domingo, 23 de septiembre de 2012
Ellos no eran imprescindibles
‘Ellos no eran imprescindibles’ (They were expendable, 1945), de John Ford es una obra surcada por lo irresuelto, por lo incierto y lo pendiente. La acción transcurre entre 1941 y 1942, entre el ataque a Pearl Harbor y consiguiente entrada en guerra, y la retirada de Filipinas, tras ser derrotados en Bataan por las tropas japonesas. El dúo protagonista, el teniente Brickley (Robert Montgomery, que dirigió algunas de las secuencias de combate cuando Ford cayó enfermo), al mando de una unidad de lanchas torpederas, y su segundo, Rusty (John Wayne) vuelven a Estados Unidos, pero con la pretensión de retornar. Habían sido derrotados, pero sabían reponerse. La producción es de 1945, ya en los estertores de la guerra, cuando el desgaste se ha ido incrementando, los cuerpos están exhaustos y los ánimos desfallecen. La necesidad de una inyección reanimadora era aún más acusada. Pero esa firmeza ya se ha desprendido de cantos propagandísticos, que ignoran lo que es la perdida y la frustración, las separaciones y la desolación. En el celuloide se palpan las ruinas, los rostros desgreñados, las contusiones de las miradas demolidas, también reflejado ese mismo año en otra de las cimas del género, ‘También somos seres humanos’ (1945), de William A Wellman. Es la consciencia de que el sacrificio ( o las alharacas idealizadoras del gesto) tiene un reverso doliente, la asunción de que pueden ser prescindibles: la idea tiene cuerpo, y los cuerpos mueren. En la obra de Ford ( o en la de Wellman, e incluso en ‘Un paseo bajo el sol’, 1945, de Lewis Milestone), ya no se transpira triunfalismo, sino la perseverancia firme y resistente de quien no cede, pero tiene que aprender que los héroes también sangran y sufren, y que la acción de guerra no es una pantalla en la que sea inmune.
Eso se ejemplifica en el proceso dramático o evolución del personaje de Rusty. En las primeras secuencias se evidencian sus ansias de entrar en combate, en acción. No acepta como su amigo, y superior, Brickley, que no valoren la capacidad o eficacia resolutiva de las lanchas torpederas, y pide el traslado (si no lo hace es porque esa noche estalla la guerra). Si Brickley encarna la templanza, Rusty representa el ímpetu adolescente, la necesidad de sentirse protagonista del escenario del mundo, la impaciencia de quien quiere que lo que ansía se cumpla ya. En el primer combate es herido en una mano, la mano derecha, con la que iba a firmar esa petición. Orgulloso, obcecado, no quiere asumir la gravedad de su herida, porque quiere entrar en combate, y no acepta de buen grado la decisión de su amigo de que sea ingresado (hubiera perdido el brazo si no lo hubiera hecho). En sus carnes sufrirá lo irresuelto, lo incierto y pendiente, cuando se enamore de la enfermera Sandy (Donna Reed). Estos pasajes son de los más bellos de la obra, además de elocuente ejemplo de esa característica narrativa fordiana de digresiones, y excursos, de vaivenes dramáticos y tonales orquestados con un asombrosamente fluido dominio serial (musical) de las alternancias.
Hay planos bellísimos como ese que encuadra el perfil de ambos, en ese nocturno inflamado de sombras (gran trabajo fotográfico de Joseph H August, cuyas imágenes parecen exudar en ocasiones), mientras observan las explosiones en el horizonte, el fuera de campo, ese que interrumpirá e impedirá desarrollarse su amor naciente, vaticinio que les llega con el sonido de las bombas. Secuencias prototípicamente fordianas, de arrebatadora emoción, como la cena a la que es invitada Sandy, acompañada de Rusty, Brickle y otros cuatro oficiales, aunque, sorpresivamente, también aquellos que, bajo la tarima, y a golpe de suela de zapato de Brickley como aviso de entrada, cantarán en homenaje a Sandy. Ford también sabía ser cortante. La despedida entre ambos, por teléfono, será interrumpida abruptamente. Su reencuentro quedará como un posible, como algo por lo que luchar, como el retorno a Filipinas para derrotar a los japoneses.La narración navega, como las mismas lanchas, entre acciones de combate, esperas, retiradas, secuencias de camaradería, y algún bello excurso como el breve que dedica a todo un emblemático personaje, Dad (Russell Simpson, otro característico fordiano, que había interpretado al padre de los Joad en ‘Las uvas de la ira’ (1940), el dueño del astillero que les ayuda a reparar las lanchas torpederas. Alguien que lleva viviendo cuarenta años en esa isla filipina, y que no está dispuesto a irse a no ser que le echen.
Ford le dedica unos extraordinarios planos (que consideraría entre las más memorables secuencias de su filmografía): Dad ve cómo todos los soldados se marchan, por ambos caminos. Ford dedica un último plano, largo, dilatado, a Dad sentado en el porche, con su escopeta (y su garrafón de whisky, faltaría más), como si fuera una figura de un rancho del oeste estadounidense. Si su personaje en ‘Las uvas de la ira’ se veía despojado de sus tierras, abocado a la errancia, en busca de un nuevo hogar, en este caso (como si su ‘personaje’ la hubiera encontrado en Filipinas; después, por cierto, de que en la anterior película de Ford, ‘Qué verde era mi valle’, 1941, esa nostalgia de un hogar, ya perdido y degradado, se represente y ubique en Irlanda), aquí emana la firmeza de quien no cede las que son sus raíces, el hogar encontrado, aunque sepa que será desposeído de lo que ha sido suyo.
Esa sensación de hogar, de unión, que palpita en la relación del grupo de los hombres de las lanchas torpederas, ese sentimiento que prevalece y que alienta a seguir, aunque los lazos sean cortados por las decisiones de los superiores, y tengan que separarse, seguir errando (‘searchers’), como los hombres supervivientes que caminan exhaustos por la playa mientras contemplan el avión que traslada a los que han sido sus oficiales, guías y compañeros, Brickley y Rusty, a Estados Unidos, mientras aún siguen resonando en las melancólicas imágenes los versos del Réquiem de Robert Louis Stevenson que Rusty ha recitado en el funeral de dos de sus compañeros:
Bajo el inmenso y estrellado cielo
cavad mi tumba y dejadme descansar.
Viví alegre y alegre muero,
y sólo pido un último deseo.
Que grabéis estos versos en mi tumba:
"Aquí yace donde quería estar;
el marinero, de vuelta del mar,
y el cazador de vuelta de la colina".
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