viernes, 25 de octubre de 2013
Sólo Dios perdona
Julian (Ryan Gosling) es alguien que parece haber perdido el centro gravitorio. Flota aunque no en el espacio exterior, sino un espacio indefinido en el cual resulta a veces dificil discernir si es en la realidad o en su mente. Quizás algún limbo que asemeja a Bangkok. Julian es una figura respetada dentro de la organización de combates de Muay Thai, y parece que también del tráfico drogas. Pero flota,como si hubiera implosionado, y su cuerpo se hubiera alejado con la onda expansiva. Su gesto parece en suspenso, contemplando el mundo alrededor como si estuviera más allá, tras un cristal que no pudiera traspasar. Como si viviera cautivo en un laberinto que le ha convertido en alguien aletargado, como el de esos pasillos encendidos de rojo en los que tiene sus encuentros con los cuerpos femeninos, los cuales contempla desde la distancia, como si esa separación, esa lejanía, le deparará un amargo pero satisfactorio placer. Su hermano Billy (Tom Burke), en cambio, parece su contrario, alguien que explota y desperdiga su metralla, a golpes, con las prostitutas que están, precisamente, tras un cristal, esperando que alguien las seleccione. Hasta que a una la viola y la asesina (y menor, para acentuar su carencia de escrúpulos).
La madre, Crystal (Kristin Scott Thomas) no parece que flote,más bien parece muy determinada, y tan implacable como su hijo Billy. No comparte los escrúpulos de Julian, quien no puede vengarse de quien mató a su hermano porque precisamente vengaba la muerte de su hija. Para la madre no hay comprensión de las penas ajenas, la víscera, la pulpa, habla, materia carnívora llamada ser humano. Y orquesta las correspondientes venganzas. La primera a quien fue el brazo ejecutor, la segunda, más complicada, a quien absorbe el protagonismo de la película, el teniente Chanf (Vithaya Pansringarm), una figura de gesto imperturbable, como si contuviera piedra; de hecho se le asocia con una estatua, como si encarnara a un dios vengativo que sólo entiende de castigos y venganzas. Permite la venganza del padre, para luego castigarlo seccionándole el brazo con el que realizó la venganza.
La realidad que nos presenta 'Sólo Dios perdona' (Only God forgives, 2012), de Nicolas Winding Refn, es un tanto difusa. Ya no sólo es que haya instantes en que lo figurado y lo real se confundan, es que la representación se convierte en una ceremonia abstracta de abyección y crueldad, en donde no hay héroes sino una sombra que parece haber su condición corporal, que aguanta desprecios de su madre, y cuyo gesto parece permanentemente raptado en alguna zona interestelar. Tras que le comuniquen la muerte de su hermano, nos hurtan su reacción (que se queda, de nuevo, en suspenso); en el plano siguiente escuchamos cantar en un karaoke al teniente Chang ante unos atentos subordinados uniformados que le escuchan con un silencio reverencial, como si fueran figuras de cera (o estatuas). En otra secuencia, Chang y sus hombres irrumpen en un local donde el dueño (al que la madre había encargado que organizara un atentado contra Chang ) escucha a una chica cantar, mientras alrededor otras mujeres ( y algún hombre semidesnudo con tatuajes) escucha reverencialmente, como figuras de cera (o estatuas). Para que confiese, Chang somete al hombre a una cruel tortura. Le clava dos agujas en sus antebrazos que tiene apoyados en los brazos de la butaca. Es sólo el principio de una serie de variadas perforaciones de su anatomía. En una de las secuencias iniciales hemos visto a Julian con sus antebrazos atados a una silla mientras contempla cómo una prostituta se masturba. En su mente irrumpe la imagen de Chang (al que aún no conoce) surgiendo de la oscuridad, cual emanación de una pesadilla, amenazando con cortar uno de sus brazos con la espada. Erótica y dolor. Y no digo cómo concluye la película, aunque se puede adivinar.
Formalmente, no se puede negar que Refn es un orfebre en su mimo con las cadencias musicales del montaje, en ocasiones afinadas, o retorcidas, coreografías, cuando la violencia domina el encuadre y avasalla los cuerpos, con ese turbio extrañamiento de sus texturas, que se asemeja al brote de una purulencia, como si se desarrollara una necrosis,o más bien como si desplegara sus tumefactas alas. Algo parecido suelo sentir con las películas de otro cineasta danés, Lars Von Trier. Un vacío implosionado que parece que se congratula mórbidamente con el daño, la flagelación, con los calvarios y la infección vital, con un nihilismo extremo, apocalíptico, que parece revelar desde fantasías de castración a anhelos de un apocalipsis definitivo que nos borre del mapa. Particularmente, les recomendaría algún psicólogo. Aunque muchos psicólogos tienen una salud mental más precaria que los pacientes que atienden.
Claro que por otro lado, quizá sea el certero reflejo de esa infección que no deja de brotar virulentamente en nosotros, como recientemente se ha evidenciado de nuevo con las desaforadas reacciones ante la decisión del Tribunal de Estrasburgo, que revelan cómo la bestia desfigurada que anida en nosotros se manifiesta con un autoengaño que se enviste con la máscara del cruzado, pero voraz y arrasadora en su avidez de linchamiento inclemente. Como ese ángel de la venganza, el teniente Chang, que tras realizar su tarea canta inocentemente en un karaoeke. El filo y el canto, anverso y reverso. Quizás, por ello, la respuesta sea el castigo o la destrucción, seccionarse las manos para dejar de infligir daño a los otros, o esperar que algún planeta colisione con este para que explotamos sin piedad, ya que por lo que parece 'no perdona ni dios'.
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