lunes, 18 de febrero de 2013
El relámpago
En ‘El relámpago’ (Inazuma, 1952), de Mikio Naruse, unas notas de piano, un relámpago en la distancia, son el recordatorio de lo que su vida (aún) no ha podido ser, pero también la sonrisa que surca su ánimo encapotado, ese lamento en que parece postrarse su vida, la de Kiyoko (Hideko Takamine), como el destino de otras tantas mujeres en su cultura. Kiyoko tiene 23 años, una vida aún por forjar y definir. Es guía, en un autobús, que muestra la ciudad a los turistas. Pero hay quienes quieren guiar, o conducir, su vida, como su hermana mayor Nuiko (Chieko Murata), quien está empecinada en encontrarle ya marido (porque parece el inevitable destino de toda mujer), como es el caso de un panadero (al que Kiyoko rehúye cuando les visita; el ocultarse provoca que la airada Nuiko la abofetee). La misma cultura parece marcar o guiar su destino, como ve reflejada en su madre, Osei (Kumeko Urabe), cuyos cuatro hijos son de distinto padre. O en su hermana Mitsuko (Mitsuko Miura) quien se acostumbra sumisa a las ausencias de su marido, y que descubre, cuando éste muere, que tenía un hijo con otra mujer, la cual exige, como otros familiares, parte del dinero que cobrará por el seguro de vida. El hermano, Kasuko, sin trabajo, se puede permitir, como hombre, dedicarse a la ociosidad, jugando con las maquinas.
Ante esa perspectiva de relaciones (añádase el desprecio con el que Nuiko trata a su esposo) lo último que desea y que cree factible Kiyoko es casarse. Quiere forjar su propio destino. Viste siempre con vestimenta moderna, a diferencia de Mitsuko o de su madre (Nuiko es una mujer pragmática, entre dos tiempos, y alterna ambos atavíos, pero no es sino la tradición camuflada). El reflejo de lo que quisiera ser es una joven inquilina, Katsuura, a la que ve pintar, leer y escuchar música. Y, posteriormente, cuando decide asentarse en su propio piso, el hogar de los hermanos Shuzo y Tsibomi, ese hogar de donde brotan las notas de piano que la envuelven como el sueño de lo posible, como lo era también para Lisa, la protagonista, aún niña, de ‘Cartas de una desconocida’ (1948) de Max Ophuls, cuando columpiándose dejaba que sus sueños románticos se columpiaran a su vez con los acordes de la música que tocaba el pianista Stefan (Louis Jordan), que tenía sublimado o la tenía cautiva con el sueño del amor sublime.
Esas notas de piano también son el aliento que mece a la misma narración (sobre un guión de Sumie Tanaka que adapta una obra de Fumiko Hayashi, autora a la que Naruse adaptó en diversas ocasiones, como en la extraordinaria ‘Nubes flotantes’, 1955), esa cautivadora delicadeza del estilo de Naruse, como flores luminosas que componen sutilmente, con tenues trazos, un racimo, un conjunto, cuyas sombras no se fuerzan, porque dominan ya un espacio de luces engañosas del que no se parece poder escapar, ese espacio, que es tiempo, el de la tradición, que Kiyoko no dejará de recordar con el rostro de su madre. Por lo que su lamento no puede emborronarlo, no puede negarlo, dejar de amarlo, aunque quiera huir de lo que ella representa. El relámpago hace brotar esa sonrisa que une un pasado, con el que pasea porque es sombra con la que tiene que convivir como raíz en la que se gestó, y un futuro, el de las notas de piano que iluminan un futuro en el que puede ser ella su propia guía.
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