida embriaguez. Por mucho que Marcello reaccione furibundo, descalificándoles sin compasión, ya es demasiado tarde. No es más que la rabieta resultante tanto del dolor por la muerte de su amigo Steiner como de su frustración e impotencia (sabe que no podrá ser como él). De alguna manera, Marcello también se suicida, aceptando las bases de un contrato (ya incluso es agente de prensa, publicista de un mundo que es mera imagen). Silenciar sus restos de conciencia, e integridad, y adaptarse a una representación en la que será una deshabitada máscara más. Se deja llevar por el peso de la gravedad. Perderá su condición corporal, convirtiéndose en otro fantasma.
DESFILE DE ESPECTROS
Sí, la realidad se desvela corrompida, como ese pez monstruoso varado en la playa, como si se revelara el cuadro que oculta Dorian Gray, porque émulos de éste son muchas de las figuras que desfilan ensimismados en ese espejismo de dolce vita. ¿Porque no es acaso La dolce vita un desfile espectral? En algunos casos bien manifiesto, como el retorno de los aristócratas del castillo al amanecer tras su ronda nocturna de fiesta (con la misma sensación de vacío que en la celebración popular reflejada en Los inutiles; varían los ambientes pero no la sustancia, o más bien, su falta). Desfiles, personajes deambulantes, realidad sonámbula, teñida de muerte. ¿Por qué no evocar el final de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957) con los personajes en fila siguiendo a la muerte? En el cine de Fellini abundan los desfiles, las procesiones, como si casi eso fuera a lo que se restringe lo que hace el ser humano en la realidad entre vanas representaciones deshabitadas. Una realidad (o más bien escenario) en la que los espíritus nobles como el de Gelsomina o el de Steiner quedan al margen, cuando no son extirpados o se exilian definitivamente del desfile. Esa es la sensación que queda al final de La dolce vita. Perdidos en la orilla de la vida, y sin cuerpo, sin saber de esas reales y, por ello, fértiles emociones que representa el agua. Fantasmas que prefieren ignorar que sólo habitan un escenario.
EL CUERPO AUSENTE
Evoquemos Amarcord, y cómo desentraña las huellas de los primeros pasos en ese escenario de la vida. Un motorista que surca las calles a toda velocidad, como puntuación en el relato; el abuelo Biondi perdido en la niebla, y ante el cual aparece un caballo blanco a galope; y el tío Leo subido al árbol, gritando ‘quiero una mujer’. El relato está sembrado de derrotas, frustraciones y concesiones. Toda ilusión de realizar las ilusiones, de corporeizar esos anhelos elevados, se verán contrariados. Como el imponente transalántico que aparece en un mar artificial. Es un sueño inalcanzable, de apariencia deformada o desmesurada, como quizá los sueños o deseos de los habitantes del pueblo, que viven de meras proyecciones inconscientes de la realidad de lo que desean. La vida es fugaz, como ese motorista, y lo bello surge en la niebla en la que estamos perdidos, para desaparecer de nuevo. Y queda la protesta, el subirse a un árbol para reclamar lo perdido y añorado, el propio cuerpo, el querer sentir lo que se anhela, el dejar de ser un fantasma que ve pasar los sueños, si es que lo son, porque quizá es un mero motorista. Puede quedar la masturbación, la propia fantasía, porque cuando se materializa no está a la altura de lo imaginado, como cuando Titta besa los pechos, también desmesurados, de la estanquera, resoplando en ellas como si fuera una tuba. Decepción, lo real no se corresponde con lo soñado o fantaseado.
Y surge otra pregunta en una obra que señaliza ese desencuentro en el deseo y la satisfacción de los sentidos ¿Qué se puede hacer con el cuerpo sustraído? ¿Dónde queda la sensualidad solar mediterránea tan mitificada? Sueños son, pero no acordes a lo real, como la fantasía del harén en Amarcord. Sobre todo, porque hay un desajuste entre la mirada ensoñadora y el cuerpo o realidad sobre el que se proyecta la fantasía. No se sabe materializarla, porque no se sabe relacionar con el Otro, porque no se sabe amar los otros cuerpos. Y no puede haber más afinada y aguda representación de esta desmitificadora observación que la que realizó en El Casanova… Un irreverente y desenmascarador retrato del icono del gran amante por antonomasia, del macho conquistador, el presunto modelo a emular, aquel que busca saciar su apetito, sin escrúpulo alguno, con cualquier mujer a la que aspire. No, Casanova (Donald Sutherland) no es un epicúreo hedonista, sino un ave de presa (apuntalado en los rapaces rasgos del actor) y un narcisista gimnasta. Su acto amoroso, son meras flexiones. Y su reflejo femenino en el espejo, su réplica o doppelpanger, es una autómata. Porque, realmente, él lo es también. Un autómata que no sabe relacionarse con la realidad, y menos con las mujeres, que son meras representaciones para él. Solo sabe relacionarse con su ego. No sabe de emociones, y no hay más atinada imagen especular que esa, de nuevo, desmesurada cabeza femenina que surge de las aguas durante el Carnaval. Una vez más, el agua como metáfora de cómo no se sabe habitar las emociones.
EL MAGO Y EL RINOCERONTE
Y del pez monstruoso y el reportero derrotado por la miserable realidad, en la orilla del final de La dolce vita, llegamos a los dos supervivientes, tras el hundimiento del barco, en el artificial mar de Y la nave va. Un rinoceronte enfermo y el cronista de ese crucero dominado por representantes del arte, cantantes de opera, nuevas encarnaciones de que lo que prima en la realidad (que es ficción) es el duelo entre egos. Hay una remarcable variante en la ecuación final. Sí, la realidad (su cuerpo natural despojado de máscara) está enferma y corrupta, pero queda ahora el salaz y desapegado humor del cronista, del propio cineasta, Fellini, consciente del engaño de la realidad y de las ilusiones, pero con la firme convicción de que dispone de su exuberancia creativa, su voz resistente. Se puede descascarillar el maquillaje del payaso, pero este persevera en su condición de necesario y desenmascarador bufón de la banal presunción humana. Aunque pierda fuelle, y sus pasos de baile ya no sean tan gráciles como antes -como ocurriría con Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1986)-. Pero aún con Y la nave va demuestra que si hay una nave que va es la suya propia, la fértil y lúcida magia de su artificio. Como el director de orquesta en Ensayo de orquesta (Prova d’orchestra, 1978), Fellini no había cejado en intentar armonizar los componentes de la realidad, aunque fuera a través del ingenio de su arte, y pese a que la inclementes bolas de acero de la realidad derrumbaran las paredes para hacer evidente que más allá de la voluntariosa batuta no hay música en la realidad, sino que rige el caos y la violencia, la trivialidad y el engaño. Sin duda, su arte ha sido una de las más hermosas, creativas y disidentes protestas que nos ha dado el cine Esa sí que es una realidad, como las ilusiones que él creaba fulgores que iluminaban nuestras oscuridades y carencias mientras cautivaba nuestro asombro con su sin par inventiva de mordaz mago y tierno payaso. E Fellini va.
Artículo publicado en la revista Dirigido en el número 391, en julio.agosto del 2009
Interesante artículo, para conocer sobre uno de los directores más representativos del cine italiano, y más en mi caso, que era uno de los directores que menos - realmente un cine que detestaba- me interesaba como el de Fellini, hasta que me pude ver 8 y 1/2, y mi percepción sobre el cineasta italiano cambió, y después de leer ésto, se puede hacer más interesante la revisión de las obras del italiano. un saludo
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