martes, 7 de diciembre de 2010

Uncle Boonmee cuenta sus vidas pasadas

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Sumergirse en 'Uncle Boonmee cuenta sus vidas pasadas' (2010),de Apichatpong Weerasethakul es como experimentar un trance alquímico. Hace de la contemplación raíz, y del misterio epifania, lo que la convierte en paradoja sorprendente, y hasta desconcertante, en forma de celuloide. Cuando las palabras intentan darle la forma de la lógica del discurso a la que estamos habituados, se produce la fricción, la del cartógrafo que intenta trazar unos mapas tras haber buceado entre las corrientes. ¿Cómo transmitir la experiencia del tacto del agua aunque se puedan trazar las coordenadas, o la dirección de las corrientes?. Ante el primer visionado de 'Carretera perdida' (1997), de David Lynch uno sentía que se encontraba ante nuevos senderos expresivos, no explorados, como aquellos territorios desconocidos en los antiguos mapas. El discurso no lograba aprehender aquellas mareas cautivadoras, pero los siguientes visionados revelaban cada pieza tenía su sentido, estabamos en el interior de una mente, y además fracturada. Nos encontrábamos en otro territorio, en el que ya habían navegado cineastas como Alain Resnais o André Delvaux, en una tierra incierta, incognita, en la que la percepción de la realidad no sólo se revela movediza, sino que se hace cuerpo. La realidad puede percibirse y expresarse desde otros ángulos. Weerasethakul menciona como inspiración el cine fantástico de Jacques Tourneur, en el que desde el interior del relato se planteaba la interrogación sobre las quebradizas coordenadas de lo llamado realidad, dejando al espectador en la suspensión. Pero va más allá, suprimiendo cualquier asidero, como si Tourneur en 'Yo anduve con un zombie' (1943) nos hubiera sustraido las revelaciones de la doctora, aunque la poesía de las secuencias finales alentaran el enigma, la incógnita. Ese era el juego de Tourneur, como la frase final de Dana Andrews en 'La noche del demonio' (1956), 'a veces es mejor no saber'.
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Aquí estamos en el territorio del extrañamiento y del cine sensorial, entre 'La mujer de arena' de Teshigahara y el cine de Terrence Malick. Y el tiempo es una cuestión clave, en su tempo nos sumergimos y fluimos, en el trance que deshilacha la trama y deja la experiencia arquetípica al desnudo, el de la experiencia intuitiva que siente lo Otro, el mundo interior conjugado con el exterior, con sus límites quebrados. Un deslizamiento. En las primeras imágenes seguimos los movimientos de un buey por unos arrozales hasta su incursión en el bosque. Una imagen sorprendente cierra esta secuencia como una ruptura que asienta el enigma, la interrogante y el desconcierto: una figura que parece un simio, cuyos ojos rojos brillan. Terra incognita. ¿Cuál es la relación?. En las siguiente secuencia, tras los títulos de creédito, seguimos otro dilatado desplazamiento, Bonmee con su cuñada en un coche, y su llegada a una casa. Otra ruptura que es como una fisura en el fluir: Bonmee padece una enfermedad renal crónica, y es atendido en otra dilatada secuencia para que el agua siga fluyendo en su cuerpo. Bonmee piensa que esa enfermedad, ese no fluir el agua en su cuerpo, es un castigo por no haber tratado bien a otros en su vida, inclusive a los animales. Pero la ruptura de eje será radical cuando sentados en la mesa serán testigos de la aparición del fantasma de su esposa fallecida y, acto seguido, de esa criatura simiesca de ojos rojos que revela ser su hijo desaparecido, y que relata su experiencia (en un asombroso uso de la música, otro punto de contacto con Lynch, como una letanía cual trance como si fuera el rumor de una corriente bajo el relato de sus palabras que más que desvelar una incógnita la acrecienta). El naturalismo de sus imágenes, que hasta puede parecer desmañado, convive con esta sorprendente fluencia fantástica, como la mirada que a la vez que se asombra contempla lo insólito como parte del paisaje de la existencia, en la que lo posible es mucho más amplio de lo que percibimos en nuestra dieta de percepción vital.
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La hilazón entre las secuencias es más el fluir de unos meandros de una corriente que no sabes hacia dónde te dirigirán, pasando de unas conversaciones de Boonmee y su nuera con unos apicultores a un relato de una mujer de rasgos no agraciados (que me recordaban a la dama en el radiador de 'Cabeza borradora') que al contemplarse en el agua se ve hermosa, y a la que un pez habla, e incluso realiza un cunnilingus. Hasta llegar a ese viaje al núcleo, en el que los tiempos se conjugan, el viaje, ya puro tiempo, a las simas entre las rocas donde Boonmee exhalará su último suspiro entre las sombras, en las que brillan los ojos rojos de la enigmática criatura. Las últimas imágenes nos sitún en distinos ángulos ya a un mismo tiempo, sin clarificar distinción, porque quizá no la haya. O quizás hay que mirar desde todos los ángulos para que las aguas fluyan, y la armonía sea factible, seamos buey, monje budista, apicultor o simio de ojos rojos, porque somos todos ellos.

El cne aún puede sorprender, como revela 'Uncle Boonmee cuenta sus vidas pasadas' (2010) de Apichatpong Weerasethakul, una cautivadora experiencia sensorial que calificaría de alquímica, y que invoca a una capacidad perdida, o quizás poco desarrollada, como la intuitiva. Su narración es un río en el que sumergirse, es tiempo y misterio, la percepción alterada como la del más genuino cine fantástico, entre Tourneur y Lynch.

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