miércoles, 10 de octubre de 2012
Sonrisas de una noche de verano
‘Los jóvenes siempre se aman a sí mismos, al amor y a sí mismos, al propio amor’, le indica Fredrik (Gunnar Bjornstrand) a su hijo Henrik (Björn Bjelfvenstam), en una de las secuencias iniciales de ‘Sonrisas de una noche de verano’ (Sommarnattens Leende, 1955), de Ingmar Bergman. Bergman declaró que en la juventud se es más intolerante, y se refleja en la temperatura dramática en la forma de sentir y reaccionar, en un exceso de afectación, como si fueran el centro de un escenario, que resulta avasalladora, como será puesto en cuestión después, en las secuencias finales, tras una reacción extrema, desaforada, de Henrik. Pero no quiere decir que los adultos actúen con más lucidez o templanza. Frederick añade que cuando eres adulto adviertes lo que hay de irrisorio en los propios actos o la insignificancia de las aspiraciones o deseos. Claro que, como plantea con aguda ironía Bergman, esa (auto)consciencia no se refleja en los actos, ya que sigue predominando el ‘escenario’ (las estrategias, simulaciones, maquinaciones, sugestiones y proyecciones) y los confusiones, desorientaciones y volubilidades con (o de) los propios sentimientos.
Frederick no dejará de parecer ridículo esa misma noche cuando, en casa de su amiga, Desiree (Eva Dahlbeck), actriz para más señas sea sorprendido por el conde Malcom, militar, de quien ella es amante, y acabe abandonando la casa en camisón (que ha tenido que ponerse porque se había caído en un gran charco al entrar en su casa). Previamente, cuando él se ha puesto ese camisón, gorrito con borla incluido, no dejará de señalar lo patético que se ve: no es la única vez en que los personajes se contemplan en los espejos: no dejan de estar desubicados entre reflejos, sin acabar de discernir a quien quieren realmente, o de estar satisfechos con cómo se ven; reflejos de cómo quisieran verse, o cómo se ven realmente de deslustrados, como el mismo Frederick). De hecho, Frederick había acudido a Desiree, con la que mantuvo una relación de varios años en el pasado, en busca de consejo sobre su relación con marital con Anne (Ulla Jacobson), bastantes años más joven que él (de la edad de su hijo); pese al tiempo transcurrido desde la boda, tres años, ella es aún virgen; él se tortura pensando que le ve como a un padre. A Frederick se nos lo presenta recogiendo unas fotografías que se hizo con su esposa; en su expresión se refleja cuánto la admira; pero en sueños, durmiendo junto a ella, pronuncia el nombre de Desiree: ¿A quién quiere? ¿Lo sabe él mismo? ¿Ama al reflejo que quiere ver de sí mismo en los ojos de una mujer joven? ¿Ve más a Anna como una representación, idealizada? El conde Malcom que parece más bien un arrogante adolescente tampoco parece tenerlo muy claro, aunque parezca que vaya por la vida pisando a lo que le contraría: Dice a su esposa, la condesa Malcom (Margit Carlqvist) que tolera que su mujer le engañe, pero si alguien se atreve a tocar a su amante se convierte en un tigre, aunque, secuencias más adelante, dirá que si alguien quiere tocar a su esposa se convertirá en un tigre: En suma, ante todo parece quererse a sí mismo ( o que el mundo se pliegue a su voluntad).
Anna se mira en el espejo, quiere sentirse querida; le contraría que su esposo diga el nombre de otra en sueños (rival que conoce en el escenario, cuando acude con Frederick a una representación teatral), pero no soporta que Henrik coquetee con la criada, Petra (Harriet Anderson), montándole incluso escenas despechadas. Más allá de este teatro de confusiones, está la madre de Desiree, con la lucidez de quien ya no participa en esos juegos, cuando dice que nunca logras evitar que los que quieres sufran: No hay modo de evitar que ese sufrimiento aparezca, de un modo u otro, cuando se ama (dicho en un contundente y remarcado plano general, que es como una fisura en la narración, y que acentúa la intemperie emocional de la que resulta difícil desprenderse en la vida). Por un lado, tendremos los juegos y maquinaciones ( la alianza de Desiree y la condesa Malcom para que ambas consigan, respectivamente, solo a Frederick y el conde para ellas) y por otro, los azares, o las ironías, como el fallido intento de suicidio de Henrik que se troca, al tocar el resorte que posibilita que aparezca la cama de la habitación de al lado, en inesperado cumplimiento de un anhelo de amor excepcional (una ‘bella durmiente’ de nombre Anna, a la que besa, en un bellísimo plano, inclinado sobre ella). Ellos son los primeros en sonreír, la primera de las tres sonrisas que hay en una noche de verano, como señala Frid, el criado de la madre de Desiree, cuando celebra el encontrado amor con Petra, expandiendo sus sentidos en la naturaleza, entre los árboles, prados y montículos de heno (en contraste con el resto de los personajes, casi siempre confinados en interiores, en decorados).
Hay otra sonrisa para los bufones, como se consideran ellos (la de los que saben reírse de sí mismo, y disfrutar de los sencillos placeres epicúreos), y otra para los melancólicos (los que trasiegan con esa difusa línea del día y la noche, los que se complican en la indefinición), para esos adultos un tanto desorientados, aunque no lo crean, entre tanta maraña de tácticas y sentimientos y deseos que parecen ir por delante de ellos, oscilando entre lo trágico y lo ridículo. En esta ocasión, Bergman jugó armoniosamente con la paleta de lo irónico (sin por ello ahogar el drama; sino viéndolo con la distancia de quien evidencia su lado grotesco de representación y extravío). En esta ocasión, las balas eran de hollín, un poco convencional maquillaje de payaso.
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