jueves, 24 de octubre de 2013
Lecciones en la oscuridad
Trece lecciones sobre las tinieblas, trece movimientos musicales que ascienden entre el fragor de un ansia que parece irreductible en el ser humano, el acto de extinguir, de destruir. En 'Lecciones en la oscuridad' (Lektionen in fisternis, 1992), Werner Herzog logra filmar la representación del infierno, un espacio de llamas y humo, un espacio desolado, en el que no parece que pueda brotar vida, en el que parecieran temblar las figuras de un cuadro de El Bosco. Es un espacio, una tierra, sin voz, como las emociones maltrechas de los kuwaities que han sobrevivido a la reciente guerra. Una madre no logra hilar un discurso inteligible cuando evoca la tortura y muerte de sus hijos de las que fue testigo, una madre comparte cómo su pequeño niño permanece mudo. El caos parece imponerse, las tinieblas sustraen las voces. El paisaje de los pozos de petroleo kuwaities es el símbolo del colapso del planeta, su anunciación. La obra se abre con las palabras de Blaise Pascal en las que alude a cómo el colapso del planeta ocurrirá como la creación, con un gran esplendor.
El fuego que los operarios prenden cual sacerdotes de una ceremonia tenebrosa, esas torres de llamas en que se convierte la oscura sustancia del petroleo que surge de la tierra, como si fueran las heridas de una tierra que se desangra, que se desvanece en ese negro humo que domina el cielo. Es otro planeta, aunque es el nuestro, aquellos hombres, que podrían ser como astronautas, embutidos en sus monos conviven con los dinosaurios de sus maquinarias, bregando con tuercas y mangueras y cables y tubos. Es la guerra declarada a la tierra, su destripamiento. La cámara, la música, se desplaza, vuela sobre esos espacios en los que se combinan los residuos, los restos, de una conflagración en la superficie, piedras horadadas, surcos de ausencias, un árido espectro de silencios definitivamente postrados. La cámara, la música, se desplaza, vuela, sobre esa naturaleza muerta de objetos de metal y plástico, de cuerpos cubiertos con cascos, gafas protectoras, que escarba, tortura a la tierra que se contorsiona con emanaciones purulentas en un grito que es agonía, la tierra escupiendo su lamento, unas protuberancias que son el hervor de un estertor que deriva en piedra, en cementerio de vida inmóvil.
Herzog compone cautivadores versos incendiarios con Grieg, Prokofief, Schubert, Verdi, Mahler, Wagner o Arvo part. La música, su contraste, nos recuerda lo que el ser humano puede crear y construir, en vez de convertirse en parásitos que extraen sin fin, inclementes,cualquier signo de vida que encuentre alrededor. Adicto a la extinción. Esa materia negra, esa materia pútrida que se ha convertido en la sustancia que nutre a nuestra civilización, el caliz del petroleo, la antimateria de esa quinta materia que los alquimistas buscaban. Herzog es uno de los últimos alquimistas, explorador y guerrero que no permite que las voces que disienten, o que simplemente comparten un horror padecido que no cesa, sean enmudecidas, como las de los supervivientes de tantas absurdas conflagraciones o la de la tierra convertida en un espacio estéril, que se va extinguiendo lentamente. Herzog eleva un sublime canto ya no sobre el ocaso de los dioses, como refleja los arrebatadores compases de la 'marcha fúnebre de Sigfrido' de Wagner, sino el ocaso de los seres humanos. Un canto fúnebre que es lamento, pero también grito revulsivo.
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