viernes, 10 de febrero de 2012
Cuando una mujer sube la escalera
No sientes muchas ganas de subir las escaleras, pero cuando llegas arriba piensas que todo puede ir bien. Es lo que se dice Keiko (Hideko Takamine), la protagonista de la hermosa y extraordinaria 'Cuando una mujer sube la escalera' (Onna ga kaidan wo agaru toki, 1960). Allá arriba (es una empinada escalera, que hace sentir que se cruza una distancia hacia otro mundo) es donde trabaja, en un bar club, en el distrito de Ginza, como mama-san (patrona), de chicas de compañía. Ella misma lo es, pero se resiste a ser una más, a ser una chica de tercera categoría, como describe en un momento dado: están las que al acabar la jornada de trabajo se marchan en autobús, las que se marchan andando, o las que, como ella, por necesidad económica, deben convertirse en señoritas de compañía de empresarios u hombres ricos, para quizá de ese modo poder encontrar marido y ascender en la escala social. Los bares (como aquel en que trabaja) son durante el día, como chicas sin maquillar, como también apunta al inicio ( en algunos de sus escuetos comentarios en off que jalonan la narración). Se podría decir que la describe a ella por oposición, por su trabajo nocturno, por tener que gastar considerabes sumas en perfume, en cuidar su aspecto (es una máscara, una actriz, una representación, como esa oscura figura que se insinua en lo alto de la escalera; una variante de la tradicional geisha; un reflejo en el que no quiere verse).
Ella se resiste a ser una más, a tener que elegir un marido, porque, viuda, prometió en la tumba de su marido no tener relaciones con otro hombre, pero, realmente, ante todo,porque (como expresa en una conversación con una de las chicas)no quiere perder esa diginidad que piensa toda mujer debe procurar mantener, es decir, no coquetear con muchos hombres, sino esperar a ese hombre especial del que poder enamorarse; la amiga replica que cómo puede ella resistir, aunque sea por aburrimiento; pero Keiko prefiere recurrir a una copita de alcohol antes de dormir, pese a que tampoco sea suficiente a veces para contrarrestar la soledad. Ese ansia de independencia, de mantenerse firme en lograr materializar lo que ella anhela o ser fiel a cómo siente y piensa ( a no tener que asubordinarse a lo que las circunstancias le han determinado, no sólo la viudez, sino su condición de mujer en una sociedad como la japonesa, que la subordina al hombre), se refleja en su propósito de independizarse laboralmente, ser ella su propia empresaria, montando ella su propio bar, para lo que busca el apoyo de inversores en los antiguos clientes. Los cuáles sguen aspirando a conseguirla,como amante o como esposa.
Los hombres no dejan de decepcionarla. Como aquel que en principio parece más honesto que el resto ( aunque resulte el menos atractivo fisicamente), y al que, al fin, llega a aceptar (por necesidad económica, ya que encima ha caído enferma) su recurrente propuesta de matrimonio, para descubrir, en una admirable secuencia ( la intemperie anímica que refleja el arrabal) que realmente estaba casado, y con hijos, y, como le confiesa su resignada esposa, había convertido las propuestas de matrimonio en un ritualizado habito de sentirse valorado (engañar reproduciendo un autoengaño).O aquel (al que ella amaba)que pese a que la ame no se ve con la suficiente fuerza de carácter para abandonar a su esposa e hijos. Keiko lucha, y seguirá luchando, como un árbol milenario frente al viento frío del norte, como ella misma dice, frente a las adversidades y contrariedades, y las inconsecuencias de los que la rodean, que la quieren conventir en materialización (pasajera o duradera) de la pantalla de sus deseos, en ese escenario, que siempre está en lo alto de la empinada escalera, ese escenario en el que su rostro se transfigura, convertido en una voluntariosa sonrisa, para satisfacer a los clientes, para sentir que todo puede ir bien.
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