lunes, 27 de agosto de 2012
Tres lanceros bengalíes
Hay dos secuencias de ‘Tres lanceros bengalíes’ (The lives of a bengal lancer, 1935), de Henry Hathaway, que forman parte de la mítica del género de aventuras, o por lo menos de un antología de mi memoria emocional desde mi infancia. Aquell
a en la que Forsythe (Franchot Tone) incordia a McGregor (Gary Cooper) con la música de su flauta, que sabe abomina, y lo que atrae es a una serpiente, de la que le salva McGregor. La otra, en su tramo final, es la tortura que sufren, pero resisten, ambos a base de prendidas astillas de bambú incrustadas en sus uñas a cargo de otra ‘serpiente’, Mohamed Khan (Douglas Drumille), contra quien luchan los británicos en el norte de la India. Ambas secuencias, de entrada, describen el arco que recorre la amistad entra ambos, uno de los rasgos más atractivos de este western encubierto bajo los ropajes de la aventura colonial. Pero hay un tercer componente en ambas secuencias, el que condiciona el principal conflicto dramático, el que se enfrentan dos actitudes vitales. En la primera secuencia, McGregor, mientras Forsythe le incordiaba, intentaba aconsejar a Stone (Richard Cronwell) sobre cómo debía actuar con su padre, el oficial al manDo del regimiento, el coronel Stone (Sir Guy Standing), es decir, que no dejara que le doblegara.
Los roces o las diferencias entre McGregor y el coronel son manifiestas desde la primera secuencias, cuando McGregor desobedece sus ordenes, y responde al ataque de los afganos (cuando la orden era que no lo hicieran, parte de una estrategia planteada para capturar a su líder). McGregor se deja llevar por los impulsos, y por los sentimientos, es tan atolondrado, en ocasiones, como efusivo. No deja de ser crítico con el coronel, con que haga prevalecer las normas y la idea del deber, y el uniforme, sobre el componente humano, como este lo es con el sentimentalismo. Mantiene las distancias con su hijo, que acaba de ser trasladado a su compañía, como si fuera otro oficial, manteniendo sus sentimientos presurizados, porque no son convenientes, ya que ofuscan los criterios, las decisiones atinadas. Ese pulso de planteamientos encontrados, de diferentes perspectivas paternales, a través de la figura del hijo, vertebra y tensa la narrativa. La educación, el aprendizaje, las diferentes figuras paternales o distintos modelos de influencia, las tensiones entre padres e hijos, son aspectos o conflictos presentes en la posteriores obras de Hathaway (a remarcar especialmente, su obra maestra, ‘El demonio del mar’, 1949). Hathaway, como ha reflejado en su filmografía, incide en que hay que escuchar a las diferentes posiciones o perspectivas, comprenderlas, no convertir las diferencias en oposición, en rivalidad o antagonismo. Aunque pueda simpatizar más con la que despliega sus emociones, la de McGregor, hay que apreciar los matices en las otras perspectivas. Tras un acre enfrentamiento entre el coronel y McGregor, en el que el coronel se ha mostrado reticente a enviar a nadie a rescatar a su hijo, apresado por los afganos, el segundo, decide desoir las ordenes, porque no está de acuerdo con su perspectiva, e ir a salvarle, a lo que Forsythe apostilla que al menos se ha dado cuenta de que hay otra perspectiva (no es que no quiera a su hijo, como no es que no quisiera a su esposa, cuando eligió al regimiento; son sus decisiones, pero no implica que carezca de sentimientos).
Ahí es donde resplandece la complejidad y sutilidad subyacente en la película y en general en la obra de un cineasta cuyo aparente transparencia de estilo ocultaba, valga la paradoja, un subtexto rebosante de matices, interrogantes, ángulos y perspectivas. Sin olvidar no sólo su admirable dinamismo narrativo, sino su inventiva: ese plano en el que vemos arrastrarse en segundo termino a la serpiente, mientras en primer término Forsythe ríe mirando hacia donde está McGregor. O el plano sobre el reflejo de la mesa, entreviéndose cómo han prendido las astillas de bambú clavadas en las uñas de McGregor. Quien no resiste esa tortura es Stone, del mismo modo que ha dejado de creer ya en que su padre algún día le muestre ese afecto (que se supone tiene). Si en las escenas iniciales, McGregor y Forsythe competían (en unas secuencias que brillan por su vivaz sentido del humor), en estas secuencias, en las que han forjado una ejemplar compenetración, compiten para evitar que sea el otro quien pierda la vida (hay un momento, ambos portando la metralleta, enfrentados a los afganos, que parecen un antecedente del grupo salvaje peckinpahniano). Que no tienen relevancia cuestiones como la vergüenza y el honor, sino afirmarse en uno mismo, creer en uno mismo. No huir, ni ensimismarse, ‘quemarse’, en las desgracias, porque no te muestran el afecto que reclamas. El sacrifico de quien se entrega es el reflejo para acabar con esa otra ‘serpiente’ (y a la vez con la de su padre, su obsesión, Khan, ese hombre que llevaba queriendo derrotar desde hacía quince años).
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