martes, 20 de noviembre de 2012
El festín de Babette
Periódicamente, se suele dar ese singular ‘fenómeno’ de que coincidan dos, o incluso más proyectos sobre un mismo personaje (Robin Hood) o misma obra literaria (‘Las amistades peligrosas’ y ‘Valmont’) o temática (‘Volcano’ y ‘Un pueblo llamado Dante’s Peak’). En 1987 se dio la coincidencia de dos obras que compartían varios aspectos, la producción danesa ‘El festín de Babette’, de Gabriel Axel y la británica ‘Dublineses’, de John Huston. Ambas eran adaptaciones literarias de relatos o novelas cortas, de ’El banquete de Babette’ (1952, luego publicada en el libro de relatos, ‘Anécdotas del destino, 1958), de Isak Dinexen (autora que Orson Welles admiraba especialmente, y que adaptó en la desangelada ‘Una historia inmortal’, 1968), y la otra de ‘Los muertos’ (integrado en el libro de relatos ‘Dublineses’, 1914, ), de James Joyce. En ambas cobra relevante importancia la circunstancia de una celebración colectiva, una cena. Y su substrato se vertebra sobre el paso del tiempo, el peso de un pasado no realizado, o frustrado, y sobre la sensación de desperdicio del tiempo. Les diferencia que mientras en una, la de Huston, al final, pesa la amargura de ese desaprovechamiento, o de cómo la vida puede fluir en superficies sin ser conscientes de las profundidades que se agitan en aquellos que tenemos a nuestro lado, en la otra, transpira una particular sensación de catarsis, de tardía aceptación a través de una celebración epicúrea.
Tampoco coinciden en consideración crítica o cinéfila: A ‘Dublineses’ desde el momento de su estreno se la calificó como obra suprema, y no sólo de la filmografía de Huston, mientras que El festín de Babette, aunque fue un éxito popular a pequeña escala), su recepción critica fue positiva pero sin entusiasmos (la primera premiada por los críticos, la segunda en premios de la industria como los Oscar). Ahora se reestrena, y es una buena oportunidad para comprobar que aunque no sea una gran obra, es de lo más estimable, como muy estimulante el aliento vital que la recorre, y que siembra en el hermoso y liberador final. Porque también coincide con la de Huston en conmovedores desenlaces. De hecho, el de Huston me parece lo más deslumbrante rodado por un cineasta que me pareció, en líneas generales, más bien discreto, con una filmografía en la que no me parece que abunden precisamente las grandes obras (fueran producciones realizadas para pagar su mansión en Saint Clerans, las pensiones de sus ex esposas y sus aventuras africanas, o porque se sintiera implicado en los proyectos, casi siempre me pareció que sus obras se quedaban muy por debajo de sus planteamientos, cuando estos eran sugerentes, claro). Tampoco me lo parece ‘Dublineses’, sino una buena e interesante obra que debe buena parte de sus méritos, como la de Axel, al texto que adapta. Aunque a ambas hay que reconocerles la vibrante delicadeza de sus trazos, y su eficaz sentido de la síntesis.
‘El Festín de Babette’ cubre un arco temporal de 49 años, que se convierte en círculo, ya que comienza en el presente, retrocede 49 años atrás, para retornar a un presente que precisamente logra cierta reconciliación con el pasado ( o con el pasado que no pudo ser, o no se quiso que fuera). Philippa (Bodil Kjer) y Martina (Birgitte Federspiel), son dos hermanas, hijas de un pastor protestante luterano, que viven en un pequeño pueblo de Jutlandia, y que vuelven a enfrentarse a los senderos, sentimentales (o de apuesta epicúrea), que optaron por no tomar y recorrer, y que determinaron la vida austera que prefirieron, vida ‘replegada’, de rituales y rutinas, dedicadas a su fe (que aprecia las restricciones y los sacrificios) y a la comunidad (tras la muerte de su padre), sosegada y pacífica, sin sobresaltos (aunque resulta corrosivamente irónica la secuencia en la que escuchan atónitas la batería de reproches que se lanzan unos a otros los feligreses), pero quizá (o sin quizá) sin las intensidades que podían haber vivido (la vida ‘desplegada’). Philippa con Achille Papin (Jean-Phillippe Lafont), un cantante de opera que además de amarla, podía haberla convertido en cantante de éxito (hermoso el uso del fuera de campo cuando el padre ordena que le den la noticia de que su hija no quiere seguir recibiendo las clases; oíamos cómo él cantaba feliz porque había hecho su primer acercamiento amoroso, cantando, significativamente, el Don Giovanni de Mozart, y de repente oímos como interrumpe el canto). Y Martina con un teniente de húsares, Lorenz (Gudmar Wivesson), que estuvo con su familia en la zona durante unas semanas, lo que hubiera propiciado, además, una vida de lujos, en la Corte.
Cerca de treinta años después aparece una mujer, Babette (Stephane Audran), que se ofrece como cocinera, enviada precisamente por el cantante de opera, como si fuera un eco, una emanación de la vida no cumplida. Esta mujer, ya en el presente de la narración (catorce años después de su llegada), gana un premio de lotería, y decide gastarlo en una opulenta cena, como ofrenda a quienes le acogieron. Cena a la que está invitado Lorenz (ahora con los rasgos del bergmaniano Jarl Kulle). El pasado, por tanto, retorna, y las rigideces impostadas que sólo crean amarguras (como se evidenciaba en los reproches entre los feligreses) se disipa y resquebraja con la apertura a las dádivas de lo epicúreo (divertido resulta el contraste entre sus radiantes y risueñas expresiones gozando de los placeres de la comida y bebida y sus palabras que aún no quieren explicitarlo, que culmina con su jubilosa danza bajo las estrellas, reverso del final de ‘El séptimo sello’, 1957, de Ingmar bergman).
Particularmente bella es la breve secuencia del ‘aparte’ de Martina con Lorenz, uno consciente de la ridiculez de la vanidad (ya que él también sacrificó el amor posible por las supuestas grandezas venideras de su carrera militar), y ella de las insuficiencias de la austeridad restrictiva y sacrificada. Ambos se reconcilian con un pasado que no se hizo carne de presente, pero cuya llama de amor sigue reverencial en ambos, y deriva en una luminosa catarsis, que cubre de un manto cálido, como el bello sacrificio reverencial que realiza Babette (emblema de lo que puede ser un artista, y el efecto que puede crear en los demás), ya que todo el dinero lo ha gastado en la cena, en una ceremonia de aceptación y de celebración de la vida, y de la entrega, que es vida. Porque, al fin y al cabo, Martina y Philippina habían sido generosas con los demás, pero no lo suficiente consigo mismas.
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