miércoles, 17 de julio de 2013
Goodbye, Dragon Inn
Una sala de cine puede verse como una casa encantada, en el que vagan fantasmas, entre su patio de butacas y sus pasillos. Puedes encontrarte con el fantasma de la mujer que no cesa de comer pipas, y convierte el suelo de toda la sala en una superficie infestada de cáscaras. O el fantasma que llora con el final de cada película mientras sus ojos sonríen de felicidad. Puede ser un castillo gótico en el que una mujer no arrastre cadenas sino su cojera, la mujer de la limpieza que se desplaza trabajosamente entre los pasadizos de la amplia sala de cine que ya va a cerrar sus puertas. Su mirada observa, entre los cortinajes, a los espectadores ante la pantalla.
Los espectadores son fantasmas que por un instante quizá se doten de cuerpo ante una pantalla dominada por simulacros de realidad y otros fantasmas. Se reaniman con Sueños, se encuentran gracias los reflejos. A veces, los fantasmas de un lado y otro son los mismos. Y quizá quien lloraba sea el actor que se contempla a sí mismo, y llora de emoción por lo que vivió pero también como lamento por el hecho de que ya cada vez haya menos espectadores en los cines. Quizá porque cada vez se sueña menos.
Hay quienes buscan las sensaciones que no sienten en el discurrir cotidiano, como ese joven que erra entre las butacas, y los pasillos, irritado con los ruidos de otros espectadores, el estruendo de sus bolsas, chupeteos y crujidos, y con cómo, en un espacio tan amplio, se siente comprimido, asediados, con piernas que cuelgan junto a él, y un espectador a su lado que podría haber escogido cualquiera de las centenares de butacas vacias. La vida le presiona, busca un refugio. Busca quizá un contacto, un beso, un abrazo.
Los espectadores van y vienen, como ocasionales pasajeros, como si fueran por turnos, o gozaran sólo de determinados pasajes. Como afuera, en la vida. Quizás sean apariciones que brotan de los residuos de sueños de tantos espectadores que han transitado en la sala, como si acudieran para despedirse del escenario, que parece va a desaparecer, aunque el letrero indique cierre provisional.
En la magistral 'Goodbye, Dragon inn' (2003), de Tsai Ming Liang, el tiempo es otro. El tiempo se estira, como si fuera habitado. Hay películas en las que el tiempo se expande, la lentitud se hace infinito, es una habitación. Puede ser aquella piscina romana que recorría, o surcaba, durante ocho minutos, el protagonista de 'Nostalgia' (1983)de Andrei Tarkovski, portando una vela que intentaba evitar se apagase antes de culminar su odisea, antes de cruzar a nado el silencio y llenarlo con su gesto. En 'Goodbye, Dragon Inn' (2013), cuando se acaba la proyección, la mujer coja asciende por un tramo de escaleras, entre butacas, para limpiar los deshechos de los espectadores, o fantasmas. Cruza una de las filas, y desciende el otro tramo, hasta desaparecer fuera del encuadre. La lentitud del gesto perseverante, que no deja de soñar. La mirada que no deja de temblar.
En 'Goodbye, Dragon Inn' no hay trama. Pero no es que no ocurra nada, ocurre mucho, aunque sean pocas las palabras que se digan durante esta última sesión de la sala de cine. Los personajes miran, no sólo a la pantalla, porque también la pantalla son los otros, y hay algo que una pantalla no puede darles, como un hombro en el que reposar la cabeza.
Los personajes se desplazan, aparecen, desaparecen.
En la vida el tiempo parece que discurre, en la pantalla, parece que transcurre. Es un afuera triste, apagado, en el que no deja de llover, como una espesura que no puede cruzarse. En la pantalla, el cine está surcado por una sucesión de acontecimientos. Hay tramas, direcciones, objetivos, culminaciones. En la realidad, en la oscuridad de la sala, en la caverna platónica de las mentes, los fantasmas buscan sentirse acontecimiento, sueñan con las sombras, a las que un proyector quizá dote de luz.
En 'Goodbye Dragon Inn', el tiempo transcurre, aunque los acontecimientos parecen no formar parte de un trama, pero sí de una sinfonía de gestos, de desplazamientos, de inmovilidades. Hay nudos invisibles que no se desenmarañan ni despliegan, desenlaces que se lamentan, o se sueña con inicios. Pero las sombras se agitan con lo posible, con las radiaciones de las vidas no realizadas. Espectadores, a la vez que proyeccionistas, necesitamos soñar. Somos fantasmas que anhelamos sentirnos presencias.
El proyeccionista tras cerrar la persiana del cine, prueba con la máquina de la fortuna. Lee el papel y mira hacia la cabina donde suele estar la mujer de la limpieza, quien al comienzo de la proyección recorrió trabajosamente la larga distancia de escaleras y pasillos para dejar algo de comida al proyeccionista. Distancias, proximidades. Tan cerca, y quizá tan lejos. Y ambos sueñan con una pantalla en la que juntos son protagonistas. Ahora el proyeccionista recoge la comida, y se marcha, surcando la espesura de la lluvia En el encuadre, tras él, irrumpe la mujer coja, que pasea sola por las calles, quizá en compañía de sus sueños. Quizás hayamos presenciado una hermosa historia de amor entre sombras.
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