miércoles, 9 de marzo de 2011

El último escalón

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La experiencia de lo fantástico rasga el velo de la certidumbre, y pone en entredicho toda presunción de normalidad. Las 'señales de tráfico de la realidad (normalidad)' se desajustan, lo real se revela como una materia porosa y flexible donde el 'puede ser' se amplia según el ángulo de la percepción alterada. En ocasiones, lo fantástico responde a la incisión de una percepción aguda, anómala condición que pone en evidencia los límites de nuestra mente, ignorante de todo aquello que puede haber más allá de los mismos. En otras, responde a una 'necesidad', la purga de un conflicto interior, entretejido de represiones y carencias, la inconsciente invocación de un 'acontecimiento', que en ocasiones se convierte en liberación y, en otras, en constatación de un atoramiento interior, de una incapacidad, consciente o inconsciente, por liberarse de esos lastres emocionales en la relación con uno mismo, los otros, o el mundo. Todo depende de cómo uno se enfrente a esa 'agitación de ecos' que conmociona la mente...
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Precisamente, ese es el título original de 'El último escalón'(¿qué escalón, si no sale ninguno por ningún lado?), 'Stir of echoes' (1999), de David Koepp. Una estimulante muestra de género fantástico que atiende al importante detalle de que el 'acontecimiento' está en función de las circunstancias del protagonista, y sus irresueltos fantasmas interiores. ¿Y cuáles son estos?. Tom (Kevin Bacon? se siente frustrado porque no ha realizado en su vida todo aquello que esperaba: no ha logrado conseguir que su carrera de músico cuaje. No es que le amargue el no haber alcanzado la fama, es más bien el sentirse tan del monton, tan ordinario. Para ganarse la vida realiza un trabajo de técnico eléctrico, arreglando los problemas de conexiones. Ironías, cuando en su vida siente que ha perdido la 'conexión'. Tom se acaba de trasladar, con su mujer, Maggie(Katrhyn Erbe), y su hijo Zac, a una nueva casa, en uno de esos barrios de impecable aspecto donde todo parece tan correcto y casi ideal, y en donde uno cree que el aspecto de las fachadas se corresponde con el interior (¿No es esa la falacía y sustento de la normalidad?).
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Pero Tom se siente fuera de lugar porque siente su interior y su fachada desajustados. Hasta que acaece (o irrumpe) el 'acontecimiento' que le saca de esa vida carente de acontecimientos ( e incluso ya resignado a que no los haya). El 'detonante' es una sesión de hipnotismo, a la que, escéptico, se ofrece voluntario. Pero, tras la cual, siente que su percepción se ha 'alterado', en forma de inquietantes visiones, como flashes, de una palpable fisicidad, algunos dolorosos (mientras hace el amor con Maggie, siente como una mano se rompe una uña contra el suelo). La primera situación ('aparición de lo anómalo') es modélica. Tom no puede dormir, se levanta de la cama, y se dirige al salón, presto a anestesiar su 'agitado' insomnio viendo la televisión. Ya sentado en el sofa, se inclina hacia adelante para encender con el mando el televisor, acompañado en su gesto por el movimiento de la cámara, pero cuando se echa hacia atrás vemos, y ve, que a su lado hay una chica, de aspecto espectral que realiza un gesto hacia él (¿como si quisiera decirle algo?), con el consiguiente sobresalto para Tom y los espectadores.

Koepp sabe dosificar y modular las situaciones 'fantásticas', esas sobrecogedoras apariciones, sabiendo rehuir el efectismo, y acompasadas a esa progresiva obsesión de Tom por lograr saber qué es lo que quiere decirle ese 'fantasma', o lo que es lo mismo, lograr dar sentido a ese puzzle de flashes (de agitación de ecos) que 'agitan' su mente. Llega a reconocérselo a Maggie, cuando ésta ya empieza a preocuparse por su desmesurada obsesión, que le ha llevado a excavar en todo el jardín ( cavar, llegar a las profundidades del subconsciente), esas 'visiones' representan mucho más que un mero enigma a resolver, 'representan' el sentir al fin que algo excepcional ocurre en su vida, que hay un 'acontecimiento'.
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Koepp, por otro lado, sabe jugar muy bien con la ambivalencia, al abrir el 'ángulo' al hijo, Zac, el cual sabemos desde el principio que dialoga con alguien 'invisible', y de alguna manera se convierte en transmisor del 'fantasma', como si él poseyera esa percepción aguda, esa excepcionalidad, de la que carece su padre (que necesitó forzar su mente con la tecla de la hipnosis). Es como si su hijo fuera aquello que él no ha sido (o que ha perdido), aquella ilusión que poseía de ser excepcional cuando era más jovén, ahora frustrada en su madurez, la 'posibilidad' anulada por los condicionamientos de la vida, de la 'normalidad', la cual, precisamente, se desvelará como la procreadora de monstruos. Hay mucha agitación de ecos tras las fachadas. El fantasma le enfrenta a los abismos que se ocultan tras los aparentemente inanes e inofensivos rostros de la normalidad, esos vecinos cuya vida parece carecer también de ningún atributo de excepcionalidad. Cualquiera, por muy normal que parezca, es capaz de realizar la más aberrante violencia, por muy accidentalmente que se produzca. Los planos finales, cuando abandonan ese barrio, son rasgadamente elocuentes. El niño mira hacia las fachadas, mientras escuchamos esa terrible cacofonía de ecos agitados.

‎'El último escalón' (Stir of echoes, 1999), es una de las pocas estimulantes propuestas que ha dado el género fantástico norteamericano en los últimos años, en la que el propio director, David Koepp, adapta una obra de Richard Matheson. El resto de la obra de Koepp, como director, no carece de interés tampoco, sobre todo su opera prima, 'El efecto dominó'(1996).

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