martes, 13 de noviembre de 2012
A hierro muere
Prisiones del pasado, emociones inválidas, vidas en el limbo. En ‘A hierro muere’ (1962), de Manuel Mur Oti, la tía de Fernando (Eugenia Zaffoli), impedida, vive en su particular limbo, el de los recuerdos, los de sus triunfos pretéritos en los escenarios. Elisa (Olga Zubarry) sale de prisión, tras cinco años de condena, para trabajar como enfermera de la que fue célebre actriz, y vuelve a cometer el mismo error, tropezar con la misma piedra, enamorarse de quien no debe, y complicarse la vida como cómplice de una acción criminal. La piedra, no precisamente filosofal, del pasado fue un robo, esta es un crimen. El inductor es Fernando (Alberto de Mendoza), la víctima, su tía. El propósito, cobrar la herencia, porque no soporta disfrutar del dinero que le suministra con cuentagotas su tía, quien es incapaz de ver de qué calaña es su sobrino, porque sólo se mira a sí misma, a su pasado, a lo que fue.
Elisa tampoco sabe ver cómo es él, porque lo que necesita no es dinero sino amor, y su necesidad a veces ciega, ofusca la percepción, alienta el autoengaño. Una elipsis expresa elocuente su disposición, pese a sus aparentes reticencias. Fernando le propone que cene con él esa noche, ella se muestra remisa. Pero al siguiente plano la vemos ya cenando con él, y riendo feliz. Ni su príncipe encantador, que no encantado, es lo que parece, ni los acontecimientos se sucederán según las previsiones. Se puede ser falible, cometer errores, como sufrir también la interferencia de voluntades perspicaces. A Algunas se las puede eliminar, como acción desesperada, caso del doctor, a quien Fernando mata con el atizador. Pero las acciones desesperadas es fácil que traigan consigo más complicaciones, y que se cumpla el refrán, ‘a quien a hierro mata, a hierro muere’. Tanto atizas a otros para conseguir lo que quieres que en alguna ocasión puede que te devuelvan el golpe.
Entran en juego miradas más sagaces, que saben enfocar con tino, como el inspector Muñoz (excelente Luis Prendes), quien sabe tocar las teclas adecuadas, los puntos débiles, como quien agita la maleza para que salgan las bestias que se pretende cazar. Las mentiras son las primeras que surgen, y enrarecen la atmósfera. Ni Fernando sabía que Elisa había estado en la cárcel, ni ella que él tenía otra relación sentimental, con la cantante de un night club (Katia Loritz). Mur Oti despliega una tensa narrativa que se va progresivamente, enturbiando, crispando, sin nunca recurrir al énfasis, a la sobrecarga, como una violencia disparada con silenciador (hay encuadres que parecen extraídos de algún noir de Mann, con el juego de personajes en distintos términos del encuadre), a medida que los personajes se revelan cómo son o cómo sienten. O cómo juegan con los demás como piezas de un tablero, como es el caso de Fernando, que se desenvuelve en la doblez y la simulación con arte de prestidigitador.
El manipulador se encuentra con la horma de su zapato, otro hábil manipulador, Muñoz, que sabe tejer pacientemente su tela de araña, o azuzar a las bestias sin que estas se percaten de que lo está haciendo. Elisa, aunque forcejee con la engatusadora voluntad de Fernando cuando descubra que no sólo tiene un rostro, como tiene otra mujer a la que también dice querer (en suma, que es un’ hombre de escena’), se precipita en los abismos del amor, como ocurrió a Emilia (Susana Canales) en la extraordinaria ‘Cielo negro’ (1951). Pero a diferencia de esta no encuentra un refugio en el que guarecerse en el confortable autoengaño, sino que, si la realidad y la fantasía son dos vagones distintos, quedará atrapada en el limbo intermedio. El desenlace tiene lugar en un tren, un viaje hacia el fin de la noche, hacia la nada, para quien no logra liberar su mirada aprisionada entre ofuscadores sueños o para quien se había acostumbrado demasiado a dominar el mundo con su varita a modo de atizador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario